Si la costanera, sus barrancas, parques, playas y edificios señoriales siempre han sido bellos, Rosario renueva por estos días su relación con el inmenso cauce que la acompaña desde su nacimiento. La apertura del Acuario del Río Paraná ofrece así una mirada interior a la inabarcable naturaleza que fluye junto a ciudad, con especial énfasis en el estudio y la conservación del medioambiente, pero también en la inclusión de la idiosincrasia cultural del isleño y el pescador.
Sobre la ribera Bajar a la costanera siempre es grato. Lo hacen los runners a pura zancada aprovechando pendientes y las desafiantes escaleras del Parque España, pero también los inmóviles pecadores que sacan los ojos de la caña apenas para dar un sorbo al mate. Ambos están presentes en los 12 kilómetros de rambla que dedica espacio también para caminantes y ciclistas que cuentan con su senda exclusiva, como los skaters con su pista, los conductores con el túnel que atraviesa la costanera, y todos los demás con el encadenado de parques arbolados que corren a la par del río y otorgan a la ciudad un encanto único. Apenas las refacciones en el Monumento Nacional a la Bandera y un poco de seca que tiñe de amarillento algunos sectores pone la piedra por delante de esos pulmones verdes. Desde el monumento, salir al norte como quien enfila al puente que la une a Victoria (Entre Ríos) permite disfrutar también de playas top como La Florida o discretas como la del Club de Remeros Alberdi, donde mañanas y tardes son bien concurridas. Nadie quiere perderse allí el final del verano, y las reposeras se replican cuando el sol fuerte baja, a eso de las cinco de la tarde. Esos grupos son tierra fértil para los vendedores de todo: café y bebidas frescas ($30), empanadas, pizza, pasteles ($20) y pescados recién pescados (precio por tipo y peso) se entremezclan con frenéticos churreros ($10) que hacen sonar sus cornetas mientras esquivan con sus bicis a los vendedores de chipa (6 x $50) que desfilan a pie con las canastas sobre la cabeza. No hay duelo, parece, pero sí espacios delimitados. Por las noches la Biblioteca del Río Paraná ofrece ciclos de películas proyectadas al aire libre, mientras barcitos y restaurantes coquetos en los antiguos galpones portuarios sirven las delicias del río. Boga, pacú y surubí son los elegidos, tanto a la plancha como en empanadas y albóndigas que bien saben preparar en Bajada España, Escauriza o La Marina, tres lugares donde el ritual del pescado de río se cumple a rajatabla.
Desde luego no todo pasa en la costa, y las atracciones van desde el Parque de la Independencia, con sus rosales y obras del Museo Municipal de Bellas Artes, a la peatonal San Martín, donde junto al Hotel de la Cité y la explanada de la Fundación Fontanarrosa las noches se visten de tango gratuito para jóvenes y no tanto. Un cafecito en El Cairo, o la degustación de la carta regional del restaurante del Plaza Real Suites son lujos posibles cuando la idea es andar por el centro. Pero la oferta cercana al río es de veras importante, y allí tampoco hay que perderse la Isla de los Inventos, otra gran obra costera ubicada en la antigua estación de ferrocarril Rosario Central. Allí se concreta un doble proyecto, el arquitectónico y el social, donde las ciencias, artes y tecnologías se despliegan con dispositivos lúdicos que ponen en movimiento el pensamiento y el cuerpo, con lenguajes y diseños pensados para niños, pero que entretienen también a los grandes.
Estudiar, entender, cuidar “No es únicamente un acuario sino un centro tecnológico, científico y educativo. La idea de trabajar solo la exhibición ha cambiado como en los zoológicos modernos. Ahora mostramos para entender y ayudar a cuidar. Por eso decimos que el acuario nos permite atraer a la gente, y a los más chicos, hacia la vida oculta del río, un río que tenemos que preservar todos”, dice Alexis Grimberg, especialista en Acuicultura y subdirector del lugar. Ubicado frente a la cancha de Rosario Central en una zona portuaria de antiguos edificios, el bloque rectangular de concreto que alberga todas esas pretensiones está diseñado de tal manera que no altera la vista al río desde la costanera, gracias al sostén de sus pilotes. La recorrida lleva cerca de dos horas y no empieza adentro sino afuera, en el Parque Autóctono, un espacio de dos hectáreas recuperadas al río y que recrea el ecosistema del Paraná Medio. “Desde que pusimos los árboles y arbustos isleños se han visto ya un montón de aves típicas”, dice Grimberg, que hace hincapié en la fuerte revisión de lo escrito en la década del 40 por el primer acuario que investigaba allí especies ictícolas, pero cuya evolución en la genética de peces quedó trunca. El nuevo edificio de 3500 metros cuadrados suma tres niveles vinculados por una rampa interior a ese paseo ribereño. Dentro, un interesante equipo lleva adelante tanto los estudios como la forma de conocerlos. Son 12 científicos que trabajan principalmente con el pacú y al pejerrey entre otras cosas para generar buena reproducción en criaderos para consumo. También hay cinco buzos que mantienen las peceras y alimentan a los peces, cuatro encargados del complejo, varios directivos y 40 guías. Estos últimos se encargan de interactuar con los visitantes, que no entran por su cuenta sino en grupos con horarios fijos y recorrido prefijado. En la planta de acceso se ubican los laboratorios, áreas de experimentación, piletones en tierra, una biblioteca, áreas administrativas y baños. En el entrepiso está el bar, y en la planta alta lo que todos quieren ver: la sala de muestras con 10 peceras gigantes, pantallas táctiles, juegos de memoria y un cajón de arena interactiva en la que se proyectan colores para recrear ambientes donde se ve cómo se modifican si el hombre los interviene. También hay inmensos ventanales para ver ese río que se estudia y alberga 240 especies de peces. Cada uno de los espacios busca replicar un sector del Paraná, como los humedales, los arroyos o sus profundidades. “Es interesante la construcción del sistema de vida que logramos con una técnica de recirculación de agua que garantiza parámetros de temperatura, pH, amonio, y otras características del río pero con transparencia, para que puedan verse nadar”, agrega. Todo está monitoreado las 24 horas de manera remota. “La tecnología es clave, pero también la parte humana. Por eso tenemos contacto con pescadores desde el principio del proyecto, salimos juntos y nos han enseñado un montón de cosas, como la existencia de dos tipos de tararira, cuando creíamos que sólo había una”, completa Grimberg. A esa comunidad de pescadores reunida en una asociación civil se le construyó un espacio con sanitarios, duchas y cámaras frigoríficas para guardar su pesca, y se le abrió las puertas del acuario: Emanuel Calegri, pescador, vive en la isla y se encarga del mantenimiento; Andrea, hija del pescador Don Aguilar, es una de las guías con la que visitamos el primer piso. Pero claro, no todo es color de rosa. Hay críticas menores de los visitantes por la tardanza en la entrega de entradas, o el diseño edilicio. Y otras más fuertes sobre porque se tardaron 10 años para terminar la obra, y si los 200 millones de pesos provinciales que llevó el proyecto podrían haberse invertido en salud, educación y vivienda, déficits de esta y tantas ciudades. Si el Estado debe o no priorizar estos proyectos será un dilema por siempre. Pero el tiempo dirá si al acuario ha sido gasto o inversión, si los científicos de la Universidad Nacional de Rosario y del Conicet han logrado trabajar juntos, si se han alcanzado resultados valiosos para la alimentación de la zona, si han surgido nuevos interrogantes sobre genética y se ha avanzado en la conservación.