El documental televisivo The Price of Gold, que la señal deportiva ESPN emite intermitentemente como parte de sus especiales 30 for 30, nunca termina de abonar a ninguna teoría, prefiriendo en cambio la exposición de hechos y versiones y unas más que razonables dudas. ¿Cuán al tanto estaba Tonya Harding del violento ataque a su principal competidora, Nancy Kerrigan? ¿Formó parte de ese complot de manera activa, dejó hacer sin dar a conocer a las autoridades la eventualidad de que el hecho podía ocurrir o fue plenamente inocente de cualquier tipo de autoría intelectual? Esta última posibilidad es la que adopta como verdad ficcional Yo soy Tonya, el largometraje del australiano Craig Gillespie que esta noche competirá por tres premios Oscar (incluidos el de Mejor Actriz y Mejor Actriz Secundaria) y que tendrá su estreno comercial local el jueves 8 de marzo. Pero ¿quién es Tonya y que tiene que ver el deporte en todo esto?
En 1994, justo antes de las Olimpiadas de invierno de Lillehammer, Noruega, Tonya Harding luchaba por ingresar el equipo olímpico en su especialidad, el patinaje artístico. Lo mismo intentaba –con menor esfuerzo– Nancy Kerrigan, otra joven prodigiosa a la hora de mover el cuerpo sobre la pista de hielo. A los ojos del público estadounidense, interesado quizás por primera vez en un deporte competitivo usualmente relegado al terreno de la curiosidad para especialistas, la rivalidad entre ambas mujeres se había transformado en una verdadera grieta. De un lado, Nancy, la morocha con clase, atenta a los usos y costumbres de un tipo de evento en el cual la elegancia y el buen gusto resultan tan importantes como la habilidad; del otro, Tonya, la rubia de clase obrera, frontal hasta el grado de la grosería, de actitudes definitivamente idiosincráticas para ese codificado universo. El cisne blanco o el cisne negro. La delicadeza de El lago de los cisnes o la potencia a todo volumen del hard rock. El caviar o el hot dog. Y una diferencia: a esa altura del siglo XX, Harding había sido la única patinadora de los Estados Unidos en lograr el famoso triple axel, un salto con giro de 1260° que es considerado el más difícil de lograr con éxito y gracia. Pero más allá de las confrontaciones e impactos dentro del helado ring algo ocurrió el 6 de enero de 1994: en un caso atípico e insólito, Nancy Kerrigan resultó golpeada fuertemente con una porra de policía en su rodilla derecha, poniendo en serio riesgo sus posibilidades deportivas inmediatas. Pocos días después del incidente era detenido un tal Shawn Eckardt, quien rápidamente pasó de sonar como un Juan Pérez cualquiera a ser relacionado con Jeff Gillooly, nada más y nada menos que el ex esposo de Tonya.
Como si se tratara, al menos en parte, de una versión de La malvada en clave deportiva y pasada de anfetaminas, la adaptación a la pantalla grande de esos hechos verídicos también podría pasar con honores el examen de ingreso a la universidad Scorsese: Yo soy Tonya mantiene fuertes ligazones con el ritmo frenético de las sagas criminales del gran realizador italoamericano, aunque aquí no se trate de sostener una estructura dedicada a las actividades ilícitas como de conocer las posibles causas de un único acto de violencia en el ámbito más impensado. “El guionista Steven Rogers mantuvo una conversación de seis horas con Tonya. Miró el documental The Price of Gold, la buscó, fue hasta donde ella estaba, se encontraron. Ésta es su entrevista y es por ello que las historias se sienten tan espontáneas, personales y bizarras”.
Declaraciones de Craig Gillespie durante el estreno mundial de su película en la última edición del Festival de Toronto, donde Yo soy Tonya comenzó a adquirir la fama de biopic estrafalaria, no exenta de cierta polémica. En la transcripción de Roger de esa entrevista seminal, reconvertida luego en ácida y oscura comedia dramática, Tonya Harding es una mujer abusada psicológica y físicamente, primero por su madre y, más tarde, por su marido. Los golpes en la pista de hielo abundan, pero los más dolorosos y peligrosos parecen ser los propinados por aquellos más cercanos a la protagonista. Película de actrices, la interpretación de Margot Robbie como el personaje titular y de Allison Janney como su progenitora conforman los pilares centrales de su éxito dramático, dos centros de gravitación de una serie de relaciones de alta toxicidad que sumarán aún más virulencia con la aparición del joven novio y futuro marido, Jeff Gillooly (encarnado por el actor Sebastian Stan), quien también participó de las entrevistas con el guionista antes de que diera comienzo el proceso de escritura (ofreciendo, desde luego, una versión algo distinta de aquella narrada por su ex). Para Gillespie, la película “es un retrato muy honesto. Cuando comenzamos con el proyecto, ella seguía siendo una villana, una frase de remate en nuestra sociedad. Me encantaba el desafío de cambiar esa perspectiva. Realmente sentí que eso estaba ahí, en el guion de Steven: la idea de que al final de la proyección uno termina sintiendo empatía por ella”. De lumpen white trash a reina de las pistas, y de allí a la mala de la película, la historia de Tonya Harding en su versión cinematográfica es una nueva variación de la vieja historia de ascenso y caída. Sólo que, en este caso, además de metafóricos, los ascensos y caídas (y consiguientes golpes) son literales.
El precio del oro
Fumadora y puteadora empedernida, Mamá Harding lleva a la pequeña Tonya a una pista de patinaje y, prácticamente, obliga a la entrenadora a tomarla como alumna. Bajo algunas capas de maquillaje, anteojos enormes de marco grueso y peluca al tono, Allison Janney recuerda por momentos a algunos de los personajes más grotescos interpretados por Tilda Swinton a lo largo de su carrera. Un cierto aire de familia fisonómica. En sus ademanes fuertes y palurdos, pero, sobre todo, en su tozuda insistencia y resistencia a las negativas ajenas, la matriarca podría ser una reencarnación realista de la bruja malvada o, mejor aún, de la madre de Cenicienta. Tonya crecerá y mientras lo haga resultará evidente que su talento para el patinaje es innato e imbatible. “Aquí tenemos a una pequeña niña que creció en la parte dura del pueblo y, para todos los propósitos prácticos, en el seno de una familia dividida. Su padre era el quinto marido de su madre y fue supuestamente abusada cuando era chica. La relación con su madre era de amor-odio absoluto”, afirma en cámara un ex agente de Tonya en un especial realizado para la televisión en 1994, pocos días después del ataque a Kerrigan. Todos esos datos y la violenta relación que mantendría con su pareja en los años de mayor exposición deportiva forman parte esencial de la película, que le hace pito catalán a la reproducción al uso de hechos verídicos en términos dramáticos. De hecho, Yo soy Tonya comienza con una escena que replica los términos del falso documental, estrategia a la que volverá en más de una ocasión.
Ligeramente afeada y con un peinado que parece gritar “mediados de los 90”, Margot Robbie –tan australiana como el realizador del film– logra transmitir una mezcla de fragilidad y dureza que no es tanto alternativa como absolutamente sincrónica. La escena en la cual la rubia pasa del candor de ser una chica enamorada por primera vez a arreglárselas con el motor de un automóvil averiado grafica algunas habilidades tradicionalmente consideradas como masculinas, al tiempo que sirve de plataforma para exponer esa dualidad connatural. La misma que la hizo destacar sobre el hielo. Porque en Tonya lo cortés no quita lo valiente. O, para ser más precisos: lo grácil no quita lo recio.
El tono diáfanamente irónico y, por momentos, humorístico con el cual la película atraviesa incluso los momentos más duros de la vida de la protagonista generó resquemores en algunos comentarios críticos, situación nada extraordinaria considerando estos tiempos marcados por la denuncia de casos de abuso y violencia hacia las mujeres. Manohla Dargis, la prestigiosa crítica cinematográfica del periódico The New York Times, llegó a afirmar en su reseña que, a lo largo de la proyección, “va volviéndose cada vez más desconcertante la razón por la cual los realizadores decidieron darle un giro cómico a esta historia patética y desalentadora. Más allá de los esfuerzos de la película por generar risas, hay poco en la historia de la señora Harding, sus circunstancias o elecciones, que resulten divertidas”. Desde cierto punto de vista, el comentario de Dargis es un poco excesivo. Incluso, quizás, políticamente correcto. Pero no deja de tener cierta razón: por momentos, el tono general de algunas escenas habilita la posibilidad de que el espectador se ponga por encima de los personajes, ubicándolo en un lugar similar al del mirón que asiste a la triste celebración de las zonas (muy) erróneas de los actores del drama. El mejor amigo de Jeff, por caso –un imbécil con ínfulas de espía secreto que sólo podría manipular a personas tan crédulas como él mismo– parece sacado de algún título de los hermanos Coen, de los más empapados de misantropía irónica. Hasta que, sobre el final de Yo soy Tonya, el verdadero Eckardt aparece en pantalla en un video de época, relatando su pasado en el mundo del espionaje, nueva demostración de que la realidad puede superar holgadamente a la ficción. En otros momentos, en cambio, en particular luego del ataque a la archienemiga de la anti heroína (así, al menos, ve ella a su competidora), el relato parece deslizarse hacia el territorio de la sátira social, señalando a sus criaturas como simples corolarios de un universo donde la competición más salvaje es un escalón obligatorio para ascender a la cima. Siguiendo esa lógica, la de Tonya Harding sería entonces una fábula sin final feliz, no tanto un cuento con moraleja como un retrato sobre las oscuridades inherentes al (otra vez, por enésima vez) sueño americano.
El humor australiano
Con seis largometrajes y un telefilm haciendo las veces de columna vertebral de su filmografía, la carrera de Craig Gillespie hasta la fecha no permite una sencilla enumeración de temas y formas, mucho menos obsesiones. Y si bien su título más recordado continúa siendo Lars y la chica real, estrenada hace ya una década, quizás haya que retroceder un poco más, a su ópera prima Enemigo en casa, para hallar algunos puntos de contacto con la oscarizada Yo soy Tonya. En aquella película bastante olvidada, Billy Bob Thornton interpretaba a Mr. Woodcock, un profesor de gimnasia desagradable y sádico –en particular con sus alumnos menos aptos para la actividad física– y los intentos desesperados del hijo de la mujer interpretada por Susan Sarandon por evitar su inminente casamiento con el monstruo. A pesar de estar jugada a pleno a la comedia desenfadada, ese personaje bigger than life comparte algunos rasgos con el trío de personajes centrales de su último largometraje. “Siempre creí que ese sentido del humor particular, un poco retorcido, era australiano. Pero tal vez sea sólo yo. Aunque Margot también se reía en el set al mismo tiempo que yo, así que tal vez no sea tan así”, declaró el realizador en tono jocoso, en un típico junket periodístico en el Festival de Toronto. En ese mismo momento, como si le respondiera a Manohla Dargis antes de que la periodista escribiera su reseña, también afirmó que “si el guion hubiese sido un drama hecho y derecho no me hubiera interesado. La vida me parece tan complicada… En la vida real uno se enfrenta con situaciones complejas y dramáticas y siempre intento lidiar con ellas con humor. No creo que un tono dramático clásico hubiera funcionado orgánicamente con Tonya, porque ella es tan rebelde, está tan fuera del sistema… que creo que la estructura un poco loca del film refuerza eso”. No parece casual que Yo soy Tonya comience con una placa que altera radicalmente el lugar común: “Basada en entrevistas totalmente reales, libres de ironía y salvajemente contradictorias”.