Mientras la gente entraba en la sala, desde un sillón muy cómodo donde un amigo y yo estábamos sentados esperando, podíamos ver, a través de una puerta que del lado del escenario sería una ventana con cortinas de voile, a la madre (Lourdes Invierno) y al hijo (Julián Fuentes), recostados en una cama de dos plazas.
Apenas nos ubicamos en nuestras butacas nos encontramos metidos en aquel dormitorio matrimonial, donde el lugar de marido y padre, muerto poco tiempo atrás, es ocupado por el hijo, que ahora inspecciona una pared tomada por la humedad y un charco de agua que se formó sobre un mueble y el piso. “¿Qué pasó acá? –le reprocha a la madre–. ¡Se arruinaron todos los libros!”. Entonces la madre le cuenta que la mancha de humedad está desde hace tiempo y que llamó al plomero, pero que… “¿Y por qué lo llamaste vos sola al plomero?”. “Cuando los hombres no entienden a las mujeres, lo resuelven diciendo que estamos locas”, protestará la madre tras la seguidilla de reproches del hijo. Ella no puede salir de la casa, que los espectadores no vemos más allá de los límites del dormitorio. El hijo la retiene con el argumento de que ella todavía no está bien: necesita recuperarse de la muerte del padre, tiene que ser paciente y tomar las pastillas que le recetó el psiquiatra.
El empapelado con flores rojas gigantes (un gran hallazgo de la escenografía) que imprime lo siniestro a la atmósfera, también arruinado, es el nexo entre la obra de teatro y el relato que la inspiró, El empapelado amarillo, de Charlotte Perkins Gilman (1860-1935), considerado uno de los primeros relatos feministas contra el maltrato a la mujer. En éste, quien mantiene encerrada en una casa de campo a su esposa con depresión postparto es el marido, y en el empapelado amarillo ella cree ver a una mujer presa tras el entramado de flores.
En la obra de Javier Rodríguez Cano, la primera como dramaturgo y director, la escenografía y los movimientos de los actores funcionan como una espiral cuyo recorrido va desde la trama floreada y gastada del empapelado y hasta ese punto infinito central en el que toda espiral comienza (o termina), en este caso, la cama matrimonial, un lindo aunque aparatoso mueble art decó con dos mesas de luz adosadas a la cabecera, que ocupa el centro de la escena, equidistante de todas las paredes, torcida, inestable como un bote hundiéndose en el ojo de un remolino. En ese cuarto nada ni nadie está en su lugar. El hijo, atrapado en la fascinación de la madre, que supo ser una consagrada actriz, y ella, encerrada por la arbitrariedad del hijo. Cada tanto, cuando se cansan de hablar de lo que les pasa, tienen un código, uno de los dos propone: “¿Actuamos?”. Un hermoso momento de la obra (y también terrorífico juego de espejos) es cuando madre e hijo recrean el pasito de baile que practican Odile, Franz y Arthur en un bar, en la película Band à part de Jean-Luc Godard.
Sobre la vida sentimental del hijo, además de la fascinación por la madre y de los celos por su padre, que ella no puede evitar mencionar a cada rato, algo podemos entrever. La madre en un momento le dice algo así como “Cuando vos tenés tus asuntos…”. Pero esos asuntos, así como el resto de la casa que, como en una “casa tomada”, parece haber quedado reducida a ese solo dormitorio, forman parte de todo lo que nadie ve.
Todo lo que nadie ve: viernes a las 21, Vera Vera Teatro, Vera 108.