Ella lloraba, lloraba.
Lloraba siempre: todo el día, todo el tiempo.
Porque los precios aumentaban, porque no podía llegar a fin de mes, porque los hijos comían demasiado, porque el marido no existía.
Tan sólo sabía llorar. Su vida nunca había sido el colmo de las alegrías pero últimamente era una desgracia caminando.
De niña soñaba con una vida feliz. Como le habían enseñado, su padre y su madre de niña: a ser una princesita deseada y alabada por los monarcas de su reino; a ser una princesita bellísima, coqueta, esplendorosa, radiante de luz y de sol, estallante de alegrías?
Pero después le llegó la Vida. La Vida le pasó por encima, como a todos, como si no a todos, a tantos otros?
Perdió muchas cosas por el camino.
Perdió las ganas de ser feliz, los ideales, las quimeras impostergables (¿o no?), los sueños heridos, las ilusiones de un muy buen presente y de un futuro prometedor.
Supo adaptarse a lo mínimo, a no reclamar demasiado, a bajar la cabeza cuando se lo pedían las circunstancias y a conformarse con lo que le tocara, si era poco o poquito, no importaba, con eso era más que suficiente.
Terminó conformándose nada más que con respirar.
Le dejaron de importar, en lo más mínimo, los avatares de sus estados de ánimo. Ya ni siquiera los consideraba, ni importantes ni superfluos, directamente no los consideraba.
Ella sabía que su espíritu sabría ceñirse a las mieles más negras de la hiel y la penitencia feroz por el crimen que iba a cometer. En cierto modo lo sabía. Lo había sabido desde siempre. Desde niña. Cuando papá y mamá la tenían como la princesita adorada en su reino de ficción, jugando con príncipes celestes que venían en caballos blancos y alados a pedir su mano con un anillo de rubí y oro, plagado de diamantes tornasolados.
Ella siempre lo supo.
Había una sombra negra, un espectro más bien, que ensombreció toda su vida desde el comienzo mismo, desde el principio, por más que en un principio su vida hubiera sido un paraíso terreno de juegos, amores, deseos cumplidos y alegrías sin fin.
La sombra de un cuervo negro y lustroso (que no era el de Edgard Allan Poe) la seguía por todas partes, pegada a su sombra, ahí nomás, ahí mismito; donde su sombra iba, el cuervo iba sobrevolando su cabeza de largos cabellos lacios.
Un día mató a uno: lloraba demasiado. Lo estranguló con sus dedos en un ataque de impaciencia maternal que tocó los bordes de la locura. Lo puso en su moisés blanco, con su ajuar de bautismo, todo blanco, de batista y con puntillas tejidas a mano, en hilo, al crochet. La mantita, también de crochet, envolviéndolo, blanca también, con finas puntillas en macramé y algunos bordados.
Lo rodeó de rosas rojas, de los rosales que habían florecido en su jardín y que recién acababa de arrancar. Le puso el rosario de perlas con la crucecita de plata entre las manitas ya azules.
Lo tiró a la corriente del río.
No lo vio más.
Un día mató al otro: no dejaba de romper cosas con la pelota que la andaba tirando para todos lados. Jugaba al fulbito todo el tiempo, todo el tiempo, como era el padre. Tenía cinco años. Ella ya no le tuvo más paciencia. Ya había roto los vidrios de la ventana, una lámpara y las copas de cristal que eran las que le había regalado, antes de morir, la abuela, junto con toda la vajilla que era su dote de casamiento. Lo llevó al río un día. Era un día de sol, de pleno verano, jugaron a bañarse todo el día y a nadar. El pibe nadaba bien y sabía, sabía nadar lo más bien, parecía un pescado. Pero en un momento ella lo manoteó y lo metió debajo del agua. El pibe pateó y pateó y trató de salirse, la mordió y tragó agua y agua y mientras tanto ella lo estrangulaba por debajo de las aguas marrones y oscuras, aguas fluviales que ya tanto habían visto.
Lo dejó que la corriente se lo llevara. El cuerpito desnudo o casi, ya sin vida, flotando a la deriva en el centro del agua color del león.
No lo vio más.
Tampoco la vieron más a ella.
Juran algunos que a veces, en las noches de luna llena, anda rondando los jardines de la casa donde había sembrado las rosas rojas, que todavía están y están muy lozanas, los jardines de la casa que dan al río; y llora en los bordes del agua, llora, llora con un quejido quejumbroso de espectro de ultratumba; que lleva un vestido blanco, como de novia, largo, muy largo y todo ensangrentado, que su rostro no se puede ver por los velos o el tul del tocado de novia pero que si lo ves es como una calavera muy negra y oscura en donde los huesos son del color del ébano y, probablemente, de ese mismo material, y que lleva entre las manos huesudas y negras también un enorme ramo de rosas rojas, recién arrancadas de su jardín, para dejar sobre la tumba de los niños?
Y que como no los encuentra, y no los encuentra, porque la corriente del río hace mucho tiempo que se llevó los cuerpitos a otros lados, recorre las riberas del río, incansable, infatigable, siempre con un enorme ramo de rosas rojas y con su vestido de novia, aullando un lamento ensordecedor que suena al quejido de ultratumba de una madre que cometió el más horrible de todos los crímenes, el aullido de una madre que, desahuciada de esta vida, cometió el pecado de haber estrangulado a sus dos hijos.