Nunca se lo vio tan aplomado ni desenvuelto. A lo mejor Durán Barba le prohibió ir más allá de un par de semi sonrisas en su búsqueda de empatía. No capotó en el deslizamiento entre el discurso oral y el leído ni traspapeló hasta repetir un párrafo como quien lee lo que escribió otro. Esta vez desilusionó a los cazadores de lapsus. Su voz fue serena, tal vez algo escolar en sus regulares cambios de ritmo. En su libro Una voz y nada más, Mladen Dolar analiza las voces de los totalitarios top del siglo XX y al hacerlo afirma que existe una diferencia sustancial entre la voz en el fascismo y en el stalinismo. El Führer legislaría a viva voz, sustituyendo a la ley, es decir suspendiéndola. El modelo expositor stalinista sería, en cambio, el de alguien que lee evitando todo toque personal, cuanto más inexpresivo sea, “cuanto más parezca desconocer el texto que lee, más encarnará su lugar de instrumento de las leyes históricas, de monocorde apéndice de la letra escrita”. Pero al analizar la voz democrática, Dolar parece quedarse mudo desde Kennedy a Clinton y ni hablar de ejemplos en el tercer mundo, sobre todo porque su libro salió de la imprenta antes de que Mauricio Macri tuviera que aprender, para ejercer su cargo, a dominar sus lapsus jocosos como cuando se lamentó de que la droga matara tanto a pobres como a “gente muy valiosa”, habló de la educación pública como “caída” o derrapó en frases inspiradas bajo la forma de un cuento para dormir a un país: “El mar es muy grande y el submarino muy chico”. Pero si se dolariza la voz del Presidente (a él le encantaría este verbo) tal vez se puede advertir que su timbre, cadencia y altura es la más adecuada para la distancia y el contacto visual que exige la mesa en torno a la que se sientan los ejecutivos de una empresa para discutir fusiones, lavado de dinero o índices de crecimiento: unos cuatro metros de manos sucias entre cabecera y cabecera. Más allá de girar periódicamente la cabeza de derecha a izquierda y de izquierda a derecha para no expulsar a amigo ni enemigo de su campo visual, Macri inauguró las sesiones ordinarias del Congreso posando con la voz y explotando sus matices: un ligero aumento en la potencia para avalar nuevamente a las fuerzas de seguridad (“que se juegan por nosotros”), potencia que llegó casi a la amenaza al llegar al insinuante aforismo “no podemos acordarnos de la educación sólo en el momento de las paritarias”. Una monotonía coqueta para enumerar lo que él imagina como logros democráticos al alcance de todos: hoteles, restaurantes y peñas llenos como si describiera un país de sábado a la noche. Un engolamiento vanidoso para calcular en 700 los trámites que hoy se pueden hacer por Internet sin salir de casa (suponiendo que se tienen casa, computadora y servidor). Y un temblequeo de autosatisfacción para anunciar un parque nacional en Campo de Mayo: como buen perpetrador de barrabasadas simbólicas quiere hacer de un sector donde funcionaba un campo de concentración, un campo secas (él lo planea como uno de los más grandes parques nacionales urbanos), con el mismo espíritu con que el presidente Sarmiento decidió instalar en las propiedades de Rosas, en Palermo, el jardín zoológico. Un tono edulcorado para denunciar que las mujeres ganen un 30 por ciento menos, aunque para compensar propuso la extensión de la licencia por paternidad, volviendo a declararse, en relación al debate sobre el aborto, como “un defensor de la vida” sólo que quién sabe a qué llama vida, dado que antes había dicho que “Internet nos cambió la vida”. Y (el colmo) una vehemencia, onda Fidel en la Plaza de la Revolución para denunciar que mueren en accidentes viales “5 mil argentinos que no tenían que morir”. ¿Por qué? ¿Hay argentinos que tendrían que morir? ¿Ha vuelto a pensar en los 562 ciudadanos que según él vendrían poniendo un palo en la rueda del Cambio?
Pero ¿qué estoy haciendo? Basta de colgarnos de las tetas del significante, de hacernos los bananas interpretando los fallidos y los bloopers a los que los clowns inopinados de Cambiemos nos tienen acostumbrados y entonces la política en el poder se convierte en una enorme y abarcadora tapa de la revista Barcelona. No deberíamos estar de humor para agitar el sonajero semiológico, el modo Eliseo Verón o Roland Barthes del análisis político. Porque lo que ayer demostró Mauricio Macri es alarmante: al igual que los tartamudos que no tartamudean cuando cantan, el Presidente habla de corrido y sin lapsus cuando miente. Es que se le escuchó aplicar hasta el virtuosismo la estrategia de decir que lo que no está sucediendo, sucede y con creces. Hoy como nunca ha abandonado la ética mínima burguesa por la que las palabras comprometen actos, para, en su lugar, describir logros imaginarios y por tanto invisibles y anunciar mermas demostrables bajo la forma de su contrario: aumentos encomiables (inversiones extranjeras, nuevas fuentes de trabajo, boom inmobiliario, acceso a planes de educación y de vivienda), llegando a dar la buena nueva (delirante) de la baja de la inflación. Por eso sería más preciso afirmar que el Presidente no inauguró el 136º período de sesiones ordinarias del Congreso de la Nación sino Macriland, un lugar ficticio (“lo peor ya pasó”) por su detallada felicidad presente o futura, planeada o bien intencionada –conmovedor fue el párrafo dedicado al cinturón de seguridad y a la sillita para el bebé en cada automóvil–, o sea un País de Jauja neoliberal.