Todos los gobiernos construyen su propio relato, no es nuevo que el poder elabore mecanismos de legitimación. Pero se viven momentos extraños, a diferencia de tiempos más normales, por llamarlos de alguna manera, el dato del presente es la disociación creciente entre realidad y discurso.

Luego de diciembre de 2015, para los interesados en el devenir de la cosa púbica, las estrategias de control de la subjetividad se volvieron curiosidad de estudio. Se desempolvaron viejos textos de Friedrich Nietzsche, para quien no había hechos, sino interpretaciones, pero también volvieron a recorrerse las máximas de Joseph Goebbels, o las experiencias de Edward Bernays, el famoso sobrino publicista de Sigmund Freud. Y por qué no aceptarlo, también se inquirió en los textos de Jaime Durán Barba, que refritan parcialmente los clásicos anteriores. Pero la filosofía, la praxis, la teoría, o incluso el cinismo ramplón del asesor ecuatoriano, parecen no alcanzar para dar respuestas. El caso de la Alianza Cambiemos supera los límites imaginados de la negación de la realidad. En esta línea, el tercer discurso de apertura de sesiones legislativas de Mauricio Macri constituyó una verdadera pieza histórica del arte de la negación.

La referencia a las “bases invisibles” que se habrían establecido para el crecimiento de la economía –una analogía ingenieril del “edificio en el pozo” que algún asesor consideró cuadraría en boca de quien ostenta título de ingeniero, aunque se le desconozca ejercicio– es un tópico repetido del neoliberalismo tradicional. No sólo porque para el neoliberalismo la bonanza ocurre siempre en el futuro, sino porque en el pasado más reciente ya se usó demasiadas veces, por ejemplo al final del gobierno de Carlos Menem, frente a la persistencia del desempleo, o durante los años de la primera Alianza, cuando cuestiones inasibles como el “blindaje” financiero se presentaban como reaseguros estructurales para la economía. 

La realidad es que hasta los magros resultados en materia de crecimiento en 2017 sólo se explican por el auge transitorio de la obra pública, una medida que se hizo coincidir con los tiempos electorales, y el aporte al valor agregado de los intereses que cobró el sector financiero. Todo ello mientras las consultoras privadas especializadas muestran la caída tendencial en el consumo masivo, datos que, sumados, poco se parecen a las bases sólidas del crecimiento invisible.

Pero una parte del país padece todavía un encantamiento colectivo. La explicación más sencilla del fenómeno consiste en culpar al blindaje mediático. Vale reconocer que los medios masivos sumaron sofisticación y que las redes sociales multiplican los mensajes. Sin embargo, el lenguaje infantil del discurso oficial pierde cotidianamente sus velos, llega a toda la población sin mediaciones. Los hechos son reinterpretados mediáticamente todo el tiempo, pero no están ocultos. Las plazas vacías del macrismo, por ejemplo, son un hecho interpretado. No serían desolación, ni siquiera desaprobación colectiva. 

El cambiemita cabal no es arrastrado al espacio público a cambio de prebendas alimentarias. Según cuentan los operadores oficialistas, habita entre las mayorías silenciosas que llenan las urnas cuando hace falta. Son los que van a trabajar todos los días y pagan casi con placer los aumentos en el transporte, las tarifas y los combustibles dolarizados. Aceptan las quitas en las jubilaciones y les gusta pagar al cien por ciento medicamentos que antes eran gratuitos. También se resignan a cobrar un poco menos a fin de mes y a convivir con la incertidumbre (Esteban Bullrich dixit) de una desocupación creciente. Los cambiemitas silenciosos, claro está, no son como esas 300 o 400 mil personas que el 21F fueron “arriadas” a un acto opositor contra la política económica. Esos que, según el aparato de propaganda gubernamental, recibieron 500 pesos, un choripán y un litro de gaseosa por cabeza. Mucho menos son quienes comenzaron a cantar el hit del verano que amenaza volverse costumbre cuatro estaciones. Dicen que todo comenzó por un enojo futbolero, o que fueron cosas de kirchneristas que #novuelvenmás, pero el hit se expande como mancha venenosa, abandona los estadios y aparece en casi cualquier lugar en el que se junten dos o más personas. La historia recién empieza.

Mal que le pese al aparato de medios paraoficialistas, hay ruido de fondo en “el país jardín de infantes”, esa exquisita definición de María Elena Walsh. Como fue pronosticado, el argumento de la pesada herencia tenía fecha de vencimiento. Terminado el intervalo de confianza que los votantes otorgan a todos los gobiernos nuevos llegó el momento de la verdad, el de mostrar los logros propios y no solo las fallas de los antecesores. Pero la verdad llegó con los palos de diciembre a quienes protestaron por las podas a las jubilaciones. Fue cuando una parte de la población descubrió de golpe que el gobierno era todo lo neoliberal que siempre negó. Ya en el tercer año de gestión resulta caricaturesco recordar el presunto “desarrollismo” del hijo más dilecto de la patria contratista. 

Los lemas más íntimos de la campaña de 2015, esos destinados a la subjetividad más elemental, como “no te vamos a dejar solo” o “no vas a perder nada de lo que ya tenés” parecen hoy un mal chiste. Ni hablar de la lucha contra la corrupción en un gobierno que ya no puede ocultar su masa crítica de fugadores seriales y de especialistas en elusión impositiva offshore. Hasta sus más impolutas creaciones de “luchadoras contra la corrupción” son denunciadas nada menos que por enriquecimiento ilícito. En sólo dos años la Segunda Alianza se quedó sin banderas. El tránsito hasta diciembre de 2019 amenaza ser un camino de espinas.