La crueldad humana no es patrimonio de un pequeño pueblo de Polonia. El abuelo de mi padre, Alejandro Pavlovsky, era ruso y escritor. A fines del siglo XIX, en la Rusia zarista, se escapó a la Argentina cuando tenía 15 años.
Pude leer un texto de su autoría llamado “La última Noche” (Buenos Aires, 1930) y luego una pequeña novela acerca del nihilismo ruso titulada “Hacia la luz” (1923). Vivían con su familia en un clima de persecución cotidiano a tal punto que decidieron salvar al más chico de la familia y enviarlo a América. América del Sur, porque era más barato.
En su novela “La última noche” mi bisabuelo pincela algunas imágenes del clima de terror cotidiano que sufrían.
“Vivir bajo la preocupación de las continuas persecuciones de las policías zaristas se hacía imposible, penetraban a nuestro hogar, sin previo anuncio, en busca de correspondencia o folletos impresos”, escribe.
Cuenta también: “El gobierno se ha valido de las hordas asesinas de los pogromos con los cuales hicieron las primeras matanzas de ancianos, mujeres y niños indefensos que tenían el solo delito de haber nacido judíos”.
Otro párrafo: “Apenas sentíase una voz que anunciaba ‘acá hay judíos’, la turba, como una manada de lobos hambrientos, ciega de ira, sedienta de sangre, corría en tropel en busca de judíos para acometerlos sin conciencia. A los pocos pasos las llamas envolvían las tiendas de los judíos, consumiendo todo aquello que las manos manchadas en sangre no alcanzaron a saquear allí”.
Como pueden apreciar los lectores, la persecución, la movilización de una horda, el saqueo sistemático, los actos más extremos e impensados de violencia, la ausencia de empatía humana y el sadismo son aspectos horrorosamente presentes en distintas latitudes y escenarios políticos. En el artículo de Página/12 publicado el 18 de diciembre último que molestó a una organización negacionista polaca escribí sobre la masacre de 1941: “La historia de Jedwabne representa un acontecimiento testigo de hasta dónde puede llegar un grupo de personas comunes, de rostros amigables y familiares, ante ciertas circunstancias de contagio del odio más visceral, y donde no hay ninguna cabida para la reflexión y la empatía”. Siempre estuve convencido de cuál era el punto central de la historia. Lo escribí: “El comportamiento de seres ordinarios, de aquellos que habitan en tantos pueblos lejanos y ciudades cercanas de este mundo, y que pareciera que solo están esperando a que alguien se anime a dar la orden de ataque”.
Quiero compartir tres experiencias en donde expertos de la conducta, sociólogos y psicólogos intentaron recrear circunstancias en donde “personas normales” eran llevados a cometer actos crueles o extremos que involucraban el daño a un tercero.
En la primera experiencia, el investigador Stanley Milgram (1973, Universidad de Yale) diseñó un experimento para evaluar la obediencia frente a una figura de autoridad y para explorar hasta dónde puede avanzar una persona en una situación concreta cuando se le ordena infligir un dolor creciente (pasaje de electricidad en forma progresiva a través del cuerpo) sobre una víctima que protesta y da muestras de dolor, situada en una habitación contigua. En el experimento, quien infringe los choques eléctricos es una persona corriente y quien recibe las descargas (que en realidad no existen) es un actor que simula dolor en una forma realista. Pero el sujeto de experimentación no sabe todo esto y cuando acciona la palanca entiende que está infringiendo un daño. Los resultados fueron desconcertantes, ya que siete de cada diez personas comunes aplicaron el máximo voltaje disponible a sus víctimas, 450 voltios. Fueron obedientes torturadores que no pararon frente a las súplicas, insultos y lamentos de la persona que estaba del otro lado de la pared.
Otro caso, “El experimento de la cárcel ” (1971), fue conducido por el psicólogo Philip Zimbardo y transcurrió en la Universidad de Standford. Zimbardo recreó un ambiente carcelario y se asigno a voluntarios el rol de presos y guardias. Fue tal el nivel de violencia y sadismo de los guardias que a los pocos días el experimento debió ser suspendido, con graves repercusiones emocionales para varios de sus implicados.
Una producción de Netflix titulada “Push“ (2017) muestra cómo se presiona psicológica y conductualmente a una persona (otra vez, normal, corriente, sin antecedentes psiquiátricos o delincuenciales) para que vaya cometiendo una secuencia gradual de actos en contra de su voluntad, hasta llegar al asesinato: lanzar una persona por una terraza en el éxtasis del experimento de obediencia. Todo un arsenal de recursos para moldear la conducta, sumado a la presión sistemática del entorno con más de treinta actores que forman parte del experimento, van doblegando el punto de vista personal y los códigos éticos individuales de estas buenas gentes. Es un experimento televisivo quizás cuestionable. El dato es que tres de las cuatro personas llegaron hasta el asesinato. Tiraron un muñeco de plástico, pero ellos no lo sabían.
Queda claro que la maldad humana no es patrimonio de ningún pueblo en particular.
En las últimas horas recibí algunos insultos en polaco, palabras de aliento del mismo país y varios testimonios que avalan la historia que conté. Un periodista de la TV israelí me pregunto si temía ir preso. Le recordé que en la Argentina ya vivimos épocas de terror, cuando por pensar distinto, escribir notas o reunirte en grupo podías desaparecer para siempre. En 1978 mi padre (y toda la familia) fue perseguido por el Estado por estrenar la obra de teatro Telarañas.
Sabemos cuál es la intención de estas maniobras judiciales-políticas: amedrentar, acallar, paralizar de miedo. En la obra de Tato Pavlovsky “El Sr. Galíndez” (1973) un torturador explica así el beneficio de la técnica de la tortura (o de las denuncias o del amedrentamiento del poder): “Nosotros actuamos por irradiación. Cuando tocamos a uno, mil se quedan paralizados de miedo. Éste es el merito de la técnica”.
Han convertido mi contratapa de Página/12 en una noticia mundial.
Lejos del miedo, estas cosas dan más ganas de escribir.
Un cross a la mandíbula, decía Roberto Arlt.
Muchos más.