El partido se juega casi 60 años después. Exactamente un día antes de un aniversario redondo de aquella noche bestial. Es 8 de junio de 2016 y el hombre ya se tomó un avión desde Estados Unidos, donde vive, para ver un encuentro de la última fecha del campeonato de la D; un partido anodino, perdido entre la hojarasca de estadística inútil, porque en esta tarde de miércoles no se define nada. Central Ballester, que va a ganar 2 a 0, termina decimotercero en la temporada y Juventud Unida, el visitante, finaliza quinto. Pero el hombre que está ahí, en la cancha de J.J. Urquiza, hizo por aire alrededor de 5.000 kilómetros porque quiere ver transpirar esa camiseta y porque en el entretiempo será uno de los homenajeados. A ese hombre, Juan Carlos Livraga, le vuelve el alma al cuerpo hoy, en una tribunita, un 8 de junio, justo el día anterior a una fecha marcada en rojo en su calendario: el 9 de junio debería conmemorarse su muerte.
Cuenta Rodolfo Walsh en su libro Operación Masacre que fue una asfixiante noche de verano cuando alguien le confesó: “Hay un fusilado que vive”.
El fusilado era Juan Carlos Livraga, que el 9 de junio de 1956 sobrevivió a un pelotón que intentó exterminarlo a él y a un puñado de supuestos militantes peronistas en un basural de José León Suárez. Fue una noche de plomo con muertos y resucitados. Con el tiempo Walsh descubrió que eran siete los hombres que, salpicados de balas, simularon no respirar y finalmente se escaparon amparados por la oscuridad. Livraga será el único de los sobrevivientes que se presentará ante la Justicia. Entonces estaba por cumplir 24 años y era colectivero. Dijo y juró -y es cierto porque así quedó comprobado- que nunca había participado en política ni en actividades gremiales.
Son las 15:45 del 8 de junio de 2016 y juega Central Ballester, el club nómade que desde hace 23 años no tiene cancha pero necesita reencontrarse con su gente, con su lugar en el mundo: José León Suárez. El club que se quiere reinventar, que volvió de su propia muerte (¿Qué es un club de fútbol sin su propia cancha ni sede?), luce una camiseta con un diseño particular. Debajo del escudo hay un hombre con los brazos abiertos y soldados que le apuntan con fusiles. Los jugadores llevan estampada una imagen que conecta el pasado con el presente. Tal vez, el hito más significativo que ocurrió en un punto olvidado del conurbano bonaerense. Central Ballester es ese club fantasma que grita que está vivo, que pelea, que reclama volver a ser. Por eso vino Livraga para el homenaje. Porque es un acto de justicia.
Central Ballester es el club de la pelea. Pelea, como Livraga, por sobrevivir a la indiferencia de los vecinos, a la falta de ingresos, a jugar en cualquier cancha y en días y horarios marginales, prohibidos para los trabajadores: fuera del mapa de ruta de los grandes partidos, cuando juega de “local” está condenado a hacerlo lunes, martes o miércoles por la tarde. “Yo salgo de trabajar 17:15, soy empleado de un banco en el microcentro. Cuando el partido empieza a las 17, llego para el segundo tiempo”, describe Marcelo Gómez, el vicepresidente. Mientras juega de prestado en la cancha de Colegiales, ubicada en Munro, Central Ballester pelea para inaugurar su propia casa. En junio de este año podría volver a su tierra, su lugar, su pasado. Ahí, en los alrededores del barrio Villa La Carcova, donde la Policía en 2011 también protagonizó una historia de fusilamiento: aquella vez fueron masacrados Franco Almirón, de 16 años, y Mauricio Franco, de 17; y al igual que en 1956 hubo alguien que sobrevivió para dar testimonio. Joaquín Romero, con marcas de balazos en su cuerpo, fue otro de los homenajeados por los dirigentes de Central Ballester.“Nos dio identidad como club identificarnos con cuestiones sociales”, le dice a Enganche Ezequiel Rodríguez, el ideólogo del diseño y las consignas estampadas en la camiseta azul y amarilla. Y suelta una frase como para colgar en vitrinas con trofeos morales: “Nuestra camiseta reivindica a los que murieron en nombre de ideales democráticos y en contra de la violencia institucional”.
Rodríguez mastica cada palabra y reflexiona acerca de los logros de un club sin tentáculos. Cada acción que emprenden les cuesta tanto porque no hacen lobby, no tienen peso en la AFA, tampoco chapa ni un apellido ilustre detrás. “No nos ayuda nadie, nadie”, recalcará Marcelo Gómez. El capital del club no es económico ni deportivo ni político: es social. Central Ballester juega para recuperar la pertenencia, el arraigo. “Queremos que sea un club de la gente y sacar a los chicos de la calle”, proyecta el vicepresidente. Mientras, el equipo compite en la D, donde lo que sigue hacia abajo es el abismo de la desafiliación, ese en el que cayó en la temporada 1988/89. Pero el club que mató a la muerte ahora no pelea abajo, sino arriba. Y se ilusiona (de eso viven: de pensar más allá de lo posible) con ascender. La única vez que lo logró fue en 1995 y la vuelta olímpica se convirtió en un boomerang: en la C no pudo seguir jugando en su pequeña cancha y con el tiempo perdería la propiedad de esas tierras. La nueva parcela de tierra en la que el club pretende reinventarse se encuentra en Sarratea y Camino del Buen Ayre, en José León Suárez. A unas 30 cuadras de donde sobrevivió Livraga.
El video es en la sede de las Madres de Plaza de Mayo. Hebe de Bonafini manda el mensaje, que ahora está publicado en el Facebook oficial de Central Ballester. Bonafini habla de la camiseta. De una camiseta que lleva, también, impreso el símbolo que reivindica a la madre de todas las luchas. A ellos, a los del club de la pelea, les habla la presidenta de las Madres: “Gracias a los compañeros de Central Ballester por poner los pañuelos en la camiseta. Me emocioné mucho, primero porque mi marido era jugador de fútbol, cosa que pocos saben. Y segundo, porque usaron nuestro símbolo en un deporte tan popular. Ayer, cuando me enteré, me emocioné hasta las lágrimas”. Esa camiseta llegó hasta las manos del Papa Francisco.
En los próximos partidos, el club de José León Suárez (su nombre, Ballester, se remonta al lugar de sus orígenes) volverá a manifestarse. Los jugadores de uno de los mejores equipos de la presente temporada de la D saldrán a la cancha con la inscripción “Ni una menos”, el movimiento que reivindica la igualdad de género y condena la violencia contra las mujeres. La política social, además, sirve para financiar los gastos y hacer obras. La camiseta “de los fusilados”, como la llaman, se vende por Internet a 820 pesos y en esta temporada es la suplente. “Lo que pasó fue increíble: ya vendimos, como mínimo, 700 camisetas. Una barbaridad para un equipo de la D”, dice Goméz. En la misma sintonía, Rodríguez, vocal de la Comisión Directiva, cuenta que la demanda desbordó las proyecciones y señala que hasta tuvieron que crear nuevas plataformas de ventas. El fenómeno trascendió el conurbano profundo y se nacionalizó; les encargaron camisetas incluso desde Jujuy. “Hay equipos amateurs que juegan con nuestra camiseta. Es muy emocionante”, dice el creador de una idea que no deja de crecer.
Los socios que pelean contra el destierro aportan su cuota social. Son 150 los que pagan mensualmente 120 pesos. Difícil que cierren las cuentas con esos números. Los sponsors barriales colaboran con la economía del club, pero tampoco es suficiente. Entonces surgen las ideas. Y las ganas. Y el contagio. Antes de lucir la leyenda “Ni una menos”, los futbolistas serán concientizados sobre la causa de la que participarán por la Dirección de Género de San Martín, a través de una charla. La Legislatura de esa localidad ya sabe del factor social que aporta Central Ballester: la camiseta de los fusilados fue declarada de interés legislativo.
Son las 16.30 del 8 de junio de 2016. Los futbolistas, que en sus espaldas no lucen sus apellidos sino el de los fusilados, se van al vestuario para descansar 15 minutos. El tiempo que durará el homenaje. Por altoparlante se escucha la voz del periodista y escritor Osvaldo Bayer leyendo un pasaje de Operación Masacre. Están los familiares de las víctimas y dos de los sobrevivientes: Livraga y Romero. Y un socio con un apellido que, de pronto, es la síntesis de la búsqueda de identidad de un club: Carranza. El relato de Ezequiel Rodríguez es revivir lo sucedido, es estar en ese momento: “Entre los que estaban en la tribuna había un socio que va siempre solo y sin saberlo previamente se encontró con familiares suyos. Eran hijo y nieto de Nicolás Carranza. Fue algo lindo y emotivo. Ahí cerró por todos lados la historia porque el club logró vincularse”.
En su investigación, Rodolfo Walsh dice que Nicolás Carranza no era un hombre feliz y que la noche en que lo fusilaron iba desarmado: “Se dejará arrestar sin resistencia. Se dejará matar como un chico, sin un solo movimiento de rebeldía. Pidiendo inútilmente clemencia hasta el balazo final”.
Ahora, esta tarde, los familiares de Carranza reciben la camiseta, ese homenaje del fútbol.Y de un club que no se muere, porque aprendió a volver de la muerte.