“Nosotros fuimos a escuelas públicas, como la mayoría de los chicos en nuestra infancia. Y como la mayoría, íbamos a la que quedaba más cerca. Nuestros padres no elegían escuela, porque confiaban en que todas eran iguales. Elegir: un verbo de estos tiempos”. La reflexión que Mariana Lifschitz desliza en medio de su película, apunta al centro de una temática tan de estos tiempos en cada panel de la tele, y en cada familia con hijos en determinado momento vital. Con la virtud de sentar postura sin juzgar, y de abordar el tema desde múltiples aristas, con todas sus complejidades, la realizadora logra con Primer grado en tres países hablar de la escuela, para hablar de una sociedad y de un estado de cosas. Lo estrena mañana a las 21 en el Centro Cultural de la Cooperación (Av. Corrientes 1543), con la presencia de dos de sus protagonistas: Caroline Behague y Agustina Lagomarsino, madres con hijos en escuelas públicas de Francia y de Finlandia. Las funciones continuarán durante todos los jueves de marzo.
El documental sigue a tres chicos que cursan primer grado al mismo tiempo en tres ciudades distantes: Buenos Aires, Roubaix, en Francia, y Helsinki, la capital de Finlandia. También sigue a sus madres, mujeres de clase media urbana, que son amigas entre sí y se van contando por Skype lo que van viviendo, entre emociones y descubrimientos, temores y preguntas. Pronto aparecen similitudes y diferencias, pero también puntas para pensar cómo es cada sistema educativo y –oh, casualidad– cómo es cada sociedad.
Hay algo muy fresco en el modo en que Primer grado... va mostrando cómo juegan los chicos en cada lugar, cómo llegan y cómo vuelven de la escuela (en Finlandia, con la familia recién mudada, la madre descubre que es la única que va a buscar a su hija a la salida), cómo les hablan los adultos, y ese es otro mérito de la película. Pero además el documental no se detiene en ese cotidiano, sino que sigue indagando en la elección que debe encarar hoy cada familia de clase media. Y entonces recorre qué pasa en un lugar chico y en una gran ciudad; en una pública de Caballito y en una de Constitución; en un colegio parroquial y en un “privado progre”, o en una escuela Waldorf. Cómo decide cada familia, qué prioriza en la elección, qué contradicciones surgen. Dando marco a estas fotos intra familiares, un tema atraviesa la película: qué rol cumple el Estado en todo esto.
“La idea de este documental empezó a rondar cuando estábamos buscando jardín para nuestro hijo Gero. La primera disyuntiva fue si público o privado. Hablando con muchos amigos con hijos ya escolarizados, encontramos que muchos que se habían formado en la escuela pública, y que defendían la escuela pública, sin embargo mandaban a sus hijos a escuelas privadas. Me parecía interesante investigar qué pasaba ahí, porque en esa tensión encontraba algo muy de esta época”, cuenta Lifschitz a PáginaI12. “Estaba en medio de esa investigación cuando mi amiga Caroline, que también es documentalista, decidió mudarse a Francia para que su hijo Leo empezara la escuela primaria allá. Como había compartido mucho mi idea de documental con ella, cayó de maduro: hagamos el primer grado comparando. Estábamos en eso cuando me enteré que Agustina, con quien también compartíamos el parque Centenario con los juegos de nuestros hijos, se mudaba a Finlandia”, recuerda.
Los países a comparar no fueron elegidos, pero cayeron justo: “Finlandia porque siempre aparece como un ejemplo, donde todo parece resuelto, con su gran Estado de bienestar. Y Francia porque es un punto de partida importante para la escuela pública argentina, en sus orígenes”, observa la directora. “Después aparecieron todos los descubrimientos, y las sorpresas: no me hubiera imaginado, por ejemplo, que Francia fuera tan conservadora en su sistema educativo”, comenta.
–¿Qué otro aspecto la sorprendió, tal vez por las similitudes?
–Lo que le pasa a Caroline en Francia podría pasarme a mí acá: ella vive en un barrio popular y no manda a su hijo a la escuela del barrio, donde el 80 por ciento de los chicos son árabes; lo manda a una escuela pública que queda un poco más lejos. Y cuenta que si no le hubiera salido esa opción, lo hubiera mandado a una parroquial, porque allá no hay tanta escuela privada. En una sociedad fragmentada, todo te va llevando a estar cerca de los parecidos y protegido de los distintos. En otro aspecto muy distinto, comparando las maneras de enseñar nos sorprendió el parecido entre los métodos de enseñanza en matemática y lectoescritura de Argentina y Finlandia, mientras que Francia sigue más atada al modelo tradicional.
–¿Por qué?
–Tanto acá como en Finlandia se da prioridad al proceso de cada chico, no se los fuerza a aprender de memoria. En primer grado les toman pruebas sin decirles que son pruebas, sin calificarlos, porque el objetivo es que el chico tenga ganas de aprender. Se piensa más en incentivarlo y en ser respetuosos de sus tiempos, eso apareció con claridad en la investigación. En Francia el sistema es más parecido al que había aquí antes, pero además se incentiva tanto la competencia, que terminan estigmatizando a los chicos que les va mal. Caroline se sorprende porque a los chicos que les va mal los sientan adelante, algo que tiene su lógica de aula, pero que termina “marcando” a los “malos”. Y cuenta que cuando ella era chica, era peor: en los boletines los calificaban por orden numérico, de mejor a peor. No era muy lindo ser “el último” de la clase...
–¿Y sobre las diferencias?
–Los sistemas educativos francés y finlandés son muy diferentes entre sí, pero en algo se parecen: más allá de los cambios de signo de gobierno, parece haber ciertos acuerdos básicos, ciertas cosas que se respetan. Por ejemplo, que la educación es un derecho. En la Argentina eso dice la Constitución, pero no sé si lo tenemos todos tan claro. ¿De verdad estamos de acuerdo en que todos los chicos tienen derecho a una educación de calidad? Si estamos de acuerdo en eso, no podemos no ocuparnos, no preocuparnos, no alzar la voz. Incluso Francia, que tiene un gobierno liberal, que también atraviesa una época de retracción de derechos, sigue sosteniendo a su escuela pública como un bastión. De hecho las escuelas de barrios desfavorecidos tienen mayor presupuesto, porque se entiende que necesitan más, y no menos recursos.
–¿Tuvo alguna devolución especial de quienes la vieron?
–En una función de pre estreno en la Biblioteca Nacional, aparecieron las puntas de la película en el debate posterior. La directora de la escuela de Constitución que dice orgullosa que en su escuela entra cualquiera. Y la mamá de Jáuregui, un pueblo de la provincia de Buenos Aires, que dice que le gusta el colegio de sus hijos porque todas las familias piensan igual. Y yo dije: si yo viviera en Constitución, no mandaría a mi hijo a esa escuela, donde la mayoría de los chicos viven en conventillos. Los mandamos a escuelas públicas donde las cooperadoras funcionan bien, donde están contenidos, donde las problemáticas son de clase media. Pero a la vez tampoco queremos lo que dice la mamá de Jáuregui, porque decimos que queremos “diversidad”. Entre esos dos extremos nos movemos. Esa tensión refleja la fragmentación de la sociedad en la que vivimos. La pregunta es: ¿cómo hacemos para construir una sociedad integrada, para formar ciudadanos con valores comunes, si solo vivimos inmersos en grupos de parecidos, si no compartimos con los distintos las escuelas ni los clubes?
–¿La película apunta a ese debate?
–Es una propuesta para debatir. Por qué en Finlandia los maestros están entre los profesionales más prestigiosos y mejor remunerados. Qué mundo queremos para nuestros hijos y qué hijos le dejamos al mundo. Si creemos que una sociedad integrada puede ser posible sin escuela pública. Y si nos desentendemos del tema sólo porque mandamos a nuestros hijos a una privada, qué es lo que estamos dejando colgado, cuál es el precio de ese desentenderse a futuro. Qué pasaría si toda la clase media, con toda su capacidad de reclamo, volviera masivamente a la escuela pública. Ojalá la película despierte estas preguntas, y muchas más.