La meseta central brasileña es un macizo de temperaturas amenas, árboles retorcidos y suelos ácidos, a unos mil metros sobre el nivel del mar. La mitad del año llueve todos los días, la otra mitad no cae una gota de agua y el pasto se reseca hasta que queda solo un montón de tierra roja amarronada. En este lugar, por entonces un páramo casi deshabitado en el medio de Brasil, el gobierno de Juscelino Kubitschek decidió cumplir una disposición de la constitución y construir una nueva capital en tiempo récord, para poblar el interior del país y zambullirlo en la modernidad.
Hoy, a casi sesenta años de su fundación, Brasilia persiste como un punto en el mapa del que nos llegan a lo sumo dos datos. Uno, es una ciudad planificada. Dos, la hizo Oscar Niemeyer con un estilo arquitectónico futurista. Esto último ni siquiera es correcto: Niemeyer diseñó varios edificios, pero el Plan Piloto es obra del urbanista Lúcio Costa. Este último, un devoto de Le Corbusier, ideó una ciudad con forma de cruz (o avión) sobre dos ejes, el Monumental (este-oeste, edificios públicos), y el Vial (norte-sur, residencial). A esto le agregó una serie de sectores para todo –hoteles, bancos, hospitales, policía, embajadas, industrias gráficas, deportes, “diversiones”– y rodeó el conjunto de anchas avenidas con bulevares kilométricos.
FUTURISMO Del plan de Costa surgió una ciudad en el “futuro del pasado”, construida para anticipar el futuro tal como se lo imaginaban en 1960, no muy lejos de Los Supersónicos. En ese futuro del pasado sin contaminación a la vista, el auto, esa credencial de modernidad, sería el rey del transporte. Brasil ostentaría su progreso con espacios monumentales, organizados a rajatabla como islas en un mar de asfalto. El ciudadano residiría lejos de todo problema en las arboladas “supercuadras”, las unidades habitacionales del Eje Vial franqueadas por comercios, y de allí saldría en coche a trabajar o atender sus asuntos en el sector correspondiente. Hasta hicieron un lago artificial, el Paranoá, para aumentar la humedad de la zona, prerrogativa suprema del dominio de la naturaleza por el hombre. El problema es que la utopía desatendió la unidad básica que da vida a las ciudades: la persona. El espacio urbano se hace tan descomunal que el ser humano que lo ocupa parece una ocurrencia tardía.
Es por esto que el encuentro con Brasilia provoca una desorientación fascinante a los extranjeros de Brasil y el mundo. La lógica que damos por sentada se retuerce y se aplasta. Uno se topa con construcciones imponentes de concreto desnudo y vidrio, rodeadas por una marea de autos que circula por las avenidas. Todas las direcciones se componen de una sigla, un número y un punto cardinal. Las calles nunca se cruzan: hay rotondas, giros en U o directamente las más chicas mueren en las más grandes. Rara vez se ven grandes grupos de gente caminando por la calle porque todo, absolutamente todo, queda demasiado lejos para ir a pie. Brasilia es la ciudad más hostil al peatón del hemisferio sur; en muchos sitios ni siquiera hay veredas. Se vive en auto, de estacionamiento en estacionamiento.
EL AUTO REY Viví en Brasilia entre 2002 y 2005 y regresé de visita en numerosas ocasiones. Sin embargo, nunca me deja de descolocar ese gigantismo desolador que marca a fuego la vida local. El brasiliense de ley aprende a manejar apenas asoma la cabeza por encima del volante y va a sacar el registro el mismísimo día que cumple 18, ritual de ingreso a la ciudadanía. Vivíamos a 16 kilómetros de la escuela y a 18,5 de la casa de mi mejor amigo, todo en el mismo barrio de los suburbios, en una casa cuya dirección era de ciencia ficción: Sector de Habitaciones Individuales Sur, Cuadra Interna 27, Conjunto 11, Casa 5. Cualquier nativo sabe perfectamente cómo llegar ahí con solo leerla. Sede del poder político, las muchas familias pudientes de Brasilia recompensan a sus hijos con su primer vehículo cuando aprueban el duro examen de ingreso a la Universidad de Brasilia (UnB), institución paradójica en tanto pública y casi inaccesible si no es en auto. Las manifestaciones políticas, que ya reman de atrás por la remotidad (Brasilia queda a más de mil kilómetros de Río y San Pablo), apenas si se intentan: los seis carriles por lado y 200 metros de bulevar del Eje Monumental y los 24.000 metros cuadrados de suelo casi vacío de la Plaza de los Tres Poderes empequeñecen cualquier multitud que se les anime. Ideal para Gobiernos impopulares.
Pese a todo, el futuro del pasado que soñó Costa cobra vida en las supercuadras, donde jardines fastuosos recubren edificios residenciales emplazados sobre pilotes, puestos de diarios, juegos infantiles, pequeñas iglesias y escuelas. Caminar por alguna de ellas produce un efecto ligeramente alucinatorio porque cunde el silencio a cualquier hora y se borronea el límite entre naturaleza y urbe. En las entrecuadras comerciales que las franquean, los brasilienses se congregan a escala humana en una multitud de bares, entre ellos los míticos Beirute y Piantella y los universitarios del Ala Norte, “cerca” del interminable campus de la UnB. En ellos y en la grandilocuencia soviética del Parque de la Ciudad, vitrina de los paisajismos de Roberto Burle Marx, un oído más o menos atento escuchará acentos de todos los rincones de Brasil, desde la musical tonada nordestina y los sibilantes cariocas hasta la R gringa del interior de San Pablo y los familiares gaúchos. Y las orillas del lago Paranoá, cruzado por tres puentes de arquitectura diversa, albergan el correspondiente sector de clubes y una intensa actividad recreativa náutica, hasta con playas artificiales.
En el otro extremo de la escala están las majestuosas creaciones de Niemeyer, que parecen restos gráciles de una civilización espacial perdida. Se destacan la Catedral, con forma de dos manos alzándose al cielo en posición de rezo, y el final del Eje Monumental, que de noche ofrece un espectáculo incomparable: las moles de concreto, vidrio, agua y luz de las diversas autoridades, vigiladas por las torres y los “platos” del Congreso Nacional. Vistos desde la Plaza de los Tres Poderes, suscitan la impresión de estar en el medio de un museo utópico, casi infinito.
CRECIMIENTO Brasilia cumplió con creces su propósito, si bien no según lo planeado. Según los cálculos, debía alcanzar los 500.000 habitantes en el 2000; superó esa marca en 1970 y hoy tiene casi el séxtuple. A nadie se le ocurrió que los candangos, los miles de trabajadores que vinieron desde los rincones más pobres de Brasil a hacer la obra en tiempo récord, no querrían regresar a su miseria natal, y terminaron fundando las populosas “ciudades satélites”, un anillo suburbano en gran parte improvisado a unos 20 kilómetros a la redonda del Plan Piloto, pasto de sensacionalismo sobre la inseguridad y hogar de los que trabajan para las elites. Y el siglo XXI trajo situaciones insólitas: embotellamientos, casi dos semanas sin lluvia en pleno verano, abuelos nativos. Águas Claras, un barrio que en 2002 era un montón de tierra roja y despampanantes proyectos inmobiliarios, hoy es una metrópolis común y corriente que viola todos los preceptos de Costa.
Sin embargo, lo más curioso que constaté en mi última visita, el mes pasado, es que a la pacífica y monolítica capital la penetró un ligero tufillo a la resaca política, socioeconómica y cultural que vive Brasil: carteles contra la reforma jubilatoria (“Temer quiere que te mueras sin jubilarte”) y a favor (“La reforma jubilatoria eliminará la desigualdad”), muchísimos avisos de Jesús e iglesias evangélicas y cierta tensión palpable en la calle. Disimulado entre los monumentos del museo viviente, late el ánimo social que siempre está a flor de piel en Buenos Aires, una grieta a la brasiliense.
Pero la lógica monumental e implacable de la ciudad no se deja ganar así nomás por lo que no contempla. Prueba de ello fue la ratificación de la condena a Lula, que seguimos con un amigo desde un bar. El noticiero presentó la lectura de votos como un partido de fútbol: 1-0, 2-0, 3-0. El país quedó sacudido; estallaron las redes sociales. En las avenidas del Plan Piloto, nada, el reguero de autos de siempre. Recién promediando el viaje de regreso advertimos una batucada ataviada con los colores de Brasil celebrando en una punta de la Plaza de los Tres Poderes. En Buenos Aires, habrían alcanzado para cortar una calle, hacerse sentir. En Brasilia, eran un puntito insignificante, casi invisible, aplastado entre los mausoleos de Niemeyer. Es testarudo, el futuro del pasado.