A Tomás Eloy Martínez,
con toda mi admiración y cariño
Las doce horas en colectivo habían sido espesas, y al amanecer la brisa fresca del mar se coló por las ventanillas entreabiertas y el murmullo de los pasajeros se volvió dificil de olvidar, y era absurdo preguntar si el trayecto era el correcto. Atrás quedaban las casas bajas con un pequeño jardín envolviéndolas, las estaciones del ferrocarril construidas a finales del siglo XIX, pobladas de ladrillos vistos y techos a dos aguas de colores pardos, los pocos vecinos que caminaban en una dirección y algunos (la mayoría) con una bolsa de nylon en la mano, tal vez para comprar el pan o un poco de verdura para el almuerzo. Eran las doce y cuarto del mediodía, y apenas pisé la arenilla de las calles contrapuestas sentí que volvía a nacer de nuevo. No me extrañó esa sensación conformista, atávica, sino el momento que la rodeaba: un aljibe en medio de la calle de tierra, una parra deshilachada cubriendo la única mesa de madera a rayas que quedaba en la intemperie de un calor sofocante y soñoliento.
Crucé la angosta calle de tierra y pregunté en un almacén dónde podía encontrar la dirección de la casa que estaba buscando. Habían pasado diez años pero temía, injustamente, de que fuera más tiempo, o de que mi recuerdo se desvaneciera no bien intentase recorrer su tiempo. Pero cuando más tarde caminé por una una pendiente que me llevaría hasta la plaza principal vi a unos chicos que jugaban a la pelota frente a un basural, y comprendí que si me aferraba a esa idea me sería imposible volver atrás.
El almacenero me escribió la dirección en un papel porque hablaba una lengua intransitable, y cuando le agradecí su buen gesto me explicó que su mujer había preparado tallarines caseros. Era un hombre delgado, bajito, de unos setenta años, con el pelo liso que le cubría la frente y parte de las orejas. Lo miré a los ojos, y le pregunté en qué año se había pintado el cuadro que colgaba a su espalda. En efecto, a un costado, detrás del estante rectangular y ligeramente opacado por botellas de jerez, colgaba un cuadro con ribetes de oro. Era un cuadro de otro tiempo, o esa impresión brotaba de la tela gastada, aunque lo cruzaban líneas verdes y azules, y trazos más gruesos y anchos que marcaban indistintamente lo que parecía ser una casa o una taberna anclada en la nada.
‑Ah, sí -dijo con una voz incandescente‑. Lo pintó el hermano de mi esposa hace muchos años. No recuerdo cuándo.
De pronto comprendí por qué sentía prisa. El almacenero se quedó callado unos segundos, como si quisiera reincidir en algún gesto, y después recordó que la casa que buscaba era de un hombre que sabía venir algunas mañanas, algo tímido, con un acento provinciano. Doblé el papel en dos mitades, y me atreví a comentarle que hacía varios días que no respetaba la hora del almuerzo. El hombre sonrió y repitió "sí", "sí", "sí" al menos tres veces, y me explicó que en un cuarto contiguo había una cama y un placar con perchas y cajones revestidos con un hule floreado. Supuse que comerían en la misma mesa y a la misma hora prefijada, pero no dije nada, y él pareció aceptarlo como una respuesta dada, y aunque me era agradable conversar de cosas dispares le alcancé mi mano y me estrechó la suya asegurándome que llegaría sin darme cuenta, justo como él lo había indicado y ahora agregaba sus señas para que no las olvide en el camino.
Recuerdo que caminé durante un tiempo inexorable, imbuido por los nombres sujetados a los postes amarronados, creyendo en la intimidad de esa caligrafía enjuta y estrafalaria, Celicia, Algaramía, Cilente de Henrares, Geriza, Tiniza o Aridia, mujeres que se erguían en las esquinas vacías tras cruzar una manzana larguísima, ajustada por lunetas de barro amasado, viscoso, ancho y negro como las baldosas de las veredas desprolijas.
Yo lo había visto una vez en la sala de un teatro recientemente acondicionado, y lo había escuchado con el asombro de mi admiración y el entusiasmo de preguntas que ideaba y no me animé a planteárselas una hora más tarde. Estaba sentado frente a un escritorio mediano, estrecho pero cómodo, con algunos libros apilados en el extremo izquierdo de una madera sin manchas, y acompañado por otro periodista que ensayaba conjeturas mientras los temas avanzaban. No recuerdo cuántos años tenía o tenía yo para que más tarde no encontrase palabras para describir el caudal de su voz pausada y metódica. Sin embargo, puedo verlo, una y otra vez desde la penúltima fila en la que estoy sentado, una butaca celeste que los estudiantes advenedizos acorralaron junto a los escalones alfombrados del más ancho de los pasillos. Recuerdo el silencio de un auditorio subyugado, y la voz vacilante de una nena que muy cerca del escenario le exigía a su madre confirmar lo que ella misma le había prometido a su hermano la semana pasada. Me distraje amparado por las voces que susurraron algún comentario innecesario, y lo seguí haciendo ilusionado con la naturalidad de una respuesta que también ella se ausentaba.
Cuando llegué a una casa cercada por libustros y un naranjo que apenas se insinuaba, me di cuenta de lo que me había dicho su secretaria una noche que imploraba no escuchar su voz en el contestador automático. Era esa, la puerta de madera con un alambre retorcido que dejaba ver el pasto cortado. Toqué el timbre y esperé. Creía que no iba a sentir el mismo desconcierto, la certeza de que conocer la intimidad de la persona que tanto admiraba implicaba aceptar la cara de una moneda que me tentaba y me hacía estar callado. Estuve con esa ambigüedad un buen rato, esperando verlo por los mosaicos blancos, prefiriendo el tiempo que se demoraba al ras de una tierra desprejuiciada. A los cinco minutos salió, diez, quince, no me importó la torpeza de un instrumento que lo atestiguara, y desde un techo colonial que salpicaba una sombra opaca nombró mi nombre y me dijo que pasara.
Entramos a una sala fresca indiferente al calor de la calle, con objetos de colores, blancos y negros sobre unos estantes, y una lámpara de pie apagada, y los zócalos de madera que se estiraban sobre el yeso blanco. Él caminaba despacio, esperando con una mirada que lo alcance. Pasamos por el comedor y me contó que la noche anterior había cenado con unos amigos que venían al pueblo todos los veranos. No dijo mucho más. Solo la consideración que siempre tenían para dejar todo limpio y ordenado. Todo seguía en su lugar, la computadora arriba del escritorio en un cuarto no muy grande, los almohadones en los sillones con la forma primitiva o despojada que proyectaban. Me preguntó la edad, y cuando le respondí me dijo que a veces podía coincidir con un papel que la registrara. No logré entender ese momento fortuito o intencionado. Sus libros estaban ahí, eran la presencia viva de lo que él había buscado. Me acordé de lo que el personaje de una película le dice al dueño del buffet donde trabaja como abogado, y lo que aquel le responde para que comprenda que las leyes también habían servido para permitir que algo pudiese ser expresado. Él me preguntó si podía haber alguna diferencia entre aquel soldado que se encerraba en un cuarto e imploraba poder no pensar con el temor que sentían los antiguos ante una gramática que no pudiese abarcar todo lo que pensaban. Después me dijo que ahí (en un sillón debajo de la galería y frente a un patio) solía ver el amanecer algunas mañanas. Le gustaba. Le gustaba apreciar el comienzo del día y los sonidos que lo habitaban. Como su paciencia, su tolerancia, esos sonidos iban y venían sin mostrarse demasiado. Estaban y volvían a estar cuando entrara a su casa y su atención se la llevase el libro que hacía meses había comenzado.
Encendió el ventilador, y me dijo que me sentara que enseguida volvía con dos tazas de café. Me senté y vi la heladera y los sifones de soda junto a la mesada. Dijo algo sin levantar la voz, como si los objetos le resultaran indiferentes o no le recordaran la medida de quienes los habían creado. e inmediatamente después escuché la impresión que le había dejado la conversación con un vecino esa mañana. El cuarto, el brillo grisaceo de la ventana, era imposible intuir lo que el patio dejaba. Volvió con las tazas y las apoyó en el escritorio, y se sentó en la silla de la computadora. Le pregunté si reservaba algún momento del día para escuchar música, o si la disfrutaba mientras hacía otras cosas. Me dijo que cuando era muy joven solía pasar horas con las obras de compositores que lo conmovían. Que el mundo cabía en esas emociones mientras el tiempo era un capricho que las devoraba. Sonrió, y miró la pantalla, la pared enyesada, el aire que revotaba. Pensé que en ese espacio compartido podía sentir la gracia de haber existido. Pero no lo dije. No me atreví a decírselo. Era algo tan íntimo que parecía desconocer la presencia de alguien querido.
Estiró las piernas y se llevó la taza. Por el respaldar de la silla pude ver las letras que señaló con el dedo índice como si fuesen un regalo. Lo escuché. Otra vez. Su voz, su acento que bajaba y subía y volvía a suspender lo que me entusiasmaba. Creí que ya lo había escuchado, o que lo había leído y que tal vez nunca lo había imaginado. Abrió el libro, con las mismas letras y el mismo color azabache, oraciones sueltas en hojas apretadas. Tenía diecisiete años, y lo que veía era todo y no se parecía a nada. Pensamientos, reflexiones, pausas, desconocimiento, recuerdos despojados del tiempo, esas hojas marcaban las páginas que releía todas las semanas. Pensé en mi obsesión incrédula, en las míticas preguntas que intentaba responder para considerar a los pensamientos tan concretos como la abstracción de los planteos matemáticos. Juntó las hojas, y las guardó debajo de la tapa. Las manos eran más claras que el sol de media mañana. La camisa, el pantalón pinzado, la línea curva de los zapatos, estaban ahí. No necesitaba nombrar lo que cualquier palabra aparentaba.