El 11 de noviembre del 2018 se cumplirán cien años de la firma del armisticio que dio por finalizada la Primera Guerra Mundial. El poeta Guillaume Apollinaire, que combatió en las trincheras, escribió: “No lloréis por los horrores de la guerra/ antes de ella sólo teníamos la superficie de la tierra y los mares/ después de ella tendremos los abismos…” Firmado el tratado de paz de Versailles, llegó el momento de hundir los ojos en ese abismo abierto durante cuatro años de implacable carnicería.
Un siglo después ese abismo aún sigue vomitando restos humanos. En julio del 2010, sin ir más lejos, se inauguró un nuevo cementerio militar para dar sepultura a 250 soldados australianos, muertos durante la batalla de Fromelles. Este sigue los mismos lineamientos dictados por la IWGC (Imperial War Graves Comission) en enero de 1918.
Las necrópolis edificadas por los países beligerantes guardan entre sí ciertas similitudes, pero es sobre todo en sus diferencias donde se puede constatar la voluntad de resaltar una identidad nacional que, incluso en la muerte, debía ser respetada a ultranza.
Modelos mortuorios para el futuro
La existencia de estos cementerios, en donde cruces o lápidas se alinean en el espacio como regimientos en formación, nos parece hoy una evidencia. Sin embargo, en 1914, cuando aún se creía en una campaña expeditiva, nadie había abordado el problema de cómo enterrar y recordar a los caídos. El reglamento interior del ejército francés, por ejemplo, prescribía la procaz fosa común para los soldados; sólo los oficiales tenían derecho a una tumba individual.
En medio del caos y la violencia de una guerra que dio origen a las más eficaces y siniestras tecnologías de aniquilación, los cementerios improvisados en la retaguardia crecían más o menos en desorden, pero a una velocidad prodigiosa. En su Diario de guerra, Ernst Jünger anota, el 5 de marzo de 1917: Quise enterrar al alferez Stokes detrás de mi segunda línea de trincheras y para ello había mandado hacer una cruz de maderos de la galería, pero ya anochecido sonó el teléfono y el batallón pidió el muerto para enterrarlo en retaguardia. Este tipo de caso estaba lejos de ser excepcional. ¿Pero cuántos miles no habrán sido reclamados para ser inhumados en la retaguardia? La velocidad con que debía enterrarse a los muertos, amenazados como estaban de uno y otro lado por los bombardeos constantes del enemigo, el invisible peligro de francotiradores, el trabajo carnívoro de las ratas y los hedores de la putrefacción, debe haber dado lugar a olvidos e impericias de todo tipo. Por otra parte, y debido al carácter inestable del frente, los cementerios eran asiduamente bombardeados, volviendo a regurgitar sus despojos; estos restos, en el mejor de los casos, eran enterrados nuevamente, aunque ya sin el consuelo de un nombre: borrados de la faz de la tierra por segunda vez, y de manera definitiva. Consideremos entonces la tétrica dificultad de reagrupar, una vez finalizada la guerra, los cuerpos enterrados en estas necrópolis de fortuna.
En su novela Los muertos de nuestras guerras, el escritor argentino Federico Lorenz recrea este momento de la historia y nos presenta el personaje del capitán Llwyfen, hijo de galeses nacido en la Patagonia, quien recorre los campos de Flandes para exhumar, identificar y sepultar a los soldados en los nuevos cementerios militares en construcción. Otra novela, Au revoir là-haut, del francés Pierre Lemaitre, se hace eco de ciertos negociados y estafas cometidos por algunos contratistas en detrimento del Estado francés, en relación a la construcción de cementerios militares y el traslado de los cuerpos a los mismos. No olvidemos que este inmenso esfuerzo de memoria dio también origen a una lucrativa industria.
Las disposiciones a nivel administrativo, arquitectónico y paisajístico adoptadas por cada nación para la construcción de sus necrópolis militares fueron, desde luego, muy distintas. Para empezar, cada país debía responder a preguntas tan elementales como las siguientes: ¿quién tenía derecho a ser enterrado en dichos cementerios? ¿Sólo los caídos en el frente? ¿Qué hacer con los que habían fallecido en algún hospital de la retaguardia? ¿Cómo enterrar los cadáveres no identificados pero que aún conservaban forma humana? ¿Y los otros, aquellos triturados por la furia criminal de los obuses? ¿Qué se debía hacer con un cuerpo sin nombre, qué con un nombre sin cuerpo?
Asimismo, también tuvieron que resolverse otras cuestiones tanto o más delicadas. Muchos solicitaban la exhumación de sus seres queridos, enterrados demasiado lejos de sus familias, lo que generó, al menos en Francia, un macabro comercio clandestino. Por tal motivo fue finalmente inevitable que cada país adoptara una legislación al respecto.
Las respuestas a estas y otras preguntas de orden político, religioso y hasta escenográfico modelaron el espacio del cementerio militar del siglo XX.
Los constructores de cementerios
Tal como señalábamos previamente, una de las primeras decisiones a tomar fue qué muertos serían inhumados en estos cementerios. La respuesta fue: aquellos caídos en el frente. Pero incluso éstos no conforman un grupo homogéneo. Dentro del mismo podemos distinguir, según la clasificación británica, caídos en acción o desaparecidos. Dicho de otra manera: cuerpos con nombre y nombres sin cuerpo.
Franceses y alemanes decidieron enterrar en tumbas individuales sólo los cuerpos que podían ser identificados con un nombre. El resto fue a parar al osario común, como el de Douaumont, un monumento erigido a la memoria de los caídos en la batalla de Verdun, donde yacen los huesos de 130.000 soldados desconocidos. El osario es un edificio de aspecto lúgubre, de 130 metros de largo, de cuyo centro emerge una torre de 46 metros de altura con forma de bala de obús. Dicha torre, rematada por una campana de bronce, es también una linterna, compuesta por cuatro luces giratorias, blancas y rojas que, de noche, iluminan el cercano campo de batalla: un faro para los muertos.
El proyecto inicial del Estado francés, que había previsto inscribir los nombres de todos los muertos por la Patria en un registro que sería depositado en el Panteón, no prosperó. Finalmente, cada comuna se encargó de erigir distintos monumentos a la memoria de sus soldados: placas conmemorativas con los nombres de los caídos oriundos del lugar decoran las iglesias, y también se adoptaron estelas, obeliscos y hasta esculturas de soldados con su impedimenta. Todos estos recordatorios pueden verse hoy en cada ciudad y pueblo de Francia.
En líneas generales, puede decirse que la República Francesa fue extremadamente sobria y ahorrativa a la hora de construir las necrópolis para sus soldados. Además de las severas normas a respetar, una ley de 1927 prohibía toda ornamentación. Los únicos edificios permitidos dentro del lugar eran un depósito de herramientas, un monumento porta coronas en forma de estela y el mástil central donde flamea la bandera tricolor. En cuanto al marcado de las tumbas, las cruces latinas son mayoría, pero también se establecieron lápidas para musulmanes, israelitas y ateos (Francia fue así el único país en admitir que un soldado pudiera no pertenecer a ninguna confesión). Hubo que esperar hasta 1931 para que, inspirados por el ejemplo británico, los franceses aceptaran embellecer sus cementerios militares.
Los ingleses, además de ser los primeros en reflexionar y definir un marco legal para organizar estos sitios de memoria, tuvieron una idea más vasta y quizás más generosa a la hora de sepultar y recordar a aquellos que dieron su vida en la guerra. La IWCG (Imperial War Graves Comission, más tarde conocida como CWGC, Commonwealth War Graves Comission) fue fundada en 1917, durante el transcurso de la guerra, por el mayor general Fabian Ware. La IWGC decidió dar una tumba individual a todos los soldados, identificados o no, siempre y cuando conservaran forma humana. A los que no era posible reconocer se los enterró bajo el lema “Known unto God” (Solo conocido por Dios), fórmula propuesta por el escritor Rudyard Kipling, cuyo único hijo fue reportado desaparecido durante la batalla de Loos, en septiembre de 1915. Kipling propuso también otro epitafio: “Sus nombres vivirán por siempre”, palabras que decoran los memoriales ingleses. Grabar en la piedra los nombres de todos los muertos, existiera o no un cuerpo a enterrar, era esencial para la idiosincracia británica. Algunos de estos memoriales se encuentran en el interior mismo de las necrópolis, como el de Thiepval, donde pueden leerse 72.000 nombres.
Desde el momento mismo de su creación, la IWGC tuvo en cuenta los aspectos arquitectónicos y paisajísticos de sus futuros cementerios. En 1917 Ware convocó arquitectos como Edwin Lutyens, Reginald Bloomfield y Herbert Baker, así como también al paisajista Gertrude Jekill. Las lápidas blancas, de bordes redondeados, donde aparece el nombre, el grado, las insignias del regimiento al que pertenecía el muerto, la fecha del deceso, el símbolo religioso de la confesión a la que pertenecía y algunas líneas a disposición de las familias, no responde sólo a un criterio de uniformidad sino también de espacio, ya que había que asentar estas informaciones consideradas imprescindibles. Asimismo, se planificaron ornamentaciones florales y dos monumentos: una estela conmemorativa y una cruz del sacrificio.
El de los vencidos constituye un caso diferente. Los cementerios alemanes fueron construidos en el transcurso de la guerra, detrás de sus líneas, y abandonados luego al cuidado de los vencedores. Si los franceses habían sido ahorrativos con sus propios muertos, con sus enemigos lo fueron todavía más. En muchos casos puede encontarse dos, cuatro y hasta ocho muertos por tumba. El cementerio militar alemán sigue la idea medieval y nórdica del “Bosque de los héroes”, teorizada en 1915 por el paisajista Willy Lange: plantar un roble en la tumba de cada soldado. Este concepto no llegó a concretarse, pero los cementerios alemanes se caracterizan por ser boscosos, en contraposición a los franceses, donde los árboles estuvieron proscriptos durante mucho tiempo. Recién en 1966, los antiguos enemigos firmaron un acuerdo oficial; desde entonces, es la Volksbund Deutscher Kriegsgräberfürsorge (Organización Alemana para la Conservación de Cementerios de los Caídos en Guerra) la que se encarga de sus necrópolis.
Sólo en Francia existen un total de 5553 necrópolis y parcelas militares que guardan los restos de 2.069.813 soldados de diversas nacionalidades. En los campos donde se combatió se siguen encontrando proyectiles y restos humanos. Las profundas cicatrices dejadas por las trincheras y los obuses son todavía visibles; al igual que estos disciplinados cementerios, ni siquiera el tiempo transcurrido ha logrado volverlos más soportables al ojo humano.
En 1916, Guillaume Apollinaire fue herido en la cabeza por una esquirla de obus, pero murió en París, unos años después, a causa de la gripe española. Así pudo escapar, in extremis, a una de esas austeras y estrechas tumbas militares financiadas por la Républica.
Distinto es el caso del poeta inglés Wilfred Owen, muerto en 1918, a los 25 años, una semana antes del armisticio, y enterrado en el cementerio militar de Ors. Owen escribió: “Sobre todo no estoy preocupado por la Poesía. Me ocupo de la Guerra, y de la pena de la Guerra. La Poesía está en la pena.”