El cuento por su autor

Las historias que queremos o tratamos de contar, más o menos personales o directamente inventadas o escuchadas por ahí, se nutren o apoyan sobre la base que, como capas de sedimento, han ido formando cada una de nuestras lecturas anteriores. A veces me pasa que termino un cuento y alguien me señala su relación con tal o cual otro que, en ocasiones, curiosidades de la literatura, puedo no haber leído; otras veces, como en el caso de este cuento, percibo esa resonancia en el momento de escribirlo y aprovecho para jugar con eso. En este caso se trata, principalmente, de dos textos: “La fiesta del monstruo”, cuento escrito por Borges y Bioy que, estoy seguro, tuve en mis manos pero no llegué a leer o leí algunos párrafos y abandoné, aunque sí leí análisis sobre él (otra curiosidad o más bien falla, leer un análisis de un texto que uno no conoce, y no lo digo sólo para que María Kodama no venga a buscarme) y de El Matadero, de Esteban Echeverría, texto que sí leí y del que, sabía, “La fiesta del monstruo” era una suerte de reescritura. Esos ecos se mezclaron con recuerdos de infancia entre los que destaco este: estaba de la mano de mi abuela en la estación de trenes de Retiro. Debía ser navidad o año nuevo, porque había gente cargada de regalos y paquetes. Esperábamos la línea que iba a Tigre, nosotros bajábamos en San Isidro, donde por entonces vivía. Cuando llegó el tren, muchos de los que esperaban en la plataforma de cemento se abalanzaron hacia las ventanas y se tiraron de cabeza por ellas, dentro del tren, como si por los altoparlantes hubieran anunciado que había una bomba en la plataforma. Yo miraba la escena fascinado y un poco envidioso, por el asiento que ellos iban a conseguir y por la proeza digna de película de acción; mi abuela, en cambio, lo hacía con la nariz fruncida. 


Noemí Estigarribia

Alberto nos había dicho que saliéramos, vernos alrededor del fuego lo ponía nervioso. Afuera, con las lámparas del alumbrado público rotas, estaba oscuro, y yo abrazaba mi álbum de figuritas. Uno de los sobrinos de Alberto, que se pavoneaba, como diría mi abuela, de afeitarse el bigote, le dijo algo a la prima en el oído y ella se sonrió. Dice que tenés piernitas de nena, me dijo la prima cuando la miré interrogante. O de tero, agregó el sobrino y largó una carcajada. Pensé en mamá, que estaba adentro ayudando a la hermana de Alberto a preparar las ensaladas, y en su insistencia en que me pusiera ese pantaloncito de jean que me había traído la abuela de no sé dónde. Me miré las rodillas puntiagudas, con la piel de gallina. Igual, más de nena que de tero, insistió el sobrino. No le prestes atención, dijo la prima. Para mí tenés lindas piernas, agregó y se sonrió otra vez. Del lado que estaba más oscuro, el que daba al basural, llegaron dos chicos. Estaban serios, peinados con raya al costado, y caminaban con las manos en los bolsillos. Saludaron al sobrino con un apretón de manos, como hace la gente grande, a la prima le dieron un beso en el cachete y a mí casi que me señalaron con la pera, como hacía el Padre Miguel cada vez que le iba a preguntar algo. El sobrino y los chicos se quedaron a un costado, conversando entre ellos. No le hagas caso, me dijo la prima. Te tiene envidia. Para ese entonces ya habían llegado todos los invitados y nos llamaron de adentro. En el fondo de la casa, debajo de un árbol, habían juntado dos mesas que ocupaban la mitad del patio. A un costado estaba la parrilla. El lechón abierto me hizo pensar en el cuerpo de Cristo, como decía el Padre Miguel, clavado frente a todos nosotros en el patio del colegio. Yo nunca había probado lechón pero sabía que no me gustaba. Mamá acomodó una fuente con ensalada rusa arriba del mantel de plástico. Me acarició la cabeza. ¿Te hiciste amigos?, preguntó. Hacía mucho que no la veía sonreír de esa manera, y le dije que sí. Ese mismo día, más temprano, mientras viajábamos en el tren más roñoso del mundo, como diría mi abuela, donde parecía que los ratones habían comido los asientos, mamá me había advertido que la casa de los padres de Alberto, la casa donde Alberto vivía cuando era chico, no era como la nuestra. Pero son buena gente, son como Alberto, había dicho mamá. No respondí. Alberto había dejado de gustarme la noche en la que, desde mi cuarto, lo escuché discutir con mamá a los gritos, gritarle a mamá, en realidad. Me había dado tanto miedo que me había hecho pis en la cama y, cuando mamá vino a mi cuarto un rato más tarde, a controlar que estuviera tapado y acariciarme la cabeza, como hacía siempre, se había dado cuenta y había puesto una cara muy triste. Pero ese día, en el tren, estaba contenta como cuando nos vamos de vacaciones, entonces no dije nada de lo que pensaba de Alberto ni de esa estación llena de gente y de tierra en donde nos bajamos, tampoco dije nada cuando cruzamos la plaza entre vendedores ambulantes con cara de villanos de historieta, buscando la parada del colectivo, ni mientras el colectivo avanzaba medio destartalado, con las ventanas abiertas, y la tierra de la calle se levantaba y se nos pegaba en la cara y en los brazos transpirados. El padre de Alberto, la madre ya se había muerto, parecía una de esas estatuas que hay en el Museo de La Plata. Estaba sentado en el fondo de la casa, a la sombra del árbol donde ahora cuelga el parlante, todavía no habían traído las mesas. Cuando Alberto le presentó a mamá como su novia, el viejo había sonreído y levantado la mano como para tocarle la cara, pero se había quedado con los dedos en el aire, debía estar ciego. A un costado, cerca del gallinero, estaba la prima regando el piso. El sol era tan fuerte que el agua, apenas caía en la tierra, se evaporaba dejando manchitas oscuras. Una gallina se me acercó, retrocedí asqueado y me llevé por delante a Alberto. ¿Qué hacés?, dijo. Después miró a la gallina. Las gallinas son estúpidas, dijo. Se comen hasta una escupida, tené cuidado. Alberto escupió en el piso y la gallina se abalanzó a picotear el gargajo. ¿Querés bañarte?, dijo mamá pasándome la mano por el flequillo mojado. ¿Se puede bañar?, le preguntó a Alberto. Puse cara de que no quería pero mamá insistió: dale, así te cambiás y te ponés el short que te regaló la abuela. Cuando Alberto trajo la palangana de metal y me señaló la bomba de agua que estaba a un costado me di cuenta de que ya era tarde para negarme con más determinación, como diría la abuela. Ayudalo, le dijo Alberto a la prima. Mamá entró a la casa a buscar una toalla. Yo me quedé mirando a Alberto y a la prima, al viejo sentado inmóvil en la silla. Dale, dijo Alberto con una sonrisa. Sacate la ropita. La prima empezó a bombear y puso la palangana debajo del chorro de agua clara. Me saqué la remera y el pantalón, las medias. Me dejé el calzoncillo. Era increíble que, con el calor que hacía, el agua saliera tan helada. Me restregué lo más rápido que pude, tiritando, con el pan de jabón blanco que me había dado la prima. Odié a mamá. La prima de Alberto, con una sonrisa medio burlona, me había preguntado cómo me llamaba. Terminé de enjuagarme y, mientras intentaba secarme con una toalla que, como diría mi abuela, no estaba ni para limpiar el piso, había visto al sobrino de Alberto, de pie junto a la silla del viejo, mirándome fijo. En la pieza mamá me secó las orejas con la remera que me había sacado, me abrazó y besó en los cachetes, la nariz y la frente. Le pedí que se diera vuelta, para sacarme el calzoncillo, pero ella dijo que ya me conocía desnudo desde mi nacimiento. Resoplé, quería irme, estar con la abuela, en los sillones del living, comiendo pan dulce y tratando de adivinar los regalos por la forma de los paquetes. En la casa de los padres de Alberto no había árbol y, mis regalos, mamá había dicho que íbamos a abrirlos cuando volviéramos. Para entonces Alberto ya había preparado el fuego, y ataba el lechón a la cruz con alambre. Rajen de acá, vayan para afuera le dijo a su sobrino, pero también a la prima y a mí. No hagan lío, dijo mamá y el sobrino me miró y sonrió igual a como iba a hacerlo un rato más tarde, al hablarle a la prima de mis piernas. Cuando nos llamaron para entrar, alrededor de las mesas que habían ubicado en el patio ya estaban todos los invitados. Del parlante que colgaba en el árbol donde había estado sentado el viejo, salía una música que me daba dolor de panza, la abuela hubiera dicho que era música de negros. Me sentaron entre la prima y el sobrino. Casi ninguno de los platos y vasos que había arriba del mantel floreado eran del mismo tamaño o color, incluso los había de plástico. Alberto sirvió vino, de una damajuana, en el vaso del sobrino. ¿Puede?, le dijo a mamá con el pico de la damajuana arriba de mi vaso. No sé de qué forma lo miré, pero se empezó a reír. La hermana de Alberto me puso en el vaso un chorro de jugo anaranjado y lo completó con agua. De pozo, dijo, mejor que la mineral. Me sirvieron un pedazo de lechón. Me quedé mirando la costra amarillenta alrededor de la carne. Un aplauso para el asador, dijeron y levantaron los vasos. Después empezaron a comer. La prima dijo algo que, con el sonido de la música, las risas y el ruido de los cubiertos entrechocando los platos, no escuché. Corté un pedazo de cerdo y le saqué toda la grasa. 

Mientras me llevaba el tenedor a la boca vi que el sobrino me miraba. Empecé a masticar y me dio una arcada. Sin levantar la cabeza supe que debían estarme mirando. Hice un esfuerzo para tragar. Tomé un poco de jugo. Era horrible. Levanté la fuente de ensalada rusa. Había puesto una cucharada en mi plato cuando sentí que me acariciaban la pierna. La fuente se me cayó al costado del plato y la cuchara llena de mayonesa arriba del pantalón. Levanté la cabeza. Sólo el sobrino, que se sirvió un poco más de la damajuana, y la prima, que preguntó si estaba bien, se habían dado cuenta. Le pregunté a ella por el baño y señaló una casilla de madera, detrás del gallinero. Pensé en pedirle a mamá que me acompañara, pero estaba en la otra punta de la mesa y no miraba para mi lado. Me levanté y cubrí la parte manchada del pantalón con las manos. Fui hacia el baño con la esperanza de que ninguna gallina me saliera al paso. La única iluminación en la casilla era el resplandor que llegaba desde el lado de las mesas. Dejé la puerta entreabierta, me fui acostumbrando a la oscuridad. No había pileta, como esperaba, sino la palangana en la que me había bañado, con un poco de agua que se veía negra. Del pozo que estaba al lado, salía el mismo olor que había al lado de los baños en la estación de tren. Busqué papel. Tanteando con mucho cuidado encontré, colgadas de un gancho, lo que parecían hojas de diario o revista. Agarré una, la mojé en el agua de la palangana y me limpié el pantalón. Cuando salí me di cuenta de que había quedado peor. Volví a la mesa y el sobrino, con una sonrisa me dijo: ¿qué pasó ahí?, señalándome con el mentón. Nada, dije y me senté. ¿Vas a comer eso?, preguntó. Negué con la cabeza y se sirvió el pedazo de lechón que había quedado en mi plato. Miré a mamá. Tenía los ojos brillosos. Alberto, que estaba al lado, le agarró la cara y le dio un beso. Ella se rió con la boca abierta, la abuela hubiera dicho que era mala educación. Un rato después alguien puso un casete en el grabador y se pusieron a bailar a un costado de la mesa. Mamá primero se negaba, pero Alberto le pasó una mano por la cintura y otra por las piernas, la levantó y la bajó en medio del patio. Ella no dejaba de reír. El sobrino, que había tomado varios vasos de vino, le mostró a la prima unos petardos y le hizo un gesto para salir a la calle. Yo pensaba no moverme de mi silla en toda la noche, pero mamá, que estaba bailando con la hermana de Alberto a un costado, me insistió para que fuera. Me preguntó si quería las estrellitas que tenía en la cartera. Le hice un gesto para que bajara la voz. Ella me guiñó un ojo y me dijo: cuídese, hombrecito. Miré al sobrino, sonreía, había oído todo. En la vereda estaban los dos chicos de antes y uno más. El sobrino se volvió a juntar con ellos, a un costado, y el que había llegado último me miró de un modo raro. Después el sobrino le dijo a la prima que íbamos a ir a tirar los cohetes para el lado del basural y, cuando ella amagó a caminar para ese lado, él le dijo: no, vos te quedás acá. Ella agarró al sobrino del hombro, le dijo que no con la cabeza, pero él se zafó de un manotazo, y la prima me miró parecido a cómo me miraba mamá cuando me llevaba al médico para que me dieran una vacuna. Pensé en mamá, contenta como pocas veces la había visto, creo que oí su risa que llegaba desde el fondo de la casa. Caminamos en fila. Yo iba tercero, el sobrino atrás mío. Me di vuelta para mirar a la prima, seguía parada en la puerta, con los brazos duros a los costados del cuerpo. Tuve la sensación de que quería decirme algo, pero el sobrino me dio un empujón y seguí caminando. Las casas, a medida que nos acercábamos al basural, eran todavía más feas y viejas. De una casilla en la que colgaba una lamparita amarilla, nos salió al paso un perro con las costillas marcadas, al que le faltaban mechones de pelo. Uno de los chicos lo pateó y el perro se fue aullando con la cola pelada entre las patas. Lo seguí con la vista hasta que pasó por debajo de un alambrado. De las casas que quedaban atrás llegaban gritos y explosiones, el sonido de alguna cañita voladora atravesando el aire. En el lugar donde empezaba el basural apenas se notaban contornos y, un poco más lejos, brillos efervescentes. Los dos chicos que iban delante mío se frenaron y miraron hacia atrás. El sobrino debe haberles hecho algún gesto porque enseguida se metieron en la oscuridad que teníamos delante. Yo me quedé quieto y pensé en mamá, contenta como nunca. El sobrino me apoyó una mano en la espalda. Dale, dijo.