Un campesino llega a las puertas de la ley. Abierta pero con un guardián que le niega el derecho a pasar. Pasan los años. El campesino multiplica súplicas y regalos. Muere frente a la puerta. La historia es conocida y fue imaginada por Franz Kafka. La puerta se cierra cuando el campesino muere. Sólo a él le estaba destinada. Esa historia habita una escena que Simone Weil narra, por lo menos tres veces. Las puertas de la fábrica están abiertas y sólo entra el personal jerárquico hasta el horario indicado. Llueve, hace frío. Las obreras se apiñan afuera. Ante las puertas abiertas. Y el paso prohibido. El poder es el guardián o el horario, la coerción explícita o el mandato implícito que impide pasar el umbral. En estas historias, el poder exuda arbitrariedad.
¿Qué impide al campesino kafkiano rebelarse, qué obediencia habita a las obreras? La historia podría narrarse igual sin el guardián visible. Importa el tiempo, la sujeción al mando, la internalización de lo que no se puede hacer.
El notorio crecimiento de las asambleas feministas, de los espacios en los que se organizan y piensan las estrategias para el paro del 8 de marzo, dio lugar a dos reacciones en el centro del espacio político. En la marcha del 21 de febrero, dos oradores, el dirigente de la CTEP y el de la CTA de los trabajadores, anunciaron su apoyo. El primero fue más allá, y convocó a los compañeros a hacerse cargo de las tareas necesarias mientras nosotras paramos. A falta de una fecha de paro general para enfrentar las políticas de gobierno, acompañan la del 8M que es hito fundamental en la lucha contra el neoliberalismo y todas las formas de sujeción pero a la vez no puede disolver su especificidad en esas luchas. Es un paro feminista, no sólo antineoliberal. Porque es un paro para reponer las múltiples ideas de trabajo, no sólo para protestar contra los despidos. Porque es un paro para poner en el centro los afectos, la sensibilidad, el deseo, la autonomía de los cuerpos, no sólo para enjuiciar la lógica de expropiaciones a las que nos somete este gobierno.
Cuando las dirigencias sindicales lo mencionan, festejamos. Es un triunfo de las asambleas, las militantes de esas organizaciones, las activistas del feminismo. Pero a la vez, sabemos que ni ese paro sustituye al otro, al que desean y esperan las masas trabajadoras de todo género, ni este paro, el del 8, se acota a razones económicas. La imagen de las trabajadoras en la puerta de la fábrica, que narra Simone Weil, es una imagen que surge de su propia y dolorosa proletarización. La profesora del liceo, en la década del 30, se convirtió en obrera. Quería atravesar la experiencia de la explotación en carne propia. A diferencia de otras proletarizaciones, organizadas al interior de partidos políticos, para lograr incidir, a través de esos militantes, en la agitación y articulación; la de Weil es una apuesta muy personal que tiene tanto de investigación como de sacrificio.
¿Qué son esas puertas abiertas, resguardadas por un reloj? La sujeción es sometimiento al tiempo. A la medición del horario de entrada, al ritmo feroz de la máquina, al control de las piezas por hora o jornada que realizan los capataces. El tiempo ya no es el del cansancio del cuerpo, sino el de la racionalización que es capaz de exprimirlo, y que no opera sólo en el espacio fabril sino también en el resto de la jornada: cuando termina el trabajo, los cuerpos que salen de allí piensan en el cansancio, los miembros dolidos, los centavos que quedan para comer, los movimientos repetidos.
¿Qué es esa puerta que las obreras no pueden atravesar hasta el horario correspondiente, aunque afuera llueva y haga frío? Esa interdicción señala algo aún peor: no son las obreras las que deciden si se someten a ese régimen de explotación cotidiano que las deja cual pellejos vacíos, sino que la decisión depende del dueño de la fábrica y de los flujos del mercado. Si no pasan esa puerta, no comen. La doble mención al paro del 8M en el centro de la ciudad de Buenos Aires durante una gigantesca movilización sindical, no debe opacar que el paro es a la vez denuncia de la explotación y de la obligatoriedad de acceder a ella. Las asambleas imaginan que algún día las obreras de Weil no esperarán para pasar sino para tomar la fábrica. Por eso se reclama por las despedidas de fábricas, trenes, hospitales, ministerios, y a la vez imagina una vida sin las coerciones del trabajo.
El gobierno y sus medios de comunicación, no menos atentos a considerar la fuerza de un movimiento que crece de modos inéditos y que el lunes se movilizó por la legalización del aborto, puso la cuestión del tratamiento parlamentario de la ley de interrupción voluntaria del embarazo en el centro de la escena.
Se abrió el debate público, lo cual es interesante. Muchos argumentos recurren en la no interesante declamación de la posición frente al aborto: estoy o no estoy a favor del aborto. Lo que está en juego no es eso, es la legalización de una práctica social de control de la natalidad, cuya criminalización toma al cuerpo de las mujeres como portador de una fatalidad biológica. Es el último reducto de una voluntad normalizadora y represiva, que objeta el sexo cuando se desgaja de su inscripción familiar.
El debate sobre la ley no debería dejarnos a la puerta de la ley, pensando a nuestros cuerpos y sexualidades bajo el control de los guardianes parlamentarios. En algún sentido, la movida del gobierno intenta eso. Llevarnos de una puerta hacia la otra, no para que tomemos por asalto la ley –ojalá fuera así, y si hay fuerzas la tomaríamos, y de allí mismo seguiríamos hacia otra puerta– sino para reducir los sentidos que se juegan el 8 M. Que son múltiples, heterogéneos, y no contradictorios entre sí. Que hablan de cuerpos, libertades y trabajos, de riquezas, desigualdades y creaciones. Que dicen, antes que nada, que no aceptan el mando ni la privación.