Poder acceder a la vida de un poeta, una biografía exhaustiva sobre un hacedor de versos, siempre resulta apasionante. El lector conoce el itinerario de trabajo del poeta; asiste al laboratorio privado que fueron sus días. Más aún cuando se trata de la primera biografia escrita sobre un poeta chileno de culto, como lo fue Rodrigo Lira (1949-81). En una edición a cargo de Leila Guerriero, para la Colección Vidas Ajenas de la Universidad Diego Portales, el periodista Roberto Careaga nos brinda esa posibilidad: conocer a uno de los poetas latinoamericanos que mejor ha sabido poner en tensión el lenguaje. Su enfermedad, su obra contradictoria y su suicidio a los 32 años ayudaron a alimentar la figura de un extravagante, un poeta maldito y complejo, que se ganó un lugar entre las figuras míticas de las letras chilenas convirtiéndose en autor legendario.
La biografía de Careaga busca organizar esa vida atravesada por duras internaciones psiquiátricas, y pone en primer plano, muchos de sus mejores poemas como fragmentos de una vida profundamente existencial. Porque Lira vivía en carne propia casi todo lo que escribía. Sus frustraciones amorosas, su dificil inserción en el mundo. Su problema al no encontrar un trabajo sustentable. Buena parte de su lírica se construye a través de un tono confesional. Y aquí algo importante por aclarar. Durante su corta pero intensa vida, se mantuvo ambivalente en el rótulo de poesía. Paradójicamente lo resistía. Él siempre se encontraba escribiendo algo que no se decidía a llamar poesía. Hay varios misterios que quedan por resolverse. No en vano, el biógrafo sigue las pistas perdidas de Lira como si se tratara de un enigma policial.
¿Pero por qué zonas gravita la poesía de Rodrigo Lira? Ante todo, su programa atenta contra la vanidad de las vacas sagradas, la solemnidad de la poesía “seria”. De Neruda a Mistral, pasando por la generación del 38, los surrealistas de La Mandrágora (especialmente Braulio Arenas) y la poesía lárica (Cárdenas-Teillier); incluso, claro, la obra de Raúl Zúrita, blanco de muchos de sus mejores instantes poéticos. “Angustioso caso de soltería”, “Grecia 907, 1975”, “doQ.mentos del antayer Q.atro gatos.s”, “Ela, Elle, Ella, She, Lei, Sie”, o “Es Ti Pi”, aquel poema trágico disfrazado de un juego lingüístico, son claros ejemplos de poemas donde su huella está siempre presente. Esa tensión desbocada que amenaza toda su escritura. Intensos e insistentes laberintos de mayúsculas, cursivas, paréntesis, comillas, notas, símbolos. Versos fracturados, derivativos y retorcidos que bien podrían ser una extensión de su odiosa enfermedad: la esquizofrenia hebefrénica que le habían diagnosticado.
Nacido en una familia adinerada, tuvo una educación respetable. Sin ir más lejos, fue compañero de curso, en el Colegio Verbo Divino, del actual presidente reelecto de Chile, Sebastián Piñera Echenique. Sin embargo algo desde su adolescencia lo hacía distinto al resto. “Creo que descubrió muy tempranamente la incertidumbre y el sin sentido”, dice en otro pasaje de esta biografía el cineasta y amigo Carlos Flores. Lira era disruptivo y al mismo tiempo, lateral. Intentó exploraciones espirituales, probó LSD, se hizo un melómano de vanguardia. Las anécdotas son numerosas, y compiladas a través de decenas de entrevistas realizadas por Careaga durante siete años de intensa investigación. Y está también, acaso más importante que ninguna otra, la palabra de su madre, Elisa Canguilhem, quien tanto hizo por su hijo (gracias a ella se publicó póstumamente, en 1984, su Proyecto de obras completas), Antonio de la Fuente y, desde luego, el testimonio de Roberto Merino, hoy, uno de los mayores cronistas latinoamericanos en actividad.
Lira tuvo la desdicha de vivir y escribir su hiperculturosa producción poética durante la larga dictadura de Pinochet (1973-90). Época oscura en la que sus textos –algunos, muy pocos– aparecían en pequeñas revistas, circulando, casi siempre, a través de fotocopias. Así, su poesía se desarrolló en la semi-clandestinidad. Sus intervenciones eran muy artesanales, él mismo se encargaba de diseñar, tipear, fotocopiar y distribuir sus poemas. Eran verdaderos fanzines o plaquettes, artesanales y urgentes.
Como Nicanor Parra, aunque más histriónico, Lira ayuda a combatir los fantasmas de la hipocresía. La impostura de lo solemne. Quiebra la continuidad de una tradición poética enmarcada en la opresión objetiva de la entonces dictadura pinochetista y produce una síntesis más radical y de vanguardia. Era un desaforado al punto de incomodar. Admiraba hasta el plagio a Kerouac, y un obseso confeso de la obra de Enrique Lihn, acaso, su mayor influencia entre los poetas chilenos que frecuentaba. De este último, trabajó durante cinco años en la más retórica y artificiosa novela suya: La orquesta de cristal. Lo que hizo fue una nueva reedición desmembrando la original, agregándole nuevas partes: completamente corregida. Por desgracia se ha perdido, pero rescatamos en esa intervención, atisbos de su ars poética: homenaje, apropiación y burla.
Físicamente, y como relata Careaga, tenía un look particular, ligeramente anticuado. Un estilo perfectamente extraño. Verlo en fotografías desconcierta pero, en los textos, nada envejece. No hay impostura en la cadencia de sus versos. Se construye a medida que se lee. Sílaba a sílaba. Nada pareciera estar fuera de lugar. Estira tanto las posibilidades fonéticas de las palabras que las vuelve, por momentos, ilegibles. La suya es una operatoria deliberada de extremar las estrategias poéticas: las enriquece.
Lira puede, después de todo, ser cronológicamente “el último poeta de Chile” (Bolaño dixit), y uno de los primeros de la lengua castellana de los últimos tiempos.