Para algunos, Sandro vuelve; para otros, nunca se fue. Lo cierto es que la aparición de una serie televisiva sobre la vida del cantante confirma cuánta potencia guarda el mito. También va en esa dirección Sandro. El fuego eterno, el libro que escribió Mariano del Mazo. En este caso, la edición de Aguilar apunta más bien a desmenuzar ese mito, a explicarlo poniéndolo en contexto, a descubrir los aspectos menos conocidos de un artista que siempre supo exponerse desenfadadamente y al mismo tiempo mantener su vida en el ámbito de lo privado. Con ritmo periodístico y análisis atento, sin cholulismos pero con anécdotas jugosas, Del Mazo cuenta en este libro por qué puede entenderse a Sandro como “un artista extraordinario” y “un personaje fascinante de la cultura popular”.

“Roberto Sánchez y Sandro en un punto fueron la misma persona, y así lo entendió su legión de fans: sólo con la verdad fue posible mantener una pasión tan perdurable. Cuando Sandro mentía, avisaba que mentía. Mostraba el juego. Era, si se quiere, una alta forma de la astucia. Sabiduría barrial”, define Del Mazo. De explicar por qué y cómo Roberto Sánchez / Sandro lograba “ese invento de superhéroe que él mismo patentó” se trata en parte este libro, que tuvo una primera edición en 2009, y que ahora se reedita actualizado.

La infancia en un conventillo de Valentín Alsina, en una pobreza con biblioteca; el contexto social que propició la formación de un joven curioso y autodidacta, sin secundario competo pero culto; el lugar que Sandro ocupó en la industria del entretenimiento desde fines de los 60; la manera en que llegó a la calle Corrientes, llenando primero pequeños teatros del Conurbano; su delineada proyección como “Sandro de América”, y al mismo tiempo su negativa a instalarse en Miami –su elección por ser “de Banfield”–, sus “nenas”, sus esposas, el cerco a su vida privada; sus malas inversiones y negocios; la unánime percepción de que fue un tipo absolutamente generoso, se cuentan muy bien en el libro. Al rastrear su surgimiento artístico, Del Mazo planta una definición: “Por actitud, por ciertas acciones pioneras, por talento, se puede considerar a Sandro como el inventor del rock and roll argentino”, asegura.

–“El inventor del rock argentino” es una de los títulos que tira en su libro. No suele ubicarse a Sandro en ese lugar, o al menos se minimiza esa etapa. ¿Por qué?

–Y sí, del rock lo borraron de un plumazo. Pero fue el primero que tradujo al español temas de los Bealtes, “Blowin’ in the wind”, “La casa del sol naciente”, dos himnos de la contracultura hippie de la década del 60. Se supone que el rock argentino nació desde la bohemia, pero nació desde la necesidad de impactar y de estar entre las grandes ligas. Y si Sandro era un artista mediático y comercial, “La balsa” también fue hecha en una multinacional, los integrantes de Almendra hablaban con los mismos tipos con los que hablaba Sandro para grabar.

–Y en el libro cuenta que compartían espacios de bohemia…

–En los 60 Sandro terminaba los conciertos y se iba a La Cueva a tocar temas de Ray Charles al piano con Pajarito Zaguri. El fue víctima de esa división bastante tajante y difusa entre lo que se decía que era música “progresiva” y “complaciente”. ¿Dónde se ubicaría “Trigal” y dónde “La chica del paraguas”, de Los Gatos? Hay un símbolo que es muy fuerte: la guitarra con la que Moris graba “Rebelde”, considerado el primer tema del rock argentino, es un regalo de Sandro. Charly García, que siempre la tuvo re clara, grabó con él a principios de los 90, cuando Sandro todavía no era el mito. Y ya después, el disco Tributo a Sandro. Un disco de rock, fue como un pasacalle en la puerta de Banfield que decía: “Perdón Sandro, por tantos años de no escucharte”...

–De todos modos, él eligió luego seguir otra ruta, o mejor dicho varias, diferentes. ¿Por qué tanta reconversión?

–El va siendo muy atravesado por todos los procesos socio culturales en los que vive. En la primera música de Sandro está el rock and roll de Elvis, algún fraseo medio tanguístico de las orquestas que iba a ver en Valentín Alsina cuando era chico -era fan de Pugliese con Alberto Morán–; después se ve la presencia de los cantantes italianos románticos de San Remo, de Aznavour… Inclusive hay unos discos bastantes pobres de la década de los 80 en los que trata de acercarse a un sonido pop. Son fallidos, pero muestran esa necesidad suya de ser siempre contemporáneo. Fue una gran esponja de su época, siempre.

–Pero no siempre conectó con su época. ¿No hubo un tiempo en que era visto como pasado de moda, “grasa”?

–La década del 80 fue bastante aciaga para él, ahí quedó un poco fuera de foco, como un personaje antiguo y ajeno al momento social que se estaba viviendo. En la revista Humor se referían a él con un desprecio grave, por ejemplo. Lejos de tomar eso como una afrenta o con rencor, él esperó tranquilo, siguió actuando en pequeños sitios del Conurbano, y tuvo que pasar mucho tiempo para que se lo descubriera.

–¿Hubo algo que descubrió, que lo sorprendió en la investigación?

–Muchas cosas. Me sorprendió su valentía cuando decidió hacerse el trasplante, porque sabía que era muy posible que no saliera de esa operación. Me atrajo que dijera: yo no quiero vivir conectado a un tubo, para vivir así, prefiero morir. Me emocionó como gesto voluntario. También me pareció muy interesante el manejo que tuvo de su figura, de super héroe: la máscara de Sandro y la persona de Roberto Sánchez. Fue el primero que dijo, mucho antes que Moria, “yo no compro lo que vendo”, una gran frase. Era un jueguito que él hacía, pero no era un esquizofrénico. Fue un tipo que creó un personaje muy poderoso y lo siguió hasta las últimas consecuencias. Un personaje que fue, finalmente, parte de sí mismo.