Hay artistas que supieron estar en el lugar y momento justo, y con su talento se encargaron de ayudar a definir los contornos, a darle espesor y sustancia al contenido. Y hay artistas que definieron ese lugar y momento, que crearon el contexto, que a través de una obra generada desde el instinto y sostenida con naturalidad y pasión, construyeron esa época y una épica. Los distintos. Los que llenan el escenario con su mera presencia, los que pronuncian una frase y dibujan el universo. Los que no necesitan más que la mención de su nombre para resumirlo todo.
Patti Smith.
Tiene 71 años, y acaba de sacar el micrófono de su pie y canta eso de que “soy una esclava y soy libre”, e interpela al público con lo de que “no vuelvas la espalda ahora, te estoy hablando a vos”, y la electricidad que campea en el Centro Cultural Kirchner es palpable y se comunica a la explanada exterior. Es “Pissing In A River”, claro, el corazón de Radio Ethiopia, una de esas canciones que define a la mujer que definió tantas cosas aun sin proponérselo. Es el punto más alto del show con el que Smith cerró su paso por el CCK de Buenos Aires, esta vez centrado en la música, aunque con Patti nunca se trata solo de música. La puerta de entrada al final de una velada inolvidable, que reserva un par de golpes más antes de la apoteósica despedida ante un auditorio de ojos mojados y sistema nervioso bien estimulado.
Con un acompañamiento delicado y sutil (Tony Shanahan, bastión en la guitarra, el piano y el bajo; Jimmy Rip en guitarra eléctrica; el cellista Patricio Villarejo, y Matías Sagreras en un órgano que solo por momentos pudo escucharse con claridad), Patti entregó una docena de canciones, pero sobre todo regaló una de esas vivencias de las que resulta difícil quedar ajeno. “¿Están filmando un documental?”, provocó a algunos que en las primeras filas no podían soltar sus teléfonos. Era un desperdicio interponer tecnología en semejante vaivén de carne y hueso y sangre, en el contraste de la dulce apertura de “Wing” –esa perla de Gone Again– y la aspereza de “Blakean”, dedicada a William Blake (“un artista que no consiguió fama y fortuna, pero alcanzó la inmortalidad”), donde la voz de Patti pasó del terciopelo a la lija con naturalidad.
Naturalidad. Humanidad. Son palabras clave para tratar de entender por qué Smith produce lo que produce, por qué se la puede intentar encasillar en eso de “la sacerdotisa del punk” pero siempre escapará a cualquiera de las dos poses. Del movimiento chamánico de sus manos en “Ghost Dance” al furioso escupitajo en “Because The Night”, nada en Patti es calculado, nada es deuda de una imagen: es ella dejando salir el torrente de lo que la animó en todos estos años, porque es lo que la hace estar tan viva, tan entera, tan capaz de conmover y remover.
Y por supuesto, hay en ella una dimensión política. Cuando confiesa que todos serán testigos de su primera –y nerviosa– performance pública de “For What it’s Worth”, publicada por Buffalo Springfield en 1967, la dedica a aquellos que siguen luchando por el control de armas en su país: “Ni los republicanos ni los demócratas han luchado por eso, son los estudiantes quienen pelean, benditos sean”. El pañuelo verde por el aborto legal atado a su muñeca hace estallar otra ovación. “Ghost Dance” es para los pueblos originarios desplazados y con sus hogares destruidos, y la canción tiene resonancia con lo que sucede en la Argentina, casi un complemento para esa previa en la que estalló el Hit del Verano #MMLPQTP adentro y afuera, y los silbidos y abucheos ante la mención del Ministro de Cultura.
Pero ante todo está la humanidad de alguien que ha vivido mucho, y entendido cómo darle valor al tiempo que le toque en esta tierra. “El poder de la música hace que hayamos entrado a este escenario como extraños y ahora seamos amigos”, dice para agradecer a los músicos locales antes del “A Hard Rain’s A-Gonna Fall” dylaniano. Presenta “Beneath the Southern Cross” como una canción que tiene que ver con las muertes de su hermano y de su marido pero que ante todo habla de la vida y de su presencia a pesar de todo, y en el final de pura intensidad, pidiendo que levanten las manos, que sean fuertes y libres, está claro el sentido. Agradece los felices días pasados en la ciudad con una versión estremecedora de “Perfect Day”, nada menos, y cuando termina apenas atina a decir “Lou Reed”, porque a ella también se le produce un nudo. Y antes del hit coescrito con Bruce Springsteen relata que “escribí esta canción para mi amor, con quien después nos casamos y tuvimos dos hijos, pero cada vez que la canto es para mi novio Fred”. Y la noche vuelve a pertenecer a los amantes, a ellos y, en el final, “a Buenos Aires”.
En el cierre, todas las facetas de Patti Smith vuelven a fundirse en esa escueta anatomía de orgulloso pelo blanco. “People Have the Power” es un himno ideal para despedir a todos felices, el puño en alto, los dedos en V y las sonrisas ante la nutrida fila de gente que no se aguantó más y bajó de sus lugares para el bis. En la calle, aquellos a quienes Patti también saludó a través de la pantalla arman su propia fiesta. Adentro y afuera, todos se aferran a la belleza y la potencia que solo pueden generar aquellos que, además de ser protagonistas, definen una época y una épica vital, contagiosa y de efectos perdurables. Basta un nombre y un apellido. Lo demás llega solo.