–¿Hacía mucho tiempo que convivían judíos y no judíos en ese pueblito antes de la masacre?
–Cuando Jedwabne surgió en el 1700, el 70 por ciento de la población era judía. En 1930 tenía unas tres mil personas, mitad polacos judíos y mitad polacos no judíos. En 1941 hubo una masacre. Un historiador polaco judío, Ian Gross, la investigó y escribió un libro donde reveló que los judíos de Jedwabne fueron asesinados por sus propios vecinos en 1941, cuando Hitler ocupó esa parte de Polonia. El libro se llama Neighbors (Vecinos) que provocó un verdadero escándalo y se convirtió en un best seller en Estados Unidos y en Polonia. En 1962 habían puesto una placa en lo que queda del cementerio judío del pueblo que decía “en memoria de los judíos asesinados por los nazis”. Pero la verdad se supo a partir de la investigación de Gross, que se basó fundamentalmente en los testimonios de los únicos siete sobrevivientes que se escondieron en una especie de agujero en la tierra, debajo de un campo de papas, gracias a la ayuda de una polaca, Antonina Brzezoski.
–Lo que descubrió Gross fue que no los habían matado los nazis sino los mismos vecinos...
–Sí y que había por lo menos 92 nombres identificados. Todos los adultos del pueblo habían relevado a los nazis de su tarea. Los nazis entraron, hicieron un pogrom terrible ese día y 20 días después optaron por la “solución final”. No sé si había diez o veinte de la Gestapo, eran pocos. Cuando anunciaron esta decisión, los mismos vecinos se propusieron para ejecutarla. Los nazis pidieron que seleccionaran algunas profesiones para no matarlos, pero los vecinos les aseguraron que ellos tenían de todas las profesiones, que no había necesidad de salvar a nadie. La matanza fue una carnicería. No estaba planteado como un trabajo, sino como una especie de fiesta popular. La muerte de estos judíos fue de las peores de la Shoah. Los hicieron cantar “La guerra es nuestra, la guerra es por nosotros...”, hicieron bailar al rabino llevando una bandera roja... Los fueron matando así; los testimonios son espantosos. Finalmente los metieron en un granero, hombres, mujeres y niños, echaron kerosene y le prendieron fuego. Para los que intentaban escapar, había un tipo con hacha en la puerta. Después, saquearon los cadáveres, las monedas, los dientes, se quedaron con sus casas, sus muebles, todas sus pertenencias. Los nazis les ordenaron que se deshicieran de los cuerpos y, en vez de enterrarlos, los mutilaron y esparcieron los pedazos por el campo.
–Este año, el 10 de julio, al cumplirse el sesenta aniversario de la masacre, hubo un acto en Polonia y usted fue la única familiar de las víctimas que viajó de la Argentina...
–Sí, nos invitaron a participar, pero no podíamos hablar, así que el día anterior organizamos una conferencia de prensa donde leí un texto, conté la historia de mi familia, la forma en que habían sido asesinados. Conté que 35 años más tarde, el país que había sido refugio para la familia de mi madre se había convertido para mí y para muchos de los hijos de esos judíos y para muchos otros hijos en un país de perseguidos y torturados por razones políticas, que fueron “desaparecidos” en nuevos campos de concentración. “Pasados los hechos –leo–, en uno y otro país se habla de perdón y reconciliación. Instituciones políticas y religiosas insisten en esa necesidad. Pero ¿quién pide perdón?, ¿quién lo acepta? El llamado no se dirige a quienes podrían perdonar, los sobrevivientes o familiares. No nos necesitan para la ceremonia de público arrepentimiento. Y sin embargo, este acto de mea culpa en Jedwabne no nos concierne, no para aceptar ni rechazar estas disculpas, sino para decirles que no se metan con las víctimas –nuestros muertos– sino con los victimarios –vuestros propios padres–. A eso he venido, a confirmar esta ausencia de parte, a invitarlos a guardar para vosotros mismos vuestra contrición y vuestra vergüenza”.
–El acto en el que usted participó formó parte de la intensa polémica que despertó la investigación de Gross...
–A raíz de la investigación de Gross, el presidente polaco decidió hacer un mea culpa y pedir perdón. Esto generó en la sociedad polaca, en los partidos políticos y en la Iglesia, una reacción bastante fuerte y una discusión profunda. Nadie dejó de estar enterado, ni nadie quedó sin ser tocado por esta historia. El Papa había pedido a la Iglesia polaca que participara en los actos oficiales, pero una parte de ella, el cardenal Glemp y otros, plantearon que, si los polacos se debían disculpar con los judíos, éstos tenían que disculparse por los crímenes durante el comunismo. La Iglesia no participó en el acto oficial en Jedwabne, pero hizo un acto unos días antes, oponiéndose a los términos del acto oficial. El antisemitismo es un fuerte componente de la consolidación de la nación polaca. Hay una razón histórica de la Iglesia. Ellos podían tener un héroe de la resistencia, por ejemplo, y que al mismo tiempo fuera antisemita, que para nosotros sería extraño.
–¿Cuando deciden hacer el acto, las autoridades invitaron a los descendientes o familiares de las víctimas?
–Los familiares se organizaron para ir y hubo una invitación oficial. Primero nos dieron siete días en un hotel y, luego, con toda la discusión, los bajaron a dos. Eramos los invitados especiales del gobierno polaco para este acto, al cumplirse 60 años de la masacre. Como la inscripción primera, de 1962, se sacó, la idea era poner otra que dijera: “en memoria de los judíos de Jedwabne y alrededores que fueron brutalmente asesinados y quemados vivos en este sitio, el 10 de julio de 1941. En un solo día, una comunidad judía tres veces centenaria fue completamente destruida. Que esto sea una advertencia para que nunca más el pecado del antisemitismo lleve a los habitantes de esta tierra a ir contra sus vecinos”. Pero los partidos y la Iglesia polaca se resistieron. Walessa dijo que no era serio y acusó a Gross de utilizar recursos retóricos para convencer a la gente. Pidieron que se investigara y empezaron a exhumar los cuerpos. A mí me dio impresión la saña con esos cuerpos, después de la forma en que habían sido asesinados y mutilados, ahora los exhumaban. En el lugar no había nada, ninguna señal, se ubicó por documentos fotográficos.
–¿Sintió odio, compasión, rabia, tristeza, cuando estuvo en Jedwabne?
–Yo quise ir a Polonia y al pueblo. Y cuando llegué me impresionó, a dos o tres cuadras de la plaza central, no había ni pasto, un círculo de piedras y un monumento en el medio, nada, o casi nada. No sentía nada porque no lo podía creer. Y pensé: no hay que creerlo, porque eso hace que lo racionalicemos y lo justifiquemos, simplemente pasó, fue, es. La presencia está en las narraciones, en los testimonios. No hay un lugar o un objeto. El nacionalismo de derecha planteaba que no habían sido vecinos sino elementos asociales, aislados, los que habían hecho la masacre, pero la gente de izquierda decía que había pasado así y lo tomaba como una oportunidad de limpiar la memoria polaca y mejorar la imagen ante Occidente además de convertirlo en un estímulo para combatir el antisemitismo y construir la democracia. No había acuerdo sobre lo que había que hacer. El sistema en Polonia es parlamentarista. O sea que el presidente polaco no tiene demasiada fuerza y la resistencia de estos partidos y de la Iglesia fue muy fuerte.
–¿Los habitantes del pueblo son descendientes de los que cometieron la masacre o fueron cambiando?
–En parte fueron cambiando, pero la mayoría es descendiente de los que hicieron la masacre y muchos viven en las casas de sus víctimas. Los familiares hicimos la conferencia de prensa el 9 en Varsovia y el 10 fuimos a Jedwabne, en una caravana con el presidente, embajadores, Ian Gross, Antonina Brzezoski y demás. El embajador argentino en Polonia me había recibido muy bien. En Jedwabne iba a haber un kadish, pero hacía sesenta años que no se tocaba música judía. Yo pedí que además se tocara la música que cantaba la gente cuando vivía allí antes de la masacre.Fuimos con un músico, Gary Lucas, bastante conocido en Polonia. Hubo tres discursos, el del presidente polaco, el del embajador de Israel y el de un rabino muy viejito que había nacido allí y vivía en Estados Unidos, que hizo un discurso desastroso. El presidente polaco dijo: “Estamos aquí frente a las víctimas y a los familiares de las víctimas pidiendo perdón y ante nuestra conciencia”. Después dijo: “Les pido perdón a las almas de los muertos y a las familias” y allí estábamos nosotros, pero mudos porque no nos dejaron hablar. Yo estuve discutiendo cinco horas con el ministro del Interior.
–¿Cuántos familiares asistieron al acto y participaron en la conferencia de prensa?
–Seríamos unos 25 familiares. Muchos otros habían decidido no ir porque la inscripción en la placa finalmente se había cambiado a “En memoria de los judíos de Jedwabne y alrededores, hombres, mujeres y niños, habitantes de esta tierra, asesinados y quemados vivos en este sitio el 10 de julio de 1941. Que sea una advertencia para que las futuras generaciones no permitan que el pecado del odio engendrado por el nazismo alemán vuelva a poner a los residentes de esta tierra unos contra otros”. Así, les adjudicaron los crímenes a los nazis, no hablan de los vecinos y tampoco de antisemitismo. Se discutió si hacer un acto en cada país, o un acto en Nueva York. Finalmente hubo algunos que dijeron: “Mi boicot es no ir”, pero la gente no se entera de eso. Yo decidí ir y armamos esa idea de la conferencia de prensa.
–¿Cuantos familiares suyos murieron en Jedwabne?
–Mi madre nació y vivió allí hasta los 12 años y allí fueron asesinados mi tía abuela y sus seis hijos. Ella hubiera querido ir, pero al final no pudo. Yo me encontré allí con la que había sido su íntima amiga en el pueblo, una mujer que ahora vive en Israel. La actitud de los familiares en general no era pasiva. Había de todo. Una señora se me acercó después de que leí el texto en la conferencia de prensa y me dijo: “Yo no vine a pelearme, no quiero que se enojen”. En general ésa era la actitud de los organizadores del acto. Yo les dije que tampoco había ido para pelearme, que había ido para que no escupan sobre los muertos. Sentí que el miedo seguía gobernando ahí, como si nos estuvieran perdonando o dándonos una limosna con esa especie de pedido de disculpas. Yo no quiero perdonar ni que me den limosnas, pero había gente que sentía una especie de agradecimiento, pero eso demostraba en realidad que no creían en el perdón, que era una especie de libertad condicional, una tregua.
–Porque la víctima, además, tiene que ser buena y perdonar...
–Bueno, antes de viajar hice leer el texto a algunas personas. Un intelectual judío, digamos del ala izquierda, me dijo: “Si vas a decirles a los polacos que son culpables, podés tener consecuencias indeseables”. No era así la cosa; ellos me invitaban porque ellos dicen que son culpables y me piden perdón y yo no quiero dárselos. ¿Qué consecuencias indeseables?, que no nos dejen entrar al territorio, a Auschwitz y Treblinka. O te van a tirar un piedrazo.
–¿Quizás la sociedad tiene miedo de la víctima?
–Yo creo que, si esa víctima no deja de estar en el lugar de víctima, genera que lo sigan victimizando. Me acuerdo de Alfonsín cuando decía “va a volver el pasado” y yo había trabajado la idea de la amenaza de muerte como capital, ponés moneda sobre moneda y acumulás un capital enorme y la amenaza de muerte es como un capital y hay un rendimiento enorme. Es una idea cierta de Canetti. La víctima es como un capital simbólico, una especie de amenaza permanente.
–De alguna manera, la víctima siempre tiene que ser buena, porque si no, no es víctima...
–El problema no es la víctima, sino la victimización de la víctima, que es otra cosa. Yo puedo ser víctima de algo, no víctima a secas, ser víctima no es un ser. Siempre me pregunté por qué la mayoría de la intelectualidad judía de izquierda provenía en general de los judíosdescendientes de las víctimas del nazismo, del antisemitismo en Europa, Rusia, Hungría, Polonia, Ucrania. Creo que tiene que ver con este lugar de tomar una posta, de moverse de ese lugar del miedo, si me van a matar, que me maten.
–¿Los otros familiares hacían las mismas reflexiones?
–Otra familiar que habló muy fuerte fue Judith Kubran. Los israelíes tenían otra lectura que los yanquis. Su marido leyó lo que yo iba a decir y a la mitad de la página, me agradeció. Allá fui como descendiente de una mujer nacida en Jedwabne donde murieron quemados mi tía abuela y sus hijos. Pero en realidad fui para decir que estoy harta de los homenajes a las víctimas. Que quiero romper el diálogo victimarios-víctimas, no quiero que me pidan perdón y no quiero buscar reconocimiento y no quiero que lo busquemos. Fui a un lugar adonde nadie me conocía y donde seguramente no iba a tener mucho acuerdo con nadie y sin embargo la gente sintió que yo expresaba lo que ellos sentían.
–¿El gobierno polaco pagó también los pasajes?
–No, fue interesante porque yo redacté el texto que decidí leer, se lo mostré a algunos amigos y se formó una especie de red y entre todos juntaron el dinero. Creo que fue por eso, porque en realidad era una intervención poético-política muy fuerte. Hubiera sido más fácil decir que no les creemos o que no los perdonamos, los denunciamos o agradecemos y esperamos que nunca más, que invitarlos a salir de las figuras del Estado y las instituciones y ponerlos en un cuerpo. ¿Por qué pueden decir: “Los polacos fuimos responsables de 1600 muertos?” y no pueden decir: “Mi papá tiró una piedra”. Ni siquiera eso, la inscripción que quedó decía: “Aquí murieron quemados 1600 judíos”.
–Si se quiere ese texto es memoria, pero no es completa. Hasta se diría que es falso por incompleto. ¿La memoria es justicia?
–El embajador de Israel dijo que cuando aparezca toda la verdad en el monumento, porque va a seguir la investigación, se habrá hecho justicia. Pero me pregunto: ¿la verdad es la justicia?, ni siquiera la memoria es la justicia. La tradición judía se basa en la narración no en la memoria. Benjamin decía que los judíos tenían pésima memoria, pero eran muy atentos para escuchar y excelentes narradores. Ahora los judíos se han convertido en excelentes investigadores modernos donde quieren demostrar la verdad de la Shoah. Toda la tradición judía se basa en decir: “Nos echaron de Egipto”. Pero nadie fue a buscar a Egipto las pruebas y nadie les fue a preguntar si ellos lo reconocen. Eso constituye una fortaleza, una identidad, una pertenencia. Ahora se trata de que todos tengan la misma y entonces, bueno, hay que hacer que reconozcan la verdad y que la verdad sea justicia. Yo no quiero la memoria en ese sentido, como un registro para que sea leído dentro de dos mil años. Las víctimas ya dieron sus testimonios con sus huesos, los cabellos, los zapatos, la ocupación de sus casas, el saqueo financiero, entonces que ahora hablen de los victimarios. Fui a Polonia a decirles que no hablen de nosotros, porque cada vez que lo hagan van a justificar la masacre de alguna manera.
–No de las víctimas y sí de los victimarios, ¿pero de qué manera?
–Les propuse una especie de oración que leí en la conferencia de prensa: “Y lo contaré a la mañana y a la noche/ cómo mi padre persiguió al judío que cruzó delante de nuestra casa en el otoño del 41/ y lo apedreó primero frente a mi pequeña hermana y a mí, cómo lo vimos caer/ y lo pateó para que riéramos/ y semimuerto lo arrastró al establo central/ donde les prendimos fuego por nuestra propia voluntad/ Y lo contaré a mis hijos y a los hijos de mis hijos/ para que sepan que ese hombre es uno de los nuestros/ y cría a sus hijos y acaricia a sus nietos y se conmueve/ y lo repetiré cada noche, junto a mi mujer, cuando el mundo se acalla/ y no tenga fuerzas para no olvidar./ Los que nacimos tarde para participar/ somos hijos de esos hombres comunes, cobardes asesinos./ De ellos hemos aprendido/ la lengua que hablamos/ y llevamos grabada en el corazón esa herencia/ por eso les decimos a las generaciones venideras que así fueronlas cosas/ en Jedwabne, el diez de julio, en 1941/ fuimos polacos los protagonistas en el genocidio judío/ cuando masacramos a cientos/ por nuestra propia voluntad y con nuestras propias manos/ Nosotros, y no los nazis”.
–¿Después de los tres discursos terminó el acto en Jedwabne?
–Después del acto, fuimos al cementerio. Mi mamá me había preguntado si había un bosque junto al cementerio judío. El cementerio era el bosque que se lo había comido, no había más cementerio. Habían puesto vallas dos días antes y talaron árboles y las lápidas estaban todas revueltas. Mi mamá me había pedido que le llevara unas piedritas de allí para poner en su tumba. Era un cementerio comido por la naturaleza porque no quedaba ni un judío después de la masacre. En la entrada de ese cementerio que ya no existe hay una inscripción recordando a los otros, los que murieron en la masacre y cuyos huesos están desparramados por fuera. Para mí una inscripción en un monumento recuerda el pasado expulsándolo del presente. Les había hecho una propuesta que era quemar el monumento, hacer un acto simbólico de la quema en el lugar del granero. Un amigo me dijo que parecía vandálico, me impresionó mucho que parezca vandálico un acto simbólico y que no lo parezca el acto en sí. Estábamos como invitados especiales y en todo caso estaban hablando de nuestros muertos. Entonces dije que, si había que reparar, nosotros teníamos que decir cómo. Propuse que haya una sinagoga en un pueblo donde no queda ni un judío. Un templo vacío. El dios de los judíos no espera que entre nadie: los polacos son católicos y los de este pueblo han exterminado a los judíos que iban al templo. Entonces, que en este pueblo que ha liquidado a sus vecinos, se alce como un espectro, la casa donde su dios sigue viviendo.
–¿Y qué pasó con esa propuesta?
–Una mujer de la Embajada de Israel me dijo que la idea era muy inquietante, no se trata de estar de acuerdo, me dijo, porque lo tuyo llega al corazón. Y eso es lo que yo quería. No quería que estuvieran de acuerdo o no, sino algo que pasara antes del tamiz de la conciencia. Después me dijo que el embajador quería hacerlo, pero agregarle un centro cultural. No es lo mismo. Yo creo que nadie está carente de todo poder, tenemos el poder de la palabra, tenemos algunos poderes. Ese poder de hacer existir un dios, que además es el mismo dios de ellos y esta oración que yo pongo, es también sagrada escritura para un católico. Quiero un acto que permanezca, una acusación permanente.