El viejo ha pasado los ochenta, tiene el poco pelo revuelto y la barba larga, desprolija y desflecada. Con su aspecto de ermitaño, o de hippie anciano, escribe a mano, siempre ha escrito a mano, y se resiste a la tecnología: “Parece que Facebook existe para acabar con la amistad”, escribe Donald Hall (1928). “Los mails y los mensajes de texto están acabando con las oficinas de correos. Amazon destripa las librerías. La tecnología avanza a gran velocidad, lo que hace que pueda avanzar más rápido cada vez”. Y sentencia: “El arte duerme la siesta”. Así como puede ser cierta su crítica a la velocidad que, según Paul Virilio, engendra la desaparición, también es cierto que el viejo deplora su lentitud de octogenario. Hall lo declara sin vueltas: “La vejez es una galaxia desconocida de la que nunca sabemos qué nos va a deparar. Es una galaxia ajena, extraterrestre, y los viejos son formas apartadas de la vida”, escribe más tarde en sus Ensayos después de los ochenta, todavía resistiendo a las calamidades cotidianas de la edad. No se trata sólo del dolor físico, los achaques, sino de la sensación de ser un incordio para todos en todas partes y, en particular, para uno mismo con su andador y su dentadura postiza. A modo de autobiografía, coloquial y zumbón, sus ensayos conmueven al entrarle con todo el cuerpo, aún vacilante, como perdido, a un motivo que puede resultar perturbador en una sociedad, como la actual, que ha convertido en modelo ideológico la eterna juventud.
“Cuando dejé de escribir poemas, más o menos por el 2010, sentí alivio. Aprecié que iban disminuyendo en calidad al mismo tiempo que lo hacía mi testosterona. ¿Cuántos buenos poemas han sido escritos por octogenarios?”. Resignándose al paso del tiempo y al deterioro, Hall se había sentado a mirar la nieve por la ventana de su casa y se acumulaba en el granero de su infancia, construido por su abuelo en 1865. Así de abúlico y a la espera del final se encontraba cuando una amiga lo convenció de escribir “Por la ventana”, un texto breve en prosa que publicaría en una tirada reducida. Más tarde el texto fue enviado a The New Yorker, revista de la que fue su primer editor de poesía, y pasó a integrar una serie de pequeños artículos de los que Ensayos después de los ochenta ofrece una selección.
“En esta casa hay camas donde nacieron bebés, donde los mismos bebés murieron ochenta años más tarde”, escribe Hall refiriéndose a su casa en New Hampshire, antigua granja familiar. El detalle no es superfluo ni jactancioso. Hall es un poeta de raigambre tan norteamericana como su venerado Robert Frost. Un progresista tibio, amante del baseball, respetuoso de las tradiciones aunque pueda relatar con añoranza los tiempos del alcohol, la marihuana, el amor libre, la oposición a Vietnam y la defensa de los derechos civiles. Apenas pudo librarse de la enseñanza de literatura, se recluyó con Jane Kenyon, su segunda esposa, ex alumna y veinte años menor, también poeta, en la finca rural. En un documental de Bill Moyer, “Una vida juntos”, se los ve escribiendo, caminando por la naturaleza, contemplando una laguna, y en la capilla del vecindario donde Hall hace la colecta de donaciones y luego lee sus poemas ante la grey. Pero no todo ha sido sosiego en la vida retirada de la pareja, una vida que se presentaba sin demasiadas aflicciones. Es cierto, que la diferencia de edad no fue un impedimento para la relación. Pero el riesgo de la muerte acechaba. Hall padeció un cáncer, fue operado, tratado y lo superó. Contra lo previsto, fue ella quien partió antes arrastrada por una leucemia. Y acá viene la parte más profunda y desgarradora de la producción poética de Hall. Without y La cama pintada, son los dos libros que recrean el amor, la pérdida y la desolación: “El deseo es el dolor/ que se ha dado vuelta en la cama/para mirar al otro lado”. Nada de autocompasión, cada uno de sus poemas horada en el duelo. Un ejemplo, el titulado “Silla plegable”: “La última vez que Jane se mostró en público/ fue en el funeral de nuestro primo/ Curtis, muerto con tres días/ en los brazos de su madre./ Yo llevaba una silla plegable/ y Jane se agarraba firme/ mientras cruzábamos por el hielo/ con el viento más frío del año/ hasta la tumba del niño./Jane se sentó tiritando, con lágrimas,/pálida y envuelta en abatimiento y lana./ Nuestros vecinos/ y nuestros primos nos saludaban con la cabeza,/nos sonreían y desviaban la mirada. Sabían/quién los iba a reunir allí la vez siguiente”.
Los recuerdos, como instantáneas, acuden a Hall siempre modulados en un tono coloquial, confidente, no exento de humor. “Antes era algo más rápido escribiendo prosa. Ahora encuentro más cosas con las que ser meticuloso. O la edad ha ralentizado mi capacidad de encontrar el vocablo exacto”, cuenta. Y afirma: “El mayor placer de escribir es corregir”. Un tramo interesante de sus ensayos es entonces cuando se detiene a meditar en el oficio de poeta: las aspiraciones, las veleidades, los rechazos y la tenacidad pese a todo.
Sin tomarse nunca del todo en serio la decrepitud, Hall ironiza sobre sus flojeras, descuidos, malestares, torpezas y siestas sin privarse de la picaresca, cómo seguir su vida erótica recurriendo a los circuitos poéticos en los que se recorta como monstruo sagrado. “A mi edad siento complacencia por la muerte”, apunta, “aunque algunas veces me causa tristeza pues todos estamos de acuerdo en que la muerte jode”.
A lo largo de estos ensayos Hall se detiene cada tanto en su trayectoria, la carrera literaria, cuya evocación implica, además de lauros, haber conocido innumerables celebridades: T. S. Eliot, Ezra Pound, Adrienne Rich, Sharon Olds, Robert Lowell, Marianne Moore, Robert Bly, Seamus Heaney son algunos de los nombres que configuran su elenco de notables. En USA los poetas suelen ser legión. Subvenciones, lecturas en campus, librerías y fundaciones los florean. No cabe duda que el financiamiento y la participación de interesados en la obtención de becas y galardones, a través del relato de Hall, tiene bastante de carácter deportivo. Si bien fue cercano a Carter y condecorado por Obama, entre sus recuerdos figura una anécdota que lo deja mal parado: la vez que, junto a una nutrida comitiva de escritores, fue invitado por Bush a la Casa Blanca. No supo –o no quiso– dejar de darle la mano al presidente. Kenyon, cuenta Hall, le prohibió tocarla al menos por una semana. Es que en su carrera literaria Hall ha sido constante y no paró, como si se tratara de un campeonato, hasta ser nombrado 14° poeta laureado del Congreso.
No obstante, en los ensayos es notable su esfuerzo en no tenerse lástima ni dar dar pena. Y lo consigue. Otra anécdota: en uno de esos agasajos que la Casa Blanca concede a personajes destacados del establishment cultural, Hall, en silla de ruedas, se encuentra con Philip Roth, otro legendario sobreviviente. “Hace cincuenta años que no te veía”, le dice Roth. “¿Cómo te va?”, le pregunta. “Sigo escribiendo”, le contesta Hall. Y Roth: “¿Y qué, hay más?”. Lo que hay, si es que puede haber más, concluye Hall, es la escritura de “lo que queda”, la conciencia de que “algún día, claro está, nadie se acordará de lo que yo me acuerdo ahora”. En tanto, parafraseando a Nabokov: “Habla, memoria”.