Hace unos años, Fatih Akin descubrió que su nombre estaba estampado en una lista de una página de internet. No era cualquier página: se trataba de NSU, cuyas siglas responden a una agrupación Neo-Nazi (National Socialist Underground), armada a nivel internacional que, durante los años 2000 y 2007, llevaron adelante distintos atentados cobrándose una docena de vidas de civiles, de inmigrantes turcos y kurdos, e incluso un policía alemán. Akin conocía a una de esas víctimas. Se trataba del amigo de su hermano, que, como él, de origen turco pero con partida de nacimiento alemana, había estado en el lugar correcto en el momento menos indicado. Durante años, la prensa y la justicia alemana dijeron que esos atentados habían sido efectuados por la mafia turca, cuando se descubrió que en verdad, se trataba de dos hombres y una mujer de origen alemán.

Ganadora del Globo de Oro y nominada al Oscar como mejor película extranjera, In the Fade es la octava película de Akin. Compitió por la Palma de Oro en el último Festival de Cannes y obtuvo el Grand Prix por el protagónico absoluto de la bella Diane Kruger, actriz alemana que va y viene entre Hollywood, Francia y Alemania, y que trabajó para David Fincher y Quentin Tarantino. No es la primera vez que Akin pone frente a cámara historias relacionadas con la inmigración; su hit fue Contra la pared (2004), en el que retrataba a una pareja de turcos, una relación amorosa, tirante, al estilo los hermanos Dardenne; dos personas que se juntan en principio por la codiciada ciudadanía europea, y terminan atados en una relación tóxica y desigual. De ahí en más, siempre con una pata en el mainstream y otra en el cine europeo, Akin puso en imágenes la historia de unos griegos que llevan adelante un restaurante en Hamburgo con Soul Kitchen. Y ya previamente, en el año 2002, con Solino persiguió el rastro de la inmigración italiana en Alemania. 

In the Fade toca un tema sustancial que en Alemania no siempre es tratado de un modo tan frontal y visceral: la xenofobia de origen neo nazi. En un momento de la película, el padre de un acusado por un acto terrorista debe declarar frente a los jueces acerca de la ideología de su hijo y tarda varios segundos en decir que es admirador de Adolf Hitler. Son temas siempre dolorosos y delicados para Alemania, que muchas veces  prefiere, desde la prensa y la opinión pública, ocultar el pasado o reservarlo a grupos de contención psicológicas (las esvásticas están prohibidas en la vía pública, por ejemplo). Durante las rondas de prensa, el director señaló ese hecho como disparador para poner en imágenes las consecuencias de un atentado casero. Según él, durante los 90, los grupos de neo nazis eran adolescentes más o menos reconocibles por sus cabezas rapadas, su animosidad antisocial y un contexto pobre de pocas ambiciones de ascenso, pero durante los últimos años, y con la nueva ola de nacionalismo y fascismo que Europa viene atravesando, el nazismo se fue invisibilizando en las calles, en distintas clases sociales, hasta llegar a atentados caseros, llevados a cabo por civiles de clases medias y medias altas ilustradas, agrupados en partidos democráticos. 

“Esta película es para mi una muestra de una furia y de un odio que vengo arrastrando desde mi adolescencia” dijo Akin a la prensa americana después de que se conocieran los resultados de las nominaciones al Oscar. La adolescencia de Akin transcurrió en un momento de auge de la inmigración turca en Alemania, cuyo censo actual alcanza los 3 millones, entre nativos, nacionalizados e hijos de turcos de origen alemán. Una colectividad que si bien lleva más de cincuenta años echando raíces en el heimat, no logró una integración pacífica. Günter Wallraff, el periodista más odiado de Alemania, publicó en 1985 una extensa crónica al estilo Hunter Thompson titulada Cabeza de turco. Durante un año, Wallraff se trasvistió de turco y se mezcló en la colectividad, no para conocer o dar cuenta del exotismo de una cultura asiática, sino para recibir en carne propia el maltrato que los turcos padecían en ámbitos sociales, judiciales y laborales por parte de la sociedad alemana occidental. En ese contexto transcurrió la adolescencia del director.

Akin fue partícipe de los juicios que se hicieron contra algunos miembros de la NSU, y la desilusión que se llevó fue mayor; notaba que en los jueces y el jurado la atención siempre se desviaba hacia los inmigrantes, hacia sus prácticas y costumbres, pequeños actos de micro fascismo que definían un sistema judicial podrido en su estructura ideológica. Sin embargo, le llevó un tiempo encontrar una forma posible para su película. No quería ponerla en la perspectiva de las víctimas turcas de los atentados. Le parecía que en esas historias había un nudo para un thriller. Movió entonces el eje del relato, y lo apoyó sobre el hombro de su actriz. Diane Kruger se mete en la piel de Katja Sekerci, una típica ciudadana alemana de clase media (media baja, media punk) que se casa con un turco que termina de cumplir su condena por vender drogas en las calles de Berlín. A los pocos minutos de empezar la película, Katja está casada con Nuri Sekerci quien regentea una oficina de asistencia a inmigrantes turcos (estudió Administración en la Cárcel) y tienen un hijo. En seguida, el marido y el hijo son las únicas dos víctimas de un acto terrorista. Hacer un thriller implica llevar adelante decisiones narrativas implacables que definen y redefinen cada minuto de la película, como en un laberinto. Pero a Akin no le interesa dar giros en la trama, sino perseguir sin violentar el deseo que le dicta su personaje. Divide la película en tres partes claras, una primera de debacle personal, una segunda de debacle judicial (quizás la menos lograda del film) y una tercera de toma de posición por mano propia. 

Antes de empezar el rodaje, Akin fue persuadido por diversas agrupaciones de frenar la producción, abandonar el proyecto, pasar a otra cosa. Envalentonada por un protagónico, Diane Kruger le dijo que no, que tenía hacerla, no podía dejar un proyecto que, no solo hablaba de los tiempos que corren en Alemania (y en Europa), sino, de refilón, de la vida en el barrio de Akin, su experiencia como hijo de inmigrantes. “El problema era ese, vincular el nazismo con una historia entretenida; cada vez que uno intenta hablar en una película sobre nazis o el Tercer Reich, surgen periodistas progres o críticos de cine que te meten el dedo en la llaga. Uno tiene que elegir el ángulo más verdadero para contar una historia así. Y para eso, tenía que estar muy seguro de mí mismo. Yo quería contar una historia que hablara del nazismo y la turcofobia con herramientas del cine masivo para que el mensaje llegara claro y preciso a más gente; que, a pesar de tantos años, el nazismo en Alemania sigue tan vivo como hace un siglo”.