Aunque ya mucho se dijo, el discurso presidencial de inauguración de sesiones del Congreso Nacional todavía permite reflexiones. Más allá de remanidos sonsonetes –“ya pasó lo peor”, “la inflación seguirá bajando”, “vamos a dejar de endeudarnos”, “van a llegar las inversiones”–, el Presidente no advirtió que al empezar evocando a los 44 submarinistas del ARA San Juan no pidió un minuto de silencio, como tampoco dispuso banderas a media asta hace tres meses y medio, con lo que redondeó la ofensa a 44 familias lastimadas.
En cambio, pronunció frases sorprendentes (por candorosas o por aviesas) que describen o delatan, por lo menos, los niveles emocionales e intelectuales del Sr. Macri. Amparado en la impunidad oral de que goza y le resguarda el periodismo oficialista, anunció una ley de “financiamiento productivo”, dijo que “no podemos gastar más de lo que tenemos” e inventó la creación de 270 mil puestos de trabajo, fantasía desmentida por todas las estadísticas que indican desempleo generalizado y cierre de fuentes de trabajo ante el ingreso masivo de exportaciones inútiles y destructivas del aparato productivo nacional. Se pronunció en contra de la legalización del aborto, contribuyendo así a la trampa montada para que se discuta “legalizar”, cuando en realidad la discusión es por “despenalizar”, que no es lo mismo; criticó, para no variar, a los gremios docentes, y dijo que “rehabilitamos cerca de 5 mil kilómetros de rutas que estaban en mal estado y estamos recuperando 12 mil más”, gracejo que obliga a preguntarse a qué país se habrá referido, porque quienes lo recorren a diario en ómnibus, camiones y automóviles saben que eso no es verdad.
El papelón de la jornada, una vez más, estuvo a cargo de la vicepresidenta Michetti, que se luce con innegable originalidad cada vez que abre la boca. Pero lo grave de la jornada fue el aval presidencial, una vez más y con su siempre impostada firmeza, a las políticas represivas. Las cuales resulta inevitable vincular con el hecho de que días antes, a mediados de febrero, designó nuevo jefe de Estado Mayor del Ejército al general de brigada Claudio Ernesto Pasqualini, un paracaidista y montañista cordobés de 57 años que no participó de la Guerra de Malvinas, con buen legajo y varias condecoraciones, pero cuyo currículum obliga a encender luces amarillas ya que está casado con la hija del represor Athos Gustavo Renés, un ex oficial del Ejército condenado a cadena perpetua por la matanza de Margarita Belén, en el Chaco, el 13 de diciembre de 1976, encarcelado en la U-7 de Resistencia y con condena confirmada por la Corte Suprema de Justicia en septiembre de 2017.
Nadie tiene por qué sospechar de nadie por sus vínculos familiares y las malas acciones de ascendientes o descendientes, desde ya, pero este nombramiento enciende otras luces, todas rojas, dado el firme y constante apoyo que la Sra. María Laura Renés de Pasqualini ha venido prestando, por años, a las furibundas posiciones de la Sra. Cecilia Pando.
En ese contexto el revanchismo de la derecha más recalcitrante, que ocupa altas posiciones en el gobierno macrista y no deja de crecer, sumado a la política de “mano dura” y las felicitaciones a chocobares y afines, más la notoria remilitarización de la vida cotidiana y la degradación institucional y jurídica de la vida argentina explican también el cantito que se ha dado en llamar “hit del verano” y que espontáneamente ganó estadios, redes sociales y calles para insultar al presidente y a su señora madre.
No es que eso esté bien, ni es plausible que una sociedad se exprese en esos términos, pero debe entenderse como una expresión espontánea, un grito de furia por el disgusto que producen las políticas antisociales, antinacionales, corruptas y colonizadas de prácticamente todo el gobierno, pletórico de Panama Papers y negociados que afectan al pueblo trabajador.
Los que se espantan ante el insulto al Presidente bien harían en advertir lo saludable que es que el pueblo cante su bronca, en lugar de buscar otros cauces. Y entender que ese cantito-puteada, en sus infinitas y divertidas variaciones, demuestra en primer lugar que la deliciosa inventiva popular es algo que el espíritu fascista nunca aprende ni tolera; y que por eso mismo la resistencia popular siempre vence a la censura. La libertad de pensamiento y expresión son absolutos, aquí y dondequiera, y de ahí que imaginación e ingenio desbordan a quienes pretenden reprimir la libre expresión.
El canto popular que hoy atruena los estadios argentinos y las redes sociales se reproduce a puro ingenio e inventiva, y se escucha incluso en el silbo distraído de muchos transeúntes. Eso es, de hecho, una maravilla de la democracia y expresión sublime de libertad popular. El pueblo se da cuenta de la realidad más allá de lo que mienten, ocultan y disfrazan los medios oficialistas, que a toda hora proponen debates sobre temas tontos que no hacen al fondo de ninguna cuestión. El único fondo del canto puteador es la bronca que generan ajustes, tarifazos y endeudamiento, más el desguace de la educación y la salud, y el maltrato a los jubilados.
Lo que hay en los insultos al presidente es una crítica a las políticas públicas, una protesta que no puede ser prohibida y una saludable rebeldía ante los atropellos. Es la muestra estentórea del disgusto de un pueblo estafado. Y un grito de bronca que es, sobre todo –y esto es lo mejor–, incontrolable.
Las siete letras del pronunciamiento popular –MMLPQTP– expresan un sentimiento profundo que va más allá de cómo much@s votaron en 2015 y 2017. Por eso el uso del verbo “insultar” es interesante, porque seguramente much@s de los que ahora lo pronuncian no decían esta boca es mía cuando a la anterior presidenta le dedicaban vocablos ofensivos como yegua y puta.
Todo indica que esas siete palabras seguirán siendo cantadas, con la irrefrenable y desafiante alegría popular que exaspera a los ricos, los CEOs, los funcionarios, los coachers de campañas, los conversos, los censores, los desclasados y los clasemedieros colonizados.
Y el destinatario se la tiene que bancar, entonces. No hay de otra.