Por Phil Collins
Cuando llega la oportunidad, estoy saliendo de la bañera de la casa donde me crié. Es un jueves tranquilo por la tarde, vivo solo casi todo el tiempo en el desértico hogar familiar de los Collins y mi mayor ilusión ahora mismo es ver Top of the Pops en la tele y cenar una tostada con judías pintas. Tal vez vea la tele y me coma la tostada en calzoncillos. Porque puedo. Estamos en mayo de 1970, tengo diecinueve años y los alocados años sesenta han llegado a su fin. Bienvenidos, neblinosos años setenta.
A pesar de todo, sigo siendo una estrella menor en la órbita de Ken Howard y Alan Blaikley. Son amigos de un tipo que se llama Martin, otro conocido de La Chasse, que da la casualidad de que es el chófer de Ringo Starr. Una noche, en el club, Martin le pregunta a Blaikley si conoce a algún buen percusionista.
–Claro –dice Blaikley–. Ya te encontraré a alguien.
Cuando Blaikley me llama, aún estoy empapado del baño.
–¿Qué vas a hacer esta noche?
–Bueno, van a dar Top of the Pops... –respondo, sin mostrar mis cartas. Ahora mismo, cuando veo en la tele a los grupos que promocionan sus singles en los programas semanales de grandes éxitos es lo más cerca que estoy de una actuación en vivo.
–Olvidate de eso. ¿Querés ir a una sesión en Abbey Road?
No ofrece información acerca del artista que organiza la sesión, pero es oír la mención de Abbey Road y de repente ya no me muestro tan indiferente. “Qué más da quién sea. Así puedo ver dónde grababan los Beatles.” McCartney ha anunciado hace solo unas semanas que va a dejar el grupo y acaba de aparecer su primer disco en solitario, McCartney. La gente no habla más que del final de los Fabulosos Cuatro. Let It Be, el canto del cisne de los Beatles, acaba de llegar a las disquerías y ya se ha formado una ardiente discusión en la prensa musical acerca del primer disco en solitario posterior a los Beatles.
Pero, con mi mente funcionando con rapidez mientras empapo la toalla, ni siquiera pienso en ello. Durante otro parón de esta carrera musical mía que se niega a abandonar el estado embrionario, tengo la oportunidad de demostrar mis dotes de baterista a un artista con suficiente talento como para grabar en Abbey Road. Soy un baterista sin trabajo, y esto es un trabajo.
–¿A qué hora querés que llegue?
Me visto para la ocasión, es decir, me pongo una camiseta y unos vaqueros. Soy un greñudo joven de diecinueve años y este es mi estilo. Pido un taxi, me subo de un salto y me muero del gusto al tener la ocasión de pronunciar esa frase inmortal: “A Abbey Road, por favor”.
Cuando llego, Martin, el chófer, está de pie en la escalera del estudio, en St John’s Wood, al noroeste de Londres.
–Entrá, entrá, te estábamos esperando.
“¿De verdad? ¿A mí? –me pregunto–. ¿Y a quiénes se refiere?”. Me acompaña al interior y hablamos de cosas sin importancia.
–Llevan aquí cuatro semanas –dice–. Han gastado mil libras. Y no han grabado nada.
Voy pensando: “Caramba, esto tiene que ir en serio”.
Entro en el Estudio Dos de Abbey Road y me encuentro con una escena que ya es famosa. El reparto de esta misteriosa actuación está en plena sesión fotográfica, lo que significa que todos están presentes: George Harrison y su pelo largo (ahora me hace sentir bien mi peinado); Ringo Starr; Phil Spector, productor; Mal Evans, legendario director de giras; un par de miembros de Badfinger; Klaus Voormann, un artista gráfico convertido en bajista; Billy Preston, un virtuoso del órgano Hammond; Peter Drake, un as de la pedal steel guitar, y Ken Scott y Phil McDonald, los ingenieros de sonido de los Beatles.
Más adelante voy a rememorar al personal de estas sesiones y voy a reparar en que Ginger Baker no se encuentra en esos momentos. También voy a descubrir que Eric Clapton probablemente se marchó cuando yo llegaba.
Al fin caigo en la cuenta: George está haciendo ese primer disco en solitario posterior a los Beatles, y yo de repente voy a estar en el ajo. Bueno, cerca.
Todo el mundo deja de hablar cuando entro. Soy el receptor de una mirada de perplejidad colectiva. “Y este niño ¿quién es?”.
Martin, el chofer, interviene:
–Ha llegado el percusionista.
En realidad, no sé cuál es mi papel en esta función, pero me gusta cómo suena “percusionista”, aunque en realidad yo no me considero exactamente eso. En cualquier caso, no hay tiempo para nimiedades porque ahora me está hablando el mismísimo George:
–Lo siento, amigo –arrastra las palabras en ese familiar acento escocés–, no llevas aquí el tiempo suficiente para salir en la foto.
Me río nervioso, un poco cohibido.
¿Me tiemblan las piernas debajo de los pantalones de campana? Digamos que confío en mí mismo, pero sin pasarme. Sé que tengo trabajo por delante: en primer lugar, impresionar a estos tipos y, en segundo, tocar bien la percusión, lo cual no tiene nada que ver con tocar bien la batería. La percusión puede ser un montón de cosas diferentes, ya que abarca congas, bongos, panderetas, entre otros. No se trata solo de golpear algo diferente; cada uno tiene su propio arte. Ya soy consciente de ello, pero pronto voy a descubrir los matices.
El ambiente es… relajado. No hay cerebritos de EMI con todos sus diplomas a cuestas y sus batas blancas de laboratorio, pero tampoco parece que se esté fumando nada. Más tarde leo que George había montado una zona de incienso, pero no huelo nada raro.
Una vez completada la sesión fotográfica, todo el mundo vuelve a sus puestos. Me llevan arriba, a la sala de control, la misma en la que George Martin se sentó durante esa transmisión de Our World en 1967 que marcó época, cuando los Beatles tocaron All You Need Is Love ante cuatrocientos millones de espectadores. Sentado en la silla del productor se encuentra Phil Spector. Me presentan y él, aunque habla poco, es amable. No se quita las gafas de sol. Por lo menos no lleva pistola. O yo no la veo.
Vuelvo abajo y Mal Evans, con esas gafas enormes y su peinado de flequillo de la primera época (incluso los mánagers de ruta de los Beatles eran ídolos), me muestra mi lugar.
–Acá tenés las congas, pibe, al lado de la batería de Ringo.
Me quedo mirando la batería. Quiero palpar esa batería. Sentirla. Si pudiera posar las mejillas contra la piel de esos tambores sin que nadie lo notara, lo haría. ¿Cómo sitúa Ringo los micrófonos en la batería? Ooh, una toalla sobre la caja, qué interesante.
En mi opinión, Ringo es un excelente batería. Por esta época había recibido muchas críticas. Pero yo siempre pensé, y lo sigo pensando, que tenía un toque mágico. No se trataba de suerte. Tenía una intuición increíble. Y él lo sabe. Años más tarde, cuando nos presentan formalmente, le digo que soy seguidor suyo. Por aquel entonces, sin embargo, Buddy Rich hablaba mal de él e incluso Lennon le restaba méritos.
Genial, ¿verdad? Que todo el mundo oiga que ni siquiera eres el mejor batería de los Beatles. Recuerdo leer una entrevista en Modern Drummer (solía comprarla religiosamente) en la que Ringo decía que la gente hablaba de “esos pequeños y curiosos rellenos de batería de Ringo”. Le molestaba, y con razón. “No son ni pequeños ni curiosos. Son muy serios”, decía. Escucha A Day in the Life y verás que es realmente fantástico, complicado, inusual, poco ortodoxo. No es ni de lejos tan sencillo como él lo hace parecer. Dicho de otro modo, tengo la gorra de fan de Ringo y me la pongo con alegría siempre que sea necesario.
En cualquier caso, Abbey Road, jueves por la noche a finales de la primavera o comienzos del verano de 1970. Tengo las congas delante, a Ringo a la derecha y a Billy Preston a la izquierda. Y en algún lugar por ahí están George y Klaus. Vamos a grabar una canción titulada “Art of Dying”.
“Bueno, ¿primero le tocamos la canción a Phil?”. Nadie lo sugiere. Ni George ni Ringo ni Spector. Otra cosa que nadie dice: “Esta es la partitura, Phil. Va así y vos entras acá”. George ni se acerca. No me da nada. Está ahí, a lo suyo, aclarándose las ideas o lo que sea.
En vez de eso, todo lo que oigo es:
–¡Uno, dos, tres, cuatro!
Tras una primera toma, vacilante, cometo un error. Por desgracia, no va a ser el último. Ya no acostumbro a fumar cigarrillos, pero estoy tan nervioso y tengo tantas ganas de encajar que le digo a Billy Preston:
–¿Me pasás un cigarrillo?
–Claro, pibe.
Pronto estoy fumando uno tras otro. Pido un par a Billy y un par a Ringo. No me siento demasiado bien, y no solo porque pronto me voy a acabar casi un paquete entero. Me da la sensación de que estoy molestando a todo el mundo. Años más tarde iba a entregar un gong a Ringo durante la ceremonia de los Mojo Awards y tenía un paquete de Marlboro preparado para él. Por desgracia, me puse enfermo y no pude acudir. Es decir, todavía le debo a Ringo esos cigarrillos.
Billy no tarda en gritarme:
–¡Mierda, comprate un paquete!
Bueno, eso es lo que dice su mirada. Es el único momento de verdad incómodo durante toda la sesión. Por lo menos, eso creí yo.
La tarde avanza. Tocamos una tras otra y yo doy una calada tras otra (y mangueo uno tras otro). Tengo puestos los auriculares y oigo las instrucciones de Spector:
–Bien, ahora solo las guitarras, el bajo y la batería... Ahora solo el bajo, los teclados y la batería...
Supongo que así es como ha hecho esos discos maravillosos. Y cada vez que dice “batería”, yo toco. Prefiero pecar de cauteloso que arriesgarme a que Spector, cuyo mal genio es famoso (por no mencionar su afición al gatillo), me grite: “¿Por qué no estás tocando?”. Así que toco, y sigo tocando. Como no soy percusionista, y porque me muero de ansiedad, es probable que me pase. O sea, lo estoy dando todo. Al cabo de una hora, cómo tengo las manos: rojas y llenas de ampollas. Mucho más tarde voy a volver a vivir sesiones como esta, con Ray Cooper, el percusionista preferido de Elton John, un músico maravilloso capaz de dejarse la piel, y luego dejarse un poco de hueso. Había sangre por las paredes. No me extraña que a Elton le gustara tanto.
Tras una docena de tomas, aún no me han pedido que toque nada en concreto. He tocado lo que a mí me parecía adecuado. Sigo tocando, tocando y tocando. Durante todo este tiempo no he recibido ninguna opinión de Spector, lo cual resulta un poco desconcertante. Pero yo solo estoy intentando encajar, quedar bien, no perder los nervios ni el compás.
En cierto momento se acerca Martin, el chofer.
–¿Todo bien, Phil?
–Sí, sí, genial… ¿Tenés un cigarrillo?
Al fin, tras repetir no sé cuántas veces “Art of Dying”, oigo las palabras fatídicas de Spector:
–Muy bien, muchachos. Congas, ¿podés tocar esta vez?
Ni siquiera tengo nombre. Y lo peor de todo: ni siquiera me ha oído. Ni una vez.
Estoy ahí, de pie, mirándome las manos ensangrentadas, tal vez un poco mareado tras todos esos cigarrillos, y pienso: “Spector, cabronazo. Tengo las manos destrozadas y ni siquiera me has estado prestando atención”.
Billy y Ringo, situados a cada lado de mí, se ríen. Noto que se apiadan de mí. Saben que me he esforzado y seguro que comprenden lo nervioso que está este adolescente. Lo nervioso que ha estado toda la tarde. Entregarse con todo el entusiasmo para que todo lo echen por tierra de un modo tan cruel...
Pero, por lo menos, así se rompe el hielo y tocamos unas cuantas veces más. Y luego todo el mundo desaparece. Así, sin más. Salgo a llamar a Lavinia desde la cabina telefónica del vestíbulo.
–¡No te vas a creer dónde estoy! ¡En Abbey Road! ¡Con los Beatles! –Lo que de verdad estoy diciendo es: “No me puedo creer la suerte que tengo. Te vas a poner juguetona conmigo después de esto”. ¿Ampollas en las manos? ¿Qué ampollas?
Vuelvo y me encuentro el estudio vacío. Parecía el Mary Celeste, ese bergantín hallado en el océano a toda vela y sin tripulación. George, Ringo, Billy, Klaus, Mal... Todos se han ido. Es evidente que hay una fiesta en algún lugar, y es más evidente aún que a mí no me han invitado. En ese momento aparece Martin.
–Oh, creo que esto es todo por esta noche. Creo que van a ir a ver el fútbol –dice, dando a entender que no han resistido la tentación de ver un partido de Inglaterra en la tele.
Atino a soltar un lastimero:
–No he podido despedirme de nadie…
No he tenido la ocasión de decir: “Gracias, Ringo. Gracias, George, este es mi teléfono. Billy, si alguna vez vuelves por acá...”. Nada de eso. Solo está Martin, el chofer, que me dice:
–¿Necesitas un taxi?
Ya ha oscurecido cuando salgo. Hago el largo viaje de vuelta a casa recordando cada nota de la sesión con total claridad. Aún me duelen y me sangran las manos, pero soy un aspirante a músico de diecinueve años y acabo de grabar en Abbey Road. Con los Beatles. Bueno, con la mitad. Pero sigue siendo increíble.
Unas semanas más tarde, recibo el cheque por correo. Es de EMI, son quince libras y es por servicios prestados a George Harrison durante la elaboración del álbum All Things Must Pass. Me habría quedado el cheque de recuerdo si no hubiera necesitado tanto el dinero.
El siguiente paso es reservar el disco. Voy a la tienda de música del barrio, en Hounslow, que se llama Memry Discs.
–Quiero pedir el álbum de George Harrison, All Things Must Pass. Salgo yo, ¿sabías? –No digo eso. Bueno, creo que no lo digo. Pero tampoco me extrañaría demasiado.
Después de una espera interminable, a finales de noviembre suena el teléfono.
–Hola, señor Collins. Llamamos de Memry Discs. Nos ha llegado su disco.
Sí, es mi disco. Y ya está en las tiendas, por fin.
Podría ir caminando, pero esto es urgente, así que me subo al colectivo (el 110, el 111 o el 120, no importa, todos pasan por la disquería). Compro el álbum, que es precioso. Qué maravilloso envoltorio el de este triple álbum. Salgo de la tienda y, mientras lo giro en las manos, voy pensando: “Aquí dentro... estoy yo, en un álbum de los Beatles”.
De pie en la vereda, lo abro. Echo un vistazo rápido a los créditos. Klaus Voormann, Ginger Baker, Billy Preston, Ringo Starr... Como es debido, aparecen todos los tipos que vi en el estudio esa tarde, además de otros, desde Eric hasta Ginger, pasando por Alan White, el futuro batería de Yes, y Bobby Keys, futuro saxofonista de los Stones. Todo el mundo está ahí. Todos salvo yo. Debe de tratarse de un error. Mi nombre no sale. Me han dejado fuera.
La decepción es abrumadora. Estoy hecho polvo. Pero me animo. Qué se le va a hacer, no importa. Voy a ir a casa a escuchar el álbum. Si no me veo a mí mismo en la funda, por lo menos me voy a escuchar. Pero en cuanto la aguja se posa en el disco y comienza la canción, sé que no figuro en “Art of Dying”. Ni siquiera han usado los arreglos en los que trabajé. Oh, Dios mío. ¿Qué está pasando?
Por aquel entonces, el concepto de grabar diferentes versiones de una canción me es desconocido. Sí, aunque había grabado Ark 2 con Flaming Youth. Aparte de eso, soy un mozalbete que apenas ha pisado estudios de grabación, mucho menos el estudio más famoso del mundo, y mucho menos con el productor estadounidense más famoso del mundo y junto a dos Beatles. No sabía que para Phil Spector lo más común era hacer varios arreglos. “Vamos a abandonar la sesión de la semana pasada, se me ha ocurrido una nueva idea...”
He pasado de lo más alto a lo más bajo.
No es que hubiera pensado: “George Harrison me va a llamar todos los días. Cuando vaya de gira en solitario, voy a ser su batería. O, por lo menos, el tipo de las congas”. Pero como poco All Things Must Pass figuraría en mi currículum, ¿verdad?
Este tipo de experiencia, este tipo de ratificación, es importantísimo para mí. Qué más da Oliver! o que en la agencia figurara como un niño actor importante. Pude aspirar al título, como decía ese personaje de Marlon Brando, pero actuar no me interesaba. Lo único que quiero es ser batería y ya tengo creada una imagen mental de cómo va a ser mi vida: tocar en un grupo pop lo que dure y luego con la Ray McVay Show Band los viernes y sábados en el Lyceum. Tal vez alguna que otra sesión de estudio, si aprendo a leer música, y a continuación al foso de la orquesta.
¿Y qué pasa? Recibo la llamada para tocar con un Beatle en su primer álbum en solitario posterior a los Beatles. Al diablo con el foso y el vaivén de conciertos teatrales y bolos bailables. ¡Iba a ser un baterista de verdad!
¿Y qué pasa después? El Beatle me borra de su álbum y nadie me lo dice. Primero me dan el tijeretazo en It’s a Hard Day’s Night y ahora esto. ¿Qué les he hecho yo a los Fabulosos Cuatro?
La balada de All Things Must Pass: escribí un cuento para mí mismo con el que dar sentido a los sucesos de ese día fatídico en Abbey Road. Varios cuentos. Al fin y al cabo, tuve treinta años para hurgar en la herida de ese encuentro doloroso y sangriento en sentido literal y encontrar las razones de mi rechazo. Treinta años para hallar una explicación a por qué los músicos más importantes de mis años adolescentes me marearon y luego se deshicieron de mí.
Esto, me dije a mí mismo, es lo que ha pasado: habían decidido tomar otra dirección con la producción de la canción. Por supuesto, así fue. Era Phil Spector. Era conocido por eso. Era un genio loco y un día se volvería mucho más loco todavía.
O: George tuvo una nueva visión para la canción. Cómo no. Se trataba de su gran álbum de debut tras los Beatles, toda una declaración: álbum triple, veintiocho temas, un montonazo de ideas. Cómo no iba a cambiar de opinión acerca de cómo quería que sonara “Art of Dying”.
Además, era George Harrison, de los Beatles. El Silencioso. Lo llamaban así por algo. No era de extrañar que no me dijera nada.
Un día de 1982 estoy trabajando en The Farm con Gary Brooker, de Procol Harum, en su álbum Lead Me to the Water. Gary me pregunta: “¿No deberíamos pedir a Eric o a George que toquen la guitarra?”. Gary ha pasado los últimos dos años en el grupo de gira de Clapton y conoce a Harrison; él también tocó en All Things Must Pass, pero su piano sí pasó el corte.
Así, porque puede, Gary les pide a ambos que toquen la guitarra y ambos aceptan. Cuando llega George, me presento:
–Sí, George, en realidad ya nos conocemos... –comienzo, y le hablo de esa tarde de mayo en Abbey Road doce años atrás.
–¿De verdad, Phil? No lo recuerdo en absoluto.
Genial. Un Beatle echó mi vida a perder y no recuerda nada de nada. Si antes me sentía mal...
Por lo menos, George me tranquiliza respecto a otro asunto. Habían estado circulando rumores según los cuales yo me iba a unir a su antiguo compañero McCartney en Wings. No había nada de cierto en esas habladurías, aunque la idea sonaba interesante. George me asegura enseguida que no era un trabajo que me hubiera gustado. Ser el quinto batería de Wings habría sido “un destino peor que la muerte”.
En cualquier caso, todavía siento que no le he puesto el punto final a la historia. A lo largo de los años ochenta y noventa, cuando las cosas están yendo bastante bien, nada me libra de esa molesta picazón. ¿De verdad me echaron de All Things Must Pass porque no di la talla?
En 1999 estoy en la fiesta de cumpleaños de Jackie Stewart, el legendario piloto de Fórmula 1, que cumple sesenta. Había conocido a Jackie en los rumbosos años ochenta y nos entendíamos de maravilla. Jackie me llevaba a tirar al plato, que no es lo mío, y yo le regalaba entradas para ver a Genesis e invitaba a sus hijos Paul y Mark a mis conciertos.
Nuestra amistad se fortalece aún más cuando en 1996 compro su casa en Suiza. A finales de los noventa, cuando lanza el Stewart Grand Prix junto a su hijo Paul, somos muy amigos. Yo nunca he ido a un gran premio, pero George Harrison y Eric Clapton son entusiastas de las carreras. Orianne, mi mujer, y yo recibimos invitaciones para compartir esos placenteros fines de semana: vamos a Hockenheim y conocemos a Schumacher, Coulthard, Barrichello y otros grandes pilotos de Fórmula 1. El día de la carrera en sí es casi un acompañamiento porque en un Gran Premio no se ve nada. Es mejor sentarse en la caravana y verlo por la tele. Pero los días de entrenamientos y clasificación son muy divertidos. Hospitalidad a alta velocidad en su máxima expresión.
O sea, aquí estamos, en esta fiesta de cumpleaños de Jackie, en su nueva casa en el Reino Unido, cerca del refugio de fin de semana del primer ministro, Chequers, en Buckinghamshire. Asisten un montón de peces gordos, miembros de la realeza y pilotos de carreras. Estoy sentado a una mesa junto a los hijos de la princesa Ana, Zara y Peter. Y ¿quién más hace acto de presencia?: George.
A estas alturas me lo he encontrado un par de veces con Eric. He llegado a descubrir que es un hombre encantador y mi Beatle favorito. Por lo tanto, ya tengo bastante confianza para saludarlo con un alegre: “Eh, George, ¿cómo te va?”. Y una vez más le pregunto, en tono despreocupado (o eso espero), acerca de All Things Must Pass. Pero sigue sin acordarse. Nada, nothing, zip.
Tal vez, ahora que han pasado treinta años, debería, por fin, hacer caso del título de la obra maestra de George y dejarlo pasar. Al fin y al cabo, all things must pass, en especial haber sido rechazado en uno de los mejores álbumes de todos los tiempos.
Al año siguiente un periodista musical se me acerca en Hockenheim. Sin venir a cuento, me dice:
–Phil, tú participaste en All Things Must Pass, ¿verdad?
En mi interior estoy gritando: “¡SÍ! ¡Claro que sí!”. Pero intento mostrarme sereno ante este desconocido y respondo:
–Bueno, es una larga historia...
–¿Sabés –dice él– que George va a hacer una remezcla? Para reeditarlo por el trigésimo aniversario. Conozco a George y, como tiene todas las cintas de las grabaciones, le voy a preguntar si puede encontrarte.
De repente, estoy entusiasmado.
–Oh, estaría genial. –No solo descubriría qué ocurrió, también tendría una copia de mi sesión–. Sí, estaría genial. La canción es “Art of Dying”. ¿Cuánto crees que va a tardar? –¿Qué? ¿Impaciente? ¿Yo?
Aun así, ha pasado tanto tiempo que no cuento con ello. En lo más hondo creo que no voy a volver a saber del asunto. Sin embargo, el miércoles siguiente recibo un pequeño paquete por correo. Es una cinta con una carta escrita a mano.
“Querido Phil: ¿Podrías ser vos? Abrazos, George”.
Pienso: “Por fin. En alguna parte de esta cinta...”. Es casi como si sostuviera en mis manos el Santo Grial (de las sesiones de conga adolescentes). “No lo soñé. Y George no lo ha rebuscado en esa tienda de discos de Tokio que es famosa por almacenar todas las cintas piratas de los Fabulosos Cuatro”. Porque yo ya he mirado en esa tienda y no estaba ahí. “Me lo ha enviado George en persona”.
No lo escucho de inmediato. No me siento con el valor suficiente. Pero al final me dirijo pesimista a mi estudio casero. Cierro la puerta, acerco una silla, meto la cinta y doy al play. Y, quién lo iba a decir, un leve silbido y comienza la batería.
“¡Ba–da–da dum!”.
Entonces el sonido de las congas revienta los altavoces. Para el oído cualificado los defectos de ese repiqueteo arrítmico y crispado son evidentes al instante. ¡Dios Santo! ¡Apaguen eso!
Habían dejado suelto a un niño pequeño hiperactivo. Bueno, se nota que el intérprete tiene cierto atisbo de talento: no se pierde del todo. Pero se pierde lo suficiente para que alguien al mando diga: “¡Que se lleven a ese chico!”.
Me quedo traumatizado. No recuerdo haber sido tan desastroso. Mi interpretación es sobrecargada, demasiado hiperactiva, demasiado amateur. Y es evidente que no era eso lo que necesitaban los señores Harrison y Spector.
El tema va decayendo a medida que la gente deja de tocar. Entonces oigo una voz inconfundible. Es George Harrison, que le dice a Spector: “¿Phil? ¿Phil? ¿Crees que lo podríamos intentar una vez más, pero sin el tipo de las congas?”.
Lo rebobino cuatro o cinco veces, hasta estar seguro de haberlo oído bien: Harrison grita a Spector, me arroja a la basura y hace realidad mis mayores temores.
¿Phil? ¿Phil? ¿Crees que lo podríamos intentar una vez más, pero sin el tipo de las congas?
De repente, por fin, la verdad. Todos estos años he pensado (he querido pensar) que habían tomado una dirección musical diferente con ese tema. Me había consolado a mí mismo, había aliviado esa decepción, que he cargado durante treinta años, con esa idea. Y ahora lo comprendo: me despidieron. No desaparecieron para ir a ver un partido de fútbol o para drogarse. Se estaban librando de mí. Alguien había dicho: “Que se lleven al de la conga. Nosotros nos vamos”. Como haría alguien que no sabe qué decir, en especial si se trata de un montón de estrellas de rock. Mejor desaparecer y dejar el trabajo sucio en manos de Martin, el chofer, y que él se libre de ese joven de diecinueve años.
Unos días más tarde estoy sentado en el cuarto de mi hijo pequeño, Mathew. Suena el teléfono. Es Jackie Stewart.
–Eh, Phil, ¿cómo estás? –Hablamos un poco de cosas sin importancia–. Creí que iba a verte en el concierto homenaje a John Lennon la otra noche en el Royal Albert Hall.
–¿Hubo un concierto? –digo, intentando hablar con tono despreocupado–. No lo sabía.
–Sí, fue una gran noche. Había un montón de bateristas.
–¿De verdad?
–Sí, y un montón de congueros.
Me deja confundido. ¿Desde cuándo a Jackie Stewart, piloto legendario y campeón de tiro al plato, le interesan los intérpretes de conga? Y añade:
–Tengo aquí a un amigo tuyo, quiere hablar contigo. –Pasa el teléfono y empieza a hablar George Harrison.
–Hola, Phil. ¿Has recibido la cinta?
Por fin, treinta años de dolor se desbordan.
–George, cabronazo…
–¿Eh? ¿Por qué?
–Bueno, llevo treinta años con mi propia versión de lo que sucedió esa tarde y de por qué me quitaron de All Things Must Pass. Y ahora me entero de que era tan malo que tú y el cabrón de Phil Spector me echasteis.
Harrison se ríe.
–¡No, no, no! Esa cinta la hicimos el otro día.
–¿Eh? ¿Qué querés decir?
–Ray Cooper estaba conmigo para ayudarme con la remezcla del álbum. Le pedí que tocara mal las congas en “Art of Dying” solo para grabar una toma especial para ti.
Voy a decirlo de nuevo: George, cabronazo. Tras treinta años de emociones desbordadas, una sacudida más. No era yo. Era Cooper haciendo el payaso con Harrison.
Al cabo de un tiempo veo el lado divertido, en especial cuando George confirma que, por lo que él recuerda, no me despidieron.
¿Llegó a contarme George qué pasó con mi toma de verdad? No, no lo hizo. No lo recordaba. No recordaba esas sesiones. Le creo, pero me resulta difícil de comprender. ¿Cómo es posible no recordar las grabaciones de All Things Must Pass? Con todo lo que había que recordar... y él parecía haber olvidado casi todo. Tal vez si eres un Beatle hay tantísimos recuerdos que en ocasiones resulta más fácil olvidar.
En el folleto que acompaña esa edición del trigésimo aniversario, que se lanzó en marzo de 2001, siete meses antes de su muerte, hay unas notas nuevas escritas por el propio George. Y ahí, por fin, aparezco yo: “No lo recuerdo, pero al parecer un adolescente Phil Collins estuvo ahí...”.
George, bendito sea, me envió una copia de la nueva edición del disco. Es brillante, aunque, por supuesto, habría mejorado muchísimo con la inclusión de “mi” versión de “Art of Dying”.
Aún tengo esa cómica cinta con la grabación de las congas. Es uno de mis tesoros. Brindo por vos, George... maravilloso cabronazo. u
Este capítulo forma parte del libro Phil Collins: The Autobiography, publicado originalmente a fines del 2016. Reeditado con el título Not Dead Yet, fue traducido al español como Aún no estoy muerto, y publicado por el sello Aguilar. La traducción está firmada por Máximo Sáez, con colaboración de Gonzalo Albert.
Phil Collins toca en el Estadio de Instituto de Córdoba el lunes 19 y en el Campo Argentino de Polo el martes 20.