Comencemos por el principio. Todos los presidentes, desde el final de la dictadura hasta hoy, incurrieron en un momento u otro en comportamientos autoritarios. Incluso el más democrático de todos, Raúl Alfonsín, ordenó, en medio de versiones de alzamientos militares y operaciones guerrilleras, allanar los locales del Partido Obrero, al que acusaba de sedicioso, y luego, cuando su dirección, liderada por Jorge Altamira, se acercó a la Casa Rosada a entregar un documento de protesta, dio la instrucción de detenerla, sin orden judicial. La cúpula trotskista vivió su “momento Warhol” cuando fue sacada en vilo frente a las cámaras de televisión.
Menem amplió de cinco a nueve los integrantes de la Corte Suprema y designó una mayoría de magistrados adictos, comenzando por su presidente, Julio Nazareno, su antiguo socio en un estudio jurídico en La Rioja. Cuando en 1991 Eduardo Menem, también integrante de aquel bufete, asumió la presidencia del Senado, los tres poderes del Estado estuvieron a cargo de los ex socios del próspero estudio riojano.
En contraste, el debut institucional del kirchnerismo fue impecable: el juicio político a los integrantes de la mayoría automática y la firma de un decreto de autolimitación de las futuras designaciones. Casi al mismo tiempo, Kirchner inició una política de derechos humanos orientada a reactivar los juicios, anunció la recuperación de la ESMA e impulsó la nulidad de las leyes de Obediencia Debida y Punto Final, al tiempo que impulsaba una serie de normas de “institucionalidad social” que las miradas planamente liberales suelen ignorar pero que también forman parte de la calidad institucional de una democracia: convenciones colectivas, movilidad jubilatoria, paritaria docente.
Sin embargo, en un proceso que se fue acelerando conforme se agudizaba la polarización política, el kirchnerismo revirtió parte de sus avances, al menos en tres puntos.
En primer lugar, como el menemismo antes y el macrismo después, no se privó de influir en las decisiones del Poder Judicial, en este caso mediante la ley de subrogancias y conjueces, que relajó las mayorías necesarias para designar y remover magistrados temporarios: la oposición denunció que este mecanismo fue utilizado para desplazar a Luis María Cabral de la Cámara de Casación Penal por su inminente fallo a favor de la inconstitucionalidad del Memorándum con Irán. Paralelamente, los controles horizontales, es decir entre poderes del Estado, fueron erosionados, por ejemplo mediante el recorte de las facultades del fiscal nacional de Investigaciones Administrativas, Manuel Garrido. Por último, el gobierno impulsó una reforma judicial que preveía elevar de trece a diecinueve los integrantes del Consejo de la Magistratura y reducía de dos tercios a mitad más uno la mayoría necesaria para nombrar y desplazar jueces, además de establecer la elección por voto directo de los representantes de los magistrados y los abogados, todo lo cual fortalecía la incidencia del Ejecutivo en el organismo y chocaba ruidosamente con la reforma aprobada en 2005 por iniciativa de… Cristina Kirchner (en ese entonces senadora).
El segundo punto, la designación de César Milani, es particularmente delicado porque ensucia, sin por ello anular, la notable política de derechos humanos de la década. Aunque es cierto que en aquel momento no pesaban sobre el general procesamientos ni condenas, sí había fundadas sospechas sobre su participación en la represión ilegal durante la dictadura. El kirchnerismo, sin embargo, nunca ofreció una explicación pública razonable acerca de por qué sostuvo a Milani en su puesto.
El tercer aspecto es el más conocido: Guillermo Moreno intervino el Indec, destruyó el sistema de estadísticas y falseó diversos indicadores, lo que durante años impidió un debate informado acerca de cuestiones como la inflación, el crecimiento y la pobreza. Cuando las consultoras privadas comenzaron a difundir sus propios índices, el secretario de Comercio impuso multas administrativas a varias de ellas y luego presentó denuncias ¡penales! contra sus titulares.
A diferencia del kirchnerismo, el gobierno macrista se inició de la peor manera posible: con el anuncio de que designaría dos jueces de la Corte por decreto. La ola de repudio que despertó la movida, incluso dentro de la coalición oficialista, lo obligó a retroceder, en un zigzagueo que luego se convertiría en marca de fábrica (aunque diferentes organizaciones cuestionaron a los candidatos elegidos, el presidente tenía todo el derecho del mundo a nombrar a un abogado defensor de grandes empresas con ostensibles conflictos de interés y a un peronista conservador que rechaza la aplicación del derecho internacional; desde el punto de vista institucional, el problema no eran los nombres, opinables pero no absurdos, sino el procedimiento).
La utilización de decretos de necesidad y urgencia tampoco contribuyó al higienismo institucional anunciado durante la campaña. Apenas asumió, Macri recurrió a este instrumento para cancelar los artículos más sensibles de la Ley de Medios. Del mismo modo, el gobierno cambió el espíritu de leyes a través de su reglamentación (habilitó a los familiares de funcionarios a acogerse a los beneficios del blanqueo, por ejemplo), forzó una mayoría en el Consejo de la Magistratura para conseguir el desplazamiento de Eduardo Freiler y amplió, también por decreto, los fondos reservados de los servicios de Inteligencia.
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¿Alcanzan estas decisiones para afirmar que el macrismo constituye una basura-dictadura, como dice la consigna, que el Estado de derecho fue cancelado, como sostuvo Cristina, o que vivimos bajo un “estado de excepción”, como señaló Horacio González? Si fuera así, ¿la decisión de Alfonsín de detener arbitrariamente a Altamira lo convirtió automáticamente en un represor? ¿El hecho de que durante el menemismo los tres poderes del Estado estuvieran liderados por tres ex socios de un oscuro estudio riojano marcó el fin de la República? ¿La persecución de Moreno a los consultores transformó al kirchnerismo en un Estado policial?
Aplicar la misma regla para evaluar procesos políticos de diferente orientación ideológica es fundamental para avanzar en un análisis más claro. Y también, por supuesto, remitirse a los hechos en lugar de evaluar las intenciones, que podemos suponer pero nunca comprobar, como la idea de que el macrismo se comporta de manera transitoriamente democrática por los límites que enfrenta pero que en realidad es portador de un gen autoritario, una especie de enfermedad degenerativa que asomará tarde o temprano. ¿Qué piensa Macri cuando termina el día, se cierra la puerta del dormitorio y se sincera con Juliana? ¿Qué bromas intercambia con sus amigos cuando se relaja en Olivos después del partidito, la toalla húmeda sobre los hombros, el Gatorade en el banco de madera? ¿Qué opina realmente Macri de la dictadura, los desaparecidos, los pobres, los inmigrantes de los países limítrofes, las minorías sexuales? Aunque uno podría jugar a adivinarlo, tiene poco sentido tratar de acceder a esta esencia condensadora del verdadero espíritu macrista: un gobierno debe ser juzgado por lo que hace (o dejar de hacer) más que por sus deseos indescifrables.
¿Y entonces? Ninguna democracia es perfectamente democrática y ningún autoritarismo está totalmente cerrado. Entre la calidad institucional de Suecia y el totalitarismo nazi hay un amplio abanico de grises, pero un debate serio exige dejar de lado los trucos retóricos, empezando por el que se ha puesto de moda últimamente, que consiste en afirmar que el macrismo no es ni una dictadura ni una democracia, lo que equivale a no decir nada. Para poder avanzar en una discusión razonada es necesario consensuar algún tipo de categoría que permita establecer una frontera, una raya para decidir cuándo una democracia deja de serlo y se transforma en otra cosa.
En este sentido, al cierre de este libro las autoridades públicas eran elegidas en comicios democráticos sin proscripciones; el gobierno tenía minoría en el Senado y carecía de quórum propio en Diputados, por lo que lograba sancionar las leyes con acuerdo de al menos una parte de la oposición; tres de los cinco miembros de la Corte habían sido designados antes de su asunción (y a veces le fallaban en contra); la procuradora había sido desplazada mediante la presión política y no por decreto; la mayoría de los embajadores, jefes militares y cuadros técnicos de la administración habían sido nombrados por gobiernos anteriores, y los derechos de asociación, reunión y de libertad de expresión se ejercían, en términos generales, libremente…
El malentendido es habitual. La democracia no implica una determinada orientación ideológica, aunque puede discutirse qué tipo de políticas resultan más compatibles con ella (no hay evidencia concluyente al respecto: el liberalismo argumenta que el populismo conduce inevitablemente a una degradación democrática, mientras la izquierda acusa de lo mismo al neoliberalismo). La democracia no es una garantía de satisfacción universal sino un sistema político, un procedimiento de elección de gobernantes y de ejercicio del gobierno cuyo corazón son las elecciones libres y competitivas, lo que a su vez exige cierta cantidad de derechos más o menos garantizados. Si acordamos en este punto, si coincidimos en que un régimen político se define como el conjunto de instituciones y reglas que regulan la lucha por el poder y su ejercicio, parece excesivo afirmar que el actual gobierno marca un quiebre radical con los anteriores, que ha inaugurado un nuevo tipo de régimen y por lo tanto constituye una no-democracia.
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¿Qué es entonces el macrismo? En primer lugar, un ejemplo más de la larga tradición de gobiernos decisionistas que vulneran selectivamente ciertos límites institucionales de acuerdo con sus necesidades políticas, el margen de maniobra que les concede la opinión pública y su propia percepción táctica. La interferencia sobre la justicia, el intento de debilitar a los organismos de control, el uso arbitrario de la publicidad oficial y el reparto discrecional de los recursos federales constituyen líneas de acción que llevan al menos dos décadas vigentes en la vida política argentina.
Pero esto no es todo. El macrismo muestra diferencias con los gobiernos democráticos anteriores en dos cuestiones básicas.
La primera es la detención de dirigentes opositores sin condena firme. Como en otros aspectos, no se trata de algo totalmente nuevo. A partir del final del menemismo, al menos media docena de ex funcionarios fueron encarcelados de manera preventiva por diferentes delitos de corrupción, entre ellos Domingo Cavallo, Antonio Erman González, Víctor Alderete, Martín Balza, María Julia Alsogaray (dos años con prisión preventiva hasta que la liberó el tribunal oral) y el propio Menem (seis meses).
La diferencia es que, desde la llegada de Macri al poder, algunas de las principales figuras de la principal corriente opositora, es decir el kirchnerismo, están detenidas sin condena, o amenazadas. No resulta claro hasta qué punto esta situación es resultado de una política deliberada del gobierno o una consecuencia del libre albedrío de jueces federales acostumbrados a fallar en dirección a donde sopla el viento (aunque la comunidad de intereses es obvia). Pero la arbitrariedad es inédita: salvo en el caso de José López, la prisión preventiva fue dictada sin que se verificaran las dos condiciones establecidas por la ley (riesgo de entorpecimiento de la investigación o riesgo de fuga) El argumento de que, por tratarse de políticos poderosos, las investigaciones corren peligro –la “doctrina Irurzun”– es absurdo: con ese criterio, cualquier funcionario actual, comenzando por el presidente, debería ser detenido inmediatamente en alguna de los casos en los que esté involucrado.
El otro aspecto que marca una diferencia entre el macrismo y los gobiernos democráticos anteriores es el manejo de la protesta social. Aunque desde el inicio del largo ciclo de movilizaciones sociales en la segunda mitad de los noventa se vienen registrando episodios de represión más o menos violenta, detenciones (Raúl Castells estuvo preso en 2005 por reclamar hamburguesas frente a un McDonald’s) e incluso muertes (como las dos ocurridas en la toma del Parque Indoamericano durante un operativo conjunto de la Metropolitana macrista y la Federal kirchnerista); aunque el kirchnerismo fue sinuoso en esta materia, sin lograr una síntesis entre las recomendaciones del CELS y la hiperkinesia de Sergio Berni; a pesar de todo esto, los presidentes anteriores, a excepción de De la Rúa, intentaron poner un límite al accionar represivo de la policía y fueron cuidadosos a la hora de enfrentar marchas y los piquetes.
El macrismo, en cambio, habilitó una estrategia de “manos libres” y decidió ignorar las advertencias de los organismos internacionales de derechos humanos. Esto se verifica con Milagro Sala, que se encuentra detenida de manera ilegal según cualquier estándar que se contemple, y también se comprueba en los casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel.
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El macrismo, decíamos, llegó al gobierno mediante elecciones limpias y una vez asumido el poder se mantiene, con las aclaraciones que ya formulamos, dentro de los límites, bastante amplios, del juego democrático y el Estado de derecho. Una enorme novedad histórica que la izquierda, por aquello de no hacerle el juego a quien tiene enfrente, se niega a reconocer, pero que es relevante. Como señaló en su momento Torcuato Di Tella, uno de los factores de la crónica inestabilidad institucional argentina radicaba en el hecho de que la derecha había optado históricamente por imponer sus intereses y sus valores –la orientación libremercadista de la economía, el sesgo antiindustrialista, el respeto irrestricto por la propiedad privada y el influjo de la Iglesia católica como orientadora moral de la nación– por caminos menos directos: el atajo del partido militar primero y la colonización ideológica de las fuerzas populares después.
Pero la noticia de una fuerza pro mercado y al mismo tiempo democrática no es la única novedad. El segundo rasgo distintivo de la nueva derecha es su política social, quizás el aspecto que marca una mayor distancia con el neoliberalismo de los noventa, cuyo ímpetu reformista se desplegó sin tener en cuenta los efectos desastrosos que producía, que sólo fueron atendidos de manera tardía, parcial y, por usar la expresión de moda en aquella época, focalizada. Al igual que en la dimensión democrática, importa poco si el macrismo cree realmente en los derechos sociales o si, presionado por las circunstancias, se ha resignado a sostenerlos: lo central es que la Anses sigue pagando todos los meses 8,4 millones de jubilaciones, 5,1 millones de asignaciones familiares y 3 millones de AUH, a lo que habría que sumar los 120.000 cooperativistas del plan Argentina Trabaja. Aunque programas dispersos en diferentes ministerios fueron fusionados, desfinanciados y desmantelados, la mayor parte del entramado social construido por el kirchnerismo se mantiene.
Una vez más, nada es exactamente igual si se acerca el lente del análisis. Asumiendo una continuidad general, el macrismo le imprimió a la política social un sesgo propio, verificable en tres aspectos. El primero es la decisión de mantener los planes anteriores sin agregar ni uno más: tan veloz y disruptivo en otras cosas, en esta materia pareciera carecer de ideas. El segundo es el intento de optimizar los recursos mediante una gestión supuestamente más eficiente, casi una obsesión por corregir eventuales irregularidades o duplicaciones (un enfoque más inclusivo y progresista defendería una estrategia más blanda a partir de la idea de que resulta menos grave incurrir en un doble gasto que excluir a alguien del beneficio). El tercer sesgo son los ensayos, casi siempre fallidos, de articulación entre la política social y la laboral a través por ejemplo de la transformación de los programas de transferencia de ingresos en subsidios al empleo.
Por último, también en materia económica es posible encontrar diferencias entre el gobierno actual y otras experiencias neoliberales. Aunque su enfoque macroeconómico es claramente ortodoxo, el macrismo no opera en base a una concepción nítidamente antiestatal; por el contrario, su discurso desborda de alusiones a la necesidad de contar con un “Estado presente” y algunas de sus políticas públicas, continuación de otras anteriores, lo asumen de manera explícita, como el programa “El Estado en tu barrio”. Esto se conjuga con la decisión de no reprivatizar las empresas estatizadas durante el kirchnerismo, que se mantuvieron bajo control público pero registraron cambios importantes, como se advierte en el caso de Aerolíneas, que condensa de manera muy gráfica este juego de contradicciones. El macrismo mantuvo su estatus de compañía estatal, logró un aumento del número de pasajeros transportados y descartó la propuesta ultraliberal de avanzar en una política de cielos abiertos, pero redujo los subsidios y tomó una serie de medidas de apertura con eje en el ingreso de las low cost que podrían amenazar el rol de la aerolínea de bandera.
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Puede resultar incómodo, irritante y hasta doloroso, pero asumir que el macrismo pelea y por momentos gana la subjetividad de los argentinos es fundamental para entender su eficacia. Aunque hasta el momento las miradas críticas han hecho algunos planteos pertinentes y valiosos, mi impresión es que no alcanzan para explicarlo, y que no se proponen superar el rechazo que les produce sino reforzarlo. Por eso aquí intento un abordaje distinto, que no apunta a denunciar al macrismo o desenmascarar la perversidad de su alma verdadera sino a explorar los motivos que hicieron que una parte importante de la población se decidiera a apoyarlo. Este es por lo tanto un libro sobre el gobierno pero también sobre la sociedad.