En la vitrina de los dachshunds, más familiarmente perros salchicha, y los bulldog francés, se ha desparramado la infancia: dos cachorros regordetes intentan cazar su propia cola, otro hace equilibrio sobre sus patas traseras, dos tironean del extremo de una correa, uno más grandecito ensaya la mirada suplicante. En el exhibidor contiguo, la parsimonia del san bernardo parece desaprobar todo el asunto y espera mansamente que una avalancha de nieve arrastre a algún esquiador y lo arranque del letargo. Son 230 perros. Más precisamente, 230 porcelanas europeas de principios del siglo XX que representan perros de varias razas –galgos, dachshunds, bulldogs, collies, san bernardo, pugdogs, pequineses, terriers– y en diversas actitudes que van de la caza y la pose estoica al hedonismo y el aburrimiento. Las manufacturas; excelsas: la alemana Royal Nymphenburg, la danesa Royal Copenhagen, Rörstrand (Suecia), Langlade (Francia), Friedrich Goldscheider (Imperio Austro-húngaro), Royal Worcester (Inglaterra), la alemana Meissen (la primera porcelana fabricada en Europa), entre otras. La colección fue donada al Museo Nacional de Arte Decorativo por Juan Carlos Rodríguez Pividal, quien adquirió las porcelanas animalistas en sucursales parisinas. Y bien caro le salieron: como prueba se exhiben los recibos de compra y documentación que avala la estirpe, del perro y de la pieza. Perros sueltos en el museo, además de ser una muestra exquisita, se anuncia como la primera muestra “dog friendly” del país, es decir, el público puede asistir con sus perros particulares, aparcarlos en derredor del palacio donde se han dispuesto bebederos o bien ingresar con ellos a las salas y pasear displicentemente entre las vitrinas que emiten el brillo cansino de una suntuosidad pasada.
Neotenia y sentimiento
Dice Temple Grandin, cuyo autismo le permitió una empatía asombrosa con la sensibilidad animal desplegada en su maravilloso libro Interpretar a los animales, que el problema de los perros es que son eternos niños. Los seres humanos neotenizan a los perros, es decir, los crían para que no maduren nunca. De alguna forma, el perro es un lobo estropeado por el hombre. Si bien algunos perros conservan su pretérita lógica lobuna más que otros, todos tienen el desarrollo emocional y conductual de un lobezno de treinta días o incluso menos. En su proceso de aniñamiento el perro ha perdido una de las armas más preciadas del lobo: la mirada fija (no le pasó lo mismo al gato, que sabe todavía afilar la mirada hasta la médula del odio o petrificarla en un limbo vedado al humano). A diferencia de su ancestro, el perro ya no es capaz de fulminar con la mirada. Como compensación, ha desarrollado un espectro expresivo amplio y convincente: la mirada implorante, la mirada culposa, la mirada festiva, la mirada lánguida, la resignada, la esperanzada y un largo etcétera, que le ha permitido comunicarse con el hombre en un mismo código histriónico. La doctora Goodwin descubrió que el único perro doméstico que puede lanzar una mirada fija es el perro esquimal, genéticamente el más cercano al lobo adulto. El chihuahua en cambio, es de entre los perros el que padece una neotenia de las más agudas: su desarrollo emocional no pasa de un lobezno de 20 días. Fue quizás esa humanización del perro la que llevó a los artistas a interesarse en el asunto, pues si se capta al perro se capta al hombre, específicamente, la capacidad del hombre de modelar la naturaleza salvaje a su imagen y semejanza. Se llamó animalier al artista especializado en la representación realista de animales, su apogeo fue en el siglo XIX y las disciplinas preferidas la pintura y la escultura. Esta última, con la posibilidad de fabricación en serie, popularizó la tenencia y las estatuillas entraron también a las capas medias de la sociedad. Antoine-Louis Barye, con sus escenas de romanticismo feroz –tigres devorando antílopes, serpientes contorsionándose como un Laocoonte bajo la garra del león– fue el más famoso de ellos. El Museo Nacional de Bellas Artes tiene varias piezas suyas. Lejos de la torsión romántica de Barye, sus escorzos y gesticulación bestial, las porcelanas perrunas del Museo de Arte Decorativo poseen una delicadeza y cercanía afectiva que hace temblar. Se puede ver a los paseantes de la muestra esbozando sonrisas tiernas, conmiserativas, se los puede ver divertidos, burlándose del bulldog inglés al que la Royal Copenhagen otorgó un inquietante parecido a la enana de las Meninas de Velázquez. A veces los visitantes se estacionan ante un perro, añorantes de una mascota que pasó a mejor vida, o se ponen a escudriñar parecidos (“es como Sultán viste, igualito… ¿aquél no se parece al perro de la tía Berta?.. Ay, yo quiero uno así, mirá cómo se para elegante, no como nuestro Pepe…”). Y la cercanía se estrecha porque a nadie le importa demasiado la estirpe ni la firma, a tal punto el gesto preciso del bicho, un naturalismo sentimental y traslúcido, echa por tierra linajes y pone en escena una de las más colonizadoras actitudes humanas: la mascotización.
Misterio y porcelana
Pliegues sinuosos, pelajes suaves o escarpados, superficies de brillo jabonoso; la morfología perruna se balancea dúctil en la técnica de la porcelana y logra un realismo extraterrenal. Estos perros parecen habitar un universo ensimismado; si la fauna representada es la más doméstica, la más entrañable al hombre, su resolución técnica las sustrae de nuestra cotidianidad para enfrentarnos al enigma. Es tal vez esta situación paradojal la que inquieta en la exhibición, después de todo, por más humanizado que esté el animal, por más que le neguemos –bienintencionada pero negación al fin–, su condición de sensibilidad otra, ella está ahí, palpitando bajo el disfraz. “Quien se rehúsa a la visión de un bicho tiene miedo de sí mismo”, escribía Clarice Lispector. “Yo no humanizo a los bichos, creo que es una ofensa –hay que respetarles la naturaleza– soy yo quien me animalizo”, seguía. Y justamente por la vía de la animalización es que se echó luz sobre la conducta y sentir animal. Konrad Lorenz, el padre de la etología, definió como impronta o troquelado el proceso por el cual la cría queda prendada del primer adulto que ande cerca, así no sea de la misma especie. El Nobel austríaco lo probó con una camada de gansos recién nacidos, que sustrajo a la madre, se disfrazó de gansa, y esperó. Los pequeños ánades no tardaron en adoptarlo como madre, lo seguían a todas partes. Dian Fossey convivió con los gorilas durante 22 años para llegar a comprenderlos. Aprendió incluso a imitar su comportamiento. Fue asesinada por un cazador furtivo de gorilas y su cuerpo fue enterrado en Karisoke, un cementerio de gorilas que ella misma había construido. El protagonista de Grizzly Man, el documental de Werner Herzog, en cambio, no entendió nada: se fue a vivir a Alaska con los osos absolutamente convencido de que eran sus amigos, peluches gigantes retozando en el río. Fue devorado por uno de ellos.
Aquí en el museo, frente a las vitrinas que enumeran dos centenares de estatuillas de perros clasificados por raza y manufactura, donde si algo brilla por su ausencia es la ferocidad (salvo un par de excepciones, como la porcelana esmaltada que representa a un perro boloñés con ojos desorbitados y cabellera flamígera o las piezas de la Royal Doulton Flambé, un rojo profundo e increíble al que llamaban “sangre de buey”, carne viva esmaltada) uno no puede dejar de preguntarse si el arte no funciona a veces como un esmerado proceso de domesticación. Perros sueltos en el museo. Para ir de una sala a otra sólo tenemos que seguir las huellas de perro ploteadas en piso y pared. Nunca estuvo menos suelto un perro.
Perros sueltos en el museo: 230 porcelanas europeas/ c.1910 en el Museo Nacional de Arte Decorativo, Av del Libertador 1902, se puede visitar hasta el 18 de marzo de martes a domingo de 12.30 a 19.