El cuento por su autor
Mi niñez estuvo atravesada por viajes esporádicos en familia. Mi padre aprovechaba los feriados para subirnos al auto y recorrer el país. Conocí rutas que en los noventa no eran más que senderos de ripio, colindantes a precipicios rocosos, ausentes de cualquier signo de naturaleza. Viajar se convirtió en una rutina familiar y en una pesadilla. Papá no frenaba el auto salvo que montáramos un show de peligro por deshidratación o amenazáramos con hacer pis en el asiento trasero del auto. Mamá soportaba su tozudez, se adaptaba. Con mis hermanos queríamos huir en cualquier estación de servicio. Nos aburrían los paisajes y las curvas nos daban ganas de vomitar. El límite espacial del auto nos asfixiaba más allá de su capacidad cúbica. La convivencia de los cinco, apretados y apiñados en un Ford Escort durante más de ocho horas por día sacaba lo peor de nosotros.
Escribí este relato a los pocos días de haber acompañado a mi padre a visitar la Virgen del Valle; una fe que sostiene más por el cariño al pueblo norteño que a la iglesia católica. Fuimos solos, sin mis hermanos ni mi madre. Yo estaba en esos días en que una odia el mundo y, encima, me enfrentaba a compartir quinientos y pico de kilómetros con el “nazi” del volante. El itinerario fue una sorpresa. El auto era nuevo y mi papá estaba tranquilo. Ya no corría, urgido, por conocer el pueblo turístico que había visto en algún canal de cable.
Fue una de las pocas veces que pudimos hablar sin discutir. Yo aproveché el temple pasajero de mi padre y me di el placer de pedirle que frenáramos en varias oportunidades. A tomar café, para ir al baño, a tomar una foto, para sentir, aunque sea, la brisa que corría por las banquinas y arrastraba el sudor de los zorrinos.
Velocidad crucero
Por Natalia Ferreyra
Papá me pasa a buscar. Me avisó hace una hora. Necesita que lo acompañe a Catamarca. Últimamente se le complica manejar grandes distancias, tiene glaucoma y está mal de la rodilla. Debería operarse pero dice que antes de ponerse una prótesis y renunciar al fútbol prefiere morirse.
Tiene sesenta y tres años. Desde que tiene ocho visita a la Virgen del Valle, le quedó la costumbre de mi abuela que llegó a subir de rodillas hasta diez veces las escaleras de la gruta para cumplir una promesa. Nunca vi a papá hacer eso, pero, al menos, una vez al año viaja para agradecer o pedir algo. Papá odia a los curas y a la iglesia, pero tiene una estampita de la virgen debajo del vidrio de la mesa de luz.
Yo empecé a hacer lo mismo a los trece. Tenía que rendir exámenes para ingresar al colegio secundario y tenía miedo de quedarme sin colegio y terminar en un nocturno. Mi padre insistía en que estudiara y en que le rezara a la virgen, decía que me iba a dar fuerzas, que me iba a ayudar a pasar el examen. Entré penúltima. Desde entonces, cada vez que pasa algo me imagino parada frente a la virgen mirándola a los ojos, tratando de entender por qué hace determinadas cosas y no evita otras.
En el último mes papá viajó varias veces. Generalmente, es mamá quien lo acompaña, pero hoy me tocó a mí porque ella está con gripe. Papá quiere ir ya, no puede esperar, necesita meterse en la ruta, encomendarse a algo que lo lleve a un punto de quiebre para que dejen de suceder las mismas cosas de siempre: otra vez, mi tío.
Está encerrado hace tres meses. Mi padre se hace cargo de él desde que tengo uso de razón pero esta vez creo que tiene unas ganas indescriptibles de que se muera. No lo dice pero me doy cuenta. Mis abuelos ya no viven y como dice mi hermana, es una suerte que se hayan liberado de los desequilibrios del tío Pancho.
Acepto ir con él para no dejarlo solo pero no tengo ganas. Con Marcos estamos mal y en este momento soy incapaz de contener a alguien y mucho menos si ese alguien es mi padre.
Me contó su plan por teléfono. La idea es llegar a Catamarca a la tarde, alojarnos en un hotel y al otro día despertarnos temprano para ir caminando hasta la gruta. Ocho kilómetros. Le dije que tendríamos que negociar, que caminar a esa hora con el frío que hace me parecía una locura.
Armo la mochila pensando que debería irme a otro lado. A una playa, a la montaña. Un lugar donde Marcos no exista ni mi padre esté triste. Un lugar de caras nuevas. Elijo dos libros, uno de cuentos y una novela. No creo que vaya a leer tanto pero peor sería soportar el silencio. Me acuerdo del examen de manejo, tengo que sacar el carnet la próximasemana. Sumo la cartilla de leyes de tránsito a la muda de ropa.
Suena el portero.
Agarro mis cosas, subo al ascensor, me miro al espejo. Noto más arrugas en la frente, las tapo con el flequillo y veo una cana.
Salgo a la calle, no veo el auto.
Tocan bocina desde un coche color caramelo. El vidrio del conductor se baja, es papá.
–¿Y este auto?
–Lo tengo hace varios días, ¿me vas a decir que no lo viste?
–¡No!, qué locura, para qué otro auto, sí con el Golf estabas bien.
Mi padre ahora maneja una nave. Tiene GPS, tapizado de cuero negro y el asiento del acompañante se reclina como los ómnibus de lujo de larga distancia. Le pregunto cuándo lo compró. Dice que se lo entregó un cliente, que en lugar de pagarle los honorarios de varios balances le dio el auto. No digo nada pero me parece una mala inversión, yo me hubiera comprado un terreno en las sierras o me hubiera ido a la India.
El GPS nos ordena doblar a la derecha en la próxima bocacalle. Le pido que lo apague, que la española que habla me hace doler la cabeza. Le cuento que en España alquilamos un auto con GPS y fue una tortura, que los datos nunca están actualizados y que si no le hacés caso a la máquina, no para de darte indicaciones.
Se ríe, dice que exagero, que él se acostumbró porque a la gorda le gusta. La gorda es mamá y le dice así desde que tiene panza. Un apodo ridículo e inmaduro que a veces logra conmoverme. Yo no puedo mantener una relación por más de dos años y mis padres llevan cuarenta años de casados.
Salimos de la ciudad, tomamos la ruta que va a Jesús María. Está llena de camiones. Papá los pasa ansioso,quiere deshacerse de ellos. Le pido que vaya tranquilo, que no pase de ciento veinte, que me da miedo, pero no me da bola, dice que este camino lo conoce de memoria y que deje el miedo para otras cosas.
–¿Ya almorzaste?
–Si hija, comí antes de salir.
–Yo no comí nada, no hice tiempo.
–Fijate en el asiento de atrás, la mami te mandó unos sándwiches.
Me resulta difícil contener a mi padre porque no habla. No sé si sacarle el tema de mi tío o distraerlo con otra cosa. Tampoco quiero hablar de mí, me va a preguntar cómo está Marcos y no quiero preocuparlo.
Saca el tema solo. Dice que Pancho necesita terapia de verdad, que así no va a cambiar nunca. Que habló con él y lo vio abatido, tirado. Que desde chico siempre fue problemático pero que eran otras épocas, que no se usaba ir al psicólogo y que mis abuelos siempre tuvieron la esperanza de que algún día madurara. Dice que nadie entiende cómo una persona tan inteligente tenga una tendencia permanente al desastre.
Asiento. Dejo que sus frases queden volando en el interior del auto nuevo y no me toquen. Nunca acordamos en relación al tío Pancho, siempre terminamos discutiendo.
El tío es filósofo. Estudia los orígenes del pensamiento romántico. Viajó varias veces a Francia, a Grecia. Es alto, canoso y tiene buen físico. De chico hacía natación, por eso camina erguido. En la universidad siempre había rumores pero no como los de ahora. Cuando estaba en primero me divertía escucharlos para después volver a casa y reírme con mamá. Las mujeres podían estar horas hablando de cómo se acomodaba el pelo mientras defendía las ideas de Rousseau o la actitud irreverente de caer de jogging y zapatillas a un congreso. Decían que el tío Pancho era una bomba.
Ahora está con una de diecisiete, papá dice que pasó el límite. Lo denunciaron por abuso y el caso salió en el diario. Mis padres pagan los abogados y lo visitan en la cárcel.
Recién vamos una hora de viaje. Intento dormir pero no puedo. Busco mi mochila en el asiento trasero, saco las hojas impresas de la Guía del Buen Conductor. Son doscientas cinco preguntas con múltiple opción. Papá me pregunta qué leo. Le cuento que esta semana tengo que sacar el carnet y no sé nada de las leyes de tránsito.
–Leeme y vamos viendo juntos.
–¿En serio?
–Claro, por eso te digo.
–La luz amarilla intermitente del semáforo indica…
–Máxima precaución.
–Sí, es eso. Dice, disminuir la marcha y circular con máxima precaución.
–Dale, otra.
–¿Quién tiene prioridad en el paso en una rotonda?
–El que está circulando.
Papá responde y yo voy marcando con una cruz. Chequeo que sea la correcta y acierta en todas. Tomo nota de sus aclaraciones. Me explica los porqués de algunas respuestas cuando insisto conocer el motivo. Me cuesta imaginarme al volante. Me sale verme desde arriba, con el pelo suelto y fumando un cigarrillo pero ni siquiera fumo. Eso es Hollywood y no mi vida.
Hasta la pregunta veinte vamos de un tirón, pregunta, respuesta. Después, empiezo a notar que el manual está mal redactado. Me confunde. Papá dice que soy igual a mi madre. Le digo que no sea tonto, que en serio, está mal escrito, que no entiendo cómo pueden publicar algo así. Ahora es él quien suspira.
–¿El tío Pancho manejó alguna vez?
–Sí, pero era un peligro. Me llamaba tres veces al día, siempre le pasaba algo. Una vez se olvidó de poner el freno de mano en una subida y se le fue el auto contra un negocio de venta de pollos. Se asustó y salió corriendo. Estuvo desaparecido seis días, tu abuela casi se muere.
–¿Cuándo fue eso?
–Vos eras chica, habrá sido en los noventa. Hay que ser práctico para manejar.
–Mmm, sí. Yo tengo problemas con el embrague.
–¿Pero no te enseña tu profesor?
–Sí, pero me cuesta soltarlo. Marcos dice que voy a romperlo.
–No le des bola, vos hacé lo que te salga. Es práctica. Mirá este auto. Tiene embrague, pero tiene un sistema donde yo puedo dejar de usar el embrague. Me llevó tiempo acostumbrarme.
-¿Me estás jodiendo? ¿Es automático?
-No, no. No es automático, pero en ruta, como ahora, si vas a una velocidad estable podés activar la velocidad crucero y se queda ahí, eso hace que no gaste tanta nafta y a mí me ayuda a relajar la pierna.
-Y qué, ¿no usas el embrague?
-No, en velocidad crucero, no uso el embrague. Mirá.
Levanta los dos pies de la alfombra y el auto sigue. Parece que estuviera sentado en una reposera.
-¿Tampoco el acelerador?
-No, porque el auto ya sabe que vamos a ciento treinta y se queda ahí.
Papá, ahora, maneja en silencio. Mamá me dijo que no habla con nadie, que tiene miedo de que termine descargando por otro lado, que le dé un paro cardíaco o un cáncer.
El pasto de la banquina está seco. Pasamos por Quilino, miramos de reojo a unos cabritos desnudos que cuelgan de una soga al costado de la ruta. Veo a mi tío en una celda, tiene frío y está rodeado de pendejos choros que le clavarían un cuchillo con tal de sacarle la campera. Abuso. Esa es la palabra que usaron en la carátula del expediente. Mi hermana dice que ese es el peor título, que más que correr riesgo por la campera o por los cigarrillos deberíamos rezar para que no le metan un palo en el culo por violador. Que a esta altura eso ya lo debe saber hasta el que limpia las letrinas en la cárcel.
Trato de alejar esas imágenes y vuelvo al auto. Mi padre pregunta por qué estoy tan callada, qué dónde anda mi cabeza. Le digo que no me siento muy bien, que necesito parar, que estoy mareada.
Frenamos cerca de un cruce de rutas. Alcanzo a decirle que es peligroso, que ahí no se puede. Bajo en la banquina. El aire fresco golpea mi cara. Intento respirar hondo para no vomitar pero las arcadas vienen igual. Fijo las pupilas en el pasto que crece en los límites del asfalto. Calculo la fecha de mi próxima menstruación. Lo único que falta es traer algo al mundo que me ate a Marcos. Mejor así, sola, al costado de esta ruta con baches y olor a zorrino.
Papá espera dentro del auto. Sabe que me humilla descomponerme. Me siento en el pasto con la cabeza entre las rodillas. Vuelvo a inhalar.Quisiera comerme todo el aire que anda dando vueltas. Se me caen algunas lágrimas, es la contracción de la garganta.
–¿Estás bien? –pregunta con la ventanilla baja.
–Ya estoy… ya se me pasa.
Vuelvo al coche. Me recuesto en el asiento. Aprovecho el sistema automático y lo reclino hasta el máximo. Me tapo con la campera y trato de imaginarme en mi cama. Giro y le doy la espalda a papá.
–Dormí un rato, hija.
Las lágrimas siguen cayendo aunque las arcadas cesaron. Lo extraño a Marcos, extraño su voz. Mezclo las imágenes de nuestras peleas con la cara del tío Pancho. Siento algo atascado en la garganta. Le pido a papá que ponga música.
–Pero, ¿no querés dormir?
–Sí, pero la música me distrae.
–¿Cuál querés?
–Cualquiera.
Me despierto. Estiro las piernas y los brazos, quisiera atravesar el techo y la parte delantera del auto. Atahualpa Yupanqui sale por los parlantes y recuerdo a mi abuelo. Siento que dormí cuatro horas, pero fueron apenas treinta minutos. Abro la guantera, busco chicles. Encuentro un blíster de Topline de mandarina.
–¿Por qué comprás chicles tan feos?
–Para probar. A ver dame uno de esos…
Nos pasa un camión de carga, está pintado con el logo de La Sevillanita. En la parte trasera tiene una calcomanía que dice acá se trasladan moustros. Mi papá putea y ahora intenta pasarlo él.
–¿Y ahí cómo hacés?
–¿Cómo hago con qué?
–¿Con la velocidad crucero? Si tenés que pasar un auto, tenés que aumentar la velocidad…
–Claro, cuando aprieto el acelerador para subir, la velocidad crucero se desactiva.
El sistema parece de ciencia ficción. Yo todavía no entiendo la cadencia de soltar un pedal y este auto anda solo.
–¿Por qué se llama velocidad crucero? Los barcos andan siempre a la misma velocidad…
–No, no sé hija, supongo que es porque el auto se esfuerza menos. Se queda en un nivel estable y así no gasta tanta nafta.
–Tipo piloto automático.
–Claro, algo así, como los aviones.
Imagino un crucero, de esos que hacen publicidad en los diarios del domingo. Nos veo en un barco en el medio del océano. El tío Pancho estaría tirado en una reposera chupando a toda hora. Seguro que se cogería a alguna moza joven, de esas que se toman un recreo para viajar por el caribe. Mi mamá pasaría horas leyendo, mirando de reojo a todos. Papá, no sé qué haría papá, quizás le pegaría el bajón porque no está trabajando. Qué boludo que es mi tío, cogerse una pendeja de diecisiete, podría haber elegido una de veintidós y zafaba.
Me dice que siga, que retome las preguntas. Me cuesta volver a las líneas amarillas continuas y las blancas discontinuas pintadas en el pavimento. Siento que se me cruzan los ojos. Cuando era chica pensaba que podía quedarme bizcasi miraba por mucho tiempo un punto fijo. Ahora sé que eso no pasa pero todavía no sé de otras cosas.
–¿Está permitido en un congestionamiento vehicular adelantarse por la banquina?
–Nunca.
–Bien…
–¿Deberá usted ceder el paso a los vehículos de policía, bomberos o ambulancias?
–Sí, siempre.
Papá se equivoca, al fin se equivoca y leo entusiasmada.
–Nooop, solamente cuando se circule en servicio de urgencia y así lo señalicen con sus señales lumínicas y acústicas en funcionamiento.
–Bueno, sí, a eso me refería. Está bien.
Respiro con fuerza, siento el olor a nuevo del tapizado y miro al costado de la ruta. La banquina, le pregunto a mi padre para qué sirve. Me dice que para un accidente o cuando necesito salir del camino para algo. Le cuento que yo caminaba por las banquinas en Europa y me dice que siempre me gustó jugar con el peligro. Le digo que exagera, que parece que nunca hubiera sido joven y me responde que él a mi edad ya trabajaba y tenía dos hijos. Miro las curvas y pienso en Marcos.
–Papá…
–¿Qué?
–¿Cómo lo llevó la policía al tío?
Exhala. Abre tanto la boca que llego a percibir su aliento.
–Bueno, si querés no me contés…
Frunce el ceño y revisa la ruta por el espejo.
–Estaba en la biblioteca de la universidad. Parece que llegaron cerca de diez o doce tipos en tres móviles. Hicieron un despliegue como si tu tío fuera un delincuente.
Cierro los ojos y me imagino a la bibliotecaria frente a los oficiales. La sala de lectura llena. El silencio interrumpido por la retirada del tío.
–¿Y qué pasó?
–Nada, entraron, lo buscaron en uno de los boxes, él estaba en horario de consulta con alumnos, parece que lo quisieron defender y él dijo que seguramente era un error.
–¿Lo sacaron esposado?
–No, no, creo que no hizo falta porque no se resistió.
–Todo por esa pendeja de mierda.
–Bueno hija, ya se verá. Se verá qué pasa…
–¿Y él? ¿Qué dice?
–No dice nada. Dice que no hizo nada. Que salieron un par de veces pero que hay mails y mensajes de textos que lo incriminan.
–¿Qué dicen los mensajes?, ¿Vos, los viste?
–No, yo no los ví, pero parece que la pendeja le rompió la cabeza. Él dice que nunca sintió algo así por alguien, andá a saber hija…
En la ruta hay niebla, pensé que sólo pasaba de noche o de madrugada. Mi padre me explica que cuando hace mucho frío las nubes bajan. Le pregunto si ve bien, si no hace falta que descansemos un rato. Me fijo en el GPS dónde estamos, a mil metros hay una estación. Le digo que paremos, que necesito hacer pis.
Salimos de la ruta a la derecha, es una YPF con mini market. Papá estaciona, dice que me apure. Pienso que está cambiado. Cuando era chica me hacía aguantar hasta que se me escapaba el chorrito. Tiene la teoría que así nos pasan muchos autos y después se retrasa el viaje.
En el baño hay cola. La mayoría son mujeres de mi edad. Dos están con sus hijas y una está embarazada. La de atrás mío acaba de tirarle un beso al chico que entró al baño de enfrente. Recuerdo los primeros tiempos con Marcos, nuestros viajes. Calculo la edad de la chica, tendrá unos diecinueve, veinte. Miro su piel, la tiene tensa y sin manchas. Pienso que la chica que se cogió mi tío es más chica y todo me da asco.
Vuelvo al auto, papá no está. Scaneo con la mirada toda la estación. Me meto al mini market, está al frente de la góndola de chocolates. Habla con la cajera, le pregunta si probó alguno. Sonrío. Marcos siempre se queja porque les pido opinión a los mozos, a los kiosqueros. Me divierte ver a mi padre interactuar con desconocidos. Suena simpático, se relaja. Dice que le elija uno que tenga maní, que no ve las letras de los envoltorios. Agarro un Milka con almendras y un Shot.
–¿Por qué elegiste los más chicos?
–Porque no podés. Es la porción justa. Acordate que estás con diabetes. Mamá te ve y te mata, y encima, me mata a mí por cubrirte.
Volvemos al auto. Papá putea a un Fiat Uno que casi nos choca. Me explica que en las estaciones de servicio tengo que tener cuidado porque hay inútiles como el del Fiat que se olvidan que ahí también hay reglas. No se puede circular de la manera que uno tenga ganas.
Pone primera, arranca. Pasa a segunda y en pocos segundos ya está en cuarta.
–¿Y con Marcos cómo están las cosas?
–Bien, ahí… -necesito volver urgente a Pancho- ¿qué crees que va a pasar con el tío?
–No tengo la menor idea. Hay que esperar.
–¿Esperar qué?
–Al juicio. ¿No querés seguir leyendo?
Vuelvo al cuadernillo. Esta vez, elijo la pregunta. Pienso en las prácticas de manejo de papá y elijo según sus infracciones.
–¿Está permitido circular marcha atrás cuándo: a, maniobras propias de estacionamiento, b, retomar otra calzada, c, para girar en “u”?
–La a, estacionamiento.
–¿En una intersección no semaforizada, se pude doblar a la izquierda?
–Sí, siempre que no sea contramano.
–Ta bien...
Hacemos seis preguntas más y le digo que ya está, que me cansé de leer. Busco en la mochila el celular. Quiero ver si Marcos escribió o llamó. Papá me mira de reojo, siento la necesidad de justificarme.
–Estaba fijándome si había llamado mamá para contarnos algo de Pancho. Me dijo que iba a llevarle algo rico para la tarde, que iba a convencer a los guardias para que le dejen pasar un libro, viste que si no lo lee algo se pone peor.
–Ah…No sabía que iba a ir.
Mi papá cambió el tono. Suena raro, como si algo le molestara. Le pregunto si está todo bien y responde con monosílabos. Se queda callado unos segundos. Vuelve a hablarme.
–¿Cuándo te dijo eso?
–Anoche, cuando me pidió que te acompañara. Me dijo que con la gripe un viaje así era complicado y que ella prefería quedarse para ir a visitar a Pancho, que alguien tenía que estar por las dudas. Total, vos venías conmigo.
Mi padre no contesta. Me pide que le pase su celular, aprieta una tecla y se pone el teléfono al oído.
–Papá, estás manejando ¿querés que llame yo?
Me niega con la cabeza. Marca de nuevo y parece no tener respuesta del otro lado.
–A ver, tratá de llamar vos…-dice.
Me pasa el teléfono y veo una foto de mi madre en el perfil del contacto. Apenas llama, aparece la operadora, dice que el celular al que llamo no puede recibir la llamada en este momento. Le digo a mi padre que si quiere llamo a casa, al fijo. Dice que sí, que por favor intente.
Llamo, atiende el contestador.
–Hola Juli, dame con mamá.
Corto el teléfono y bajo unos centímetros la ventanilla. El aire rápido de la ruta hace volar un ticket que está en la parrilla del lado de adentro del parabrisas. Lo sigo con la mirada a través del espejo, parece una paloma.
–Julieta dice que mamá está durmiendo y que apagó el celular porque no se sentía bien.
Papá pestañea más lento que de costumbre, me dice que quizás esté con fiebre, que no durmió bien anoche porque él se iba.
Noto que el auto nuevo tiene techo corredizo. Desde acá podría mirar el cielo el resto del camino y quedarme muda para siempre.
El clima está por descomponerse. Hay tres nubes que encajan perfecto en el recuadro de la ventanilla. Las veo aglutinarse de a poco hasta fundirse en una sola masa de oxígeno. Papá advierte que puede ser que atravesemos una cortina de llovizna. Suelta un poco el acelerador y el auto se mete de lleno en la oscuridad que cae en la ruta.
Las gotas golpean el parabrisas con fuerza, el sonido retumba dentro del auto. Papá se aferra al volante con las dos manos, las ruedas van pegadas a la calzada.
Veo la cara de mi tío en los chubascos,
tiene los dientes blancos y la sonrisa ancha,
se acerca a mi madre, le habla al oído.
Ella sonríe mientras enrula con su dedo índice un mechón de su pelo.
Mamá gira la vista,
nos mira de reojo,
a mí,
a mi papá.
La sonrisa de mamá se cae al piso cuando
terminamos de atravesar la cortina de agua.
–Faltan cien kilómetros y estamos.
–Genial, ya me estaba agarrando hambre.