En los pasillos de la última edición del Festival de Mar del Plata, donde Un viaje a la luna ganó el Premio a la Mejor Opera Prima de la Competencia Argentina, todo el mundo coincidía en que la película estaba “muy bien técnicamente”, sobre todo en lo que hace a la reproducción del interior de una nave espacial. El crítico, que no pudo verla en esa ocasión, se quedó con la impresión de que se trataría de un ejercicio de estilo, que trataría de imitar tal vez el cine de ciencia ficción producido al norte del Rio Grande. Nada que ver. Lo técnico no ocupa en Un viaje a la luna un lugar prioritario sino el que debe ocupar. Lo mismo que el famoso interior de la nave, que se limita a una única secuencia y donde tableros e instrumentos de control importan tanto como los de un avión, al fondo de la acción. En Mar del Plata nadie habló sobre la película en sí, crónica agridulce (con más de lo primero que de lo segundo) sobre un adolescente solitario, al que le cuesta horrores conectar con lo que le rodea y llena esa falta metiendo la cabeza en la Astronomía.
Tomás (Angelo Muti Spinetta) es hijo del medio. Problema. No es ni el más chico, Coco, a quien mamá (Leticia Brédice) lleva en brazos de acá para allá, ni la más grande, que se agarra de los pelos con mamá como si fueran dos hienas. Como nueve de cada diez padres del cine contemporáneo, el de esta película (Germán Palacios) está semiausente. ¿Qué hace entonces Tomás? Se encierra en su habitación, no lee los libros de Geografía que debería para su próximo examen, se enfrasca en astros y planetas, recorre el cielo con su telescopio y de pronto da, en el edificio de enfrente, con una vecina picarona que lo saluda, y que al día siguiente se le aparecerá en vivo, lamentablemente con su novio cerca. Y al novio le da, por lo visto, por romper anteojos de molestos vecinos geeks. Sin embargo, Iris (Ángela Torres) se las ingenia para reaparecer. ¿Qué es lo que le gusta a la sexy Iris del timidísimo, hierático Tomás? Tal vez lo que no muestra, tal vez lo que el guion indica que debe gustarle. Vaya a saber.
Hay un hecho traumático que Tomás vivió de niño en una ruta nocturna junto a su padre, que éste le pidió que callara y que tal vez explique, aunque sea en parte, su hermetismo. Así como el tratamiento psiquiátrico que acata obedientemente (no tanto como los psicofármacos, que dice tomar y no toma). En un punto, Tomás estalla. O algo dentro suyo lo hace, encerrando real o imaginariamente al resto de la familia en una nave espacial construida en la habitación a base de hueveras de cartón. Allí, en ese punto, su hermana, su padre y madre se convertirán en poco menos que esclavxs espaciales al servicio de sus caprichos, y sólo Coco se salvará, haciendo de copiloto. El viaje es a la luna, satélite sobre cuya imagen se sobreimprime, a los ojos de Tomás, la de Iris. ¿Psicologismo fantasioso, freudismo espacial? Esas son, si se quiere, las cartas que juega el realizador debutante Joaquín Cambre, acompañado por Laura Farhi en el guion, con una fluida puesta en escena, ajustadas actuaciones y una contención general que parece deberle más al cine de Martín Rejtman que a 2001, odisea del espacio.