La ceremonia número 90 de la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood fue tan anodina que se diría que la única novedad digna de consignarse fueron esos sobres negros XXL con que las estrellas de la noche salían a anunciar rubros y ganadores y que tenían inscripta la categoría en letras doradas mayúsculas que parecían los títulos catástrofe de Crónica TV. Eso era obviamente para tranquilizar a la audiencia y hacerle saber que los presentadores tenían el sobre correcto en sus manos y que no era posible que pudiera volver a suceder un papelón como el del año pasado. La consigna, claramente, era que sin mostrarlo de manera explícita, actores y actrices lo sostuvieran en sus manos de forma tal que fuera bien visible para las cámaras. Pero cuando llegó el momento culminante y Warren Beatty y Faye Dunaway volvieron después de un año al mismo lugar para anunciar el mismo premio, a la mejor película, por un instante pareció que todo iba a suceder de la misma manera, como en El Día de la Marmota, como si protagonistas y espectadores estuviéramos todos atrapados en un laberinto temporal del cual era imposible escapar.
“Gracias, es tan lindo verlos de nuevo”, sonrió nerviosa Dunaway, ante un auditorio que se puso de pie para aplaudirlos, como un justo acto de desagravio. Más tenso aún estaba Beatty, que nunca llegó a mostrar el sobre como sin duda le habían indicado, para evitar cualquier suspicacia, y que, cuando le llegó el turno de abrirlo, por unos segundos sus manos parecían no responderle. Hasta que por fin logró asomar al menos parcialmente la tarjeta ganadora y le adjudicó el premio a la mejor película de la temporada 2017 a La forma del agua, del mexicano Guillermo del Toro.
No sonaron voces de alarma, nadie vino a enmendar nada, ni a corregir el anuncio, como sucedió el año pasado, cuando el escenario del Dolby Theatre de pronto parecía más concurrido que un colectivo en hora pico, salvo por el hecho de que era toda gente muy elegante y bien vestida. Y sin embargo, a esa altura de la madrugada, cuando habían pasado más de tres horas y media de show, daba toda la impresión de que esa ceremonia había sido exactamente igual a todas las anteriores de los últimos años, como si en Hollywood, al menos durante la temporada de premios, se vivera en una constante Noche de la Marmota. Y que quizás el yerro garrafal del año pasado fue, por el contrario, una revelación, un epifanía, un misterioso portal que logró abrirse en el círculo vicioso del tiempo y que permitió descubrir, al menos por una vez, que era posible escapar de esa rutina de sonrisas impostadas, discursos histriónicos y autoindulgentes y números musicales técnicamente tan perfectos como insubstanciales.
No por nada la transmisión televisiva de este año, en los Estados Unidos, bajó 16 por ciento de rating con respecto al año anterior. Es verdad que hubo cierto suspenso con respecto a qué película se iba a llevar el Oscar al mejor film, porque durante la velada la premiación venía muy repartida y las variables (como se explicó en la edición del domingo en estas mismas páginas) eran muchas. Pero el hecho de que finalmente resultara ganadora aquella que de hecho era la favorita, con trece candidaturas, resultó si se quiere un final anti-climático, como si hubiera sido escrito por un mal dramaturgo. De esas trece nominaciones, La forma del agua ganó en apenas cuatro, en orden creciente: mejor dirección artística, mejor composición musical (para el francés Alexandre Desplat, su segunda estatuilla después de la que se llevó por Gran Hotel Budapest), mejor dirección para Del Toro y finalmente mejor película.
Considerando que se trata de una fábula romántico-fantástica sobre la aceptación de las diferencias, sobre el amor en sus formas más amplias (incluidas las ictícolas) y sobre el coraje necesario para enfrentar a aquellos que quieren expulsar o encerrar a todo aquel que no se corresponda con eso llamado “normalidad”, el premio otorgado por los más de siete mil socios votantes de la Academia debe interpretarse como un gesto político –tibio, pero gesto al fin– en el corazón de la era Trump. E interpretarse doblemente en ese sentido si la película proviene de un director mexicano, aunque ya definitivamente asimilado –y ahora pareciera más que nunca– al lenguaje y a la tradición de Hollywood (ver nota aparte), desde Frank Capra hasta Steven Spielberg, pasando por Douglas Sirk, como el mismo Del Toro reconoció arriba del escenario.
Hablando de Trump... A diferencia del año pasado, donde su sombra estuvo mucho más presente, esta vez apenas si sobrevoló la velada. El maestro de ceremonias Jimmy Kimmel lo mencionó una única vez en un chiste que nadie festejó demasiado y pasó casi inadvertido. Más rotunda fue la presentación en el escenario de Lupita Nyong’o y Kumail Nanjiani. Ella, que en el 2015 ganó el Oscar a la mejor actriz secundaria por 12 años de esclavitud, nació en México pero es de origen keniano. El, que es actor pero en la noche del domingo era candidato al mejor guión por su comedia Un amor inseparable, es paquistaní. Sin nombrar a Trump, ambos se refirieron a Hollywood como lo que siempre se dice que es –una fábrica de sueños– y además de reconocerse a sí mismos como inmigrantes que pudieron cumplir su sueño en ese crisol de razas que es la comunidad artística se manifestaron solidarios con los llamados “dreamers”, aquellos jóvenes inmigrantes a quienes la administración Trump mantiene en un limbo y a quienes amenaza con expulsar.
Como para quedar bien con Dios y con el Diablo, los productores hicieron subir al escenario al actor secundario Wes Studi, “native-american” para más datos, quien dijo estar orgulloso de haber combatido en Vietnam y presentó un compilado de escenas de clásicos del cine bélico, pletóricos de marines estadounidenses de todas las épocas, y que dedicó a “aquellos que lucharon por la libertad en todo el mundo”. La Academia cerró el clip con un cartel que decía: “A todos los hombres y mujeres de nuestras fuerzas armadas”. Fue un momento bizarro, que no dejó huella en el Dolby Theatre y que en cambio encendió a los tuiteros más jingoístas, que se despacharon contra “Hanoi Jane”, a pesar de que la señora Fonda hace décadas que olvidó en el quirófano del cirujano plástico sus actitudes progresistas.
¿Y el hashtag #MeToo? Se usó poco y nada, las actrices prescindieron en su mayoría del vestido de gala negro (salvo Eva Marie Saint, espléndida a los 92 años, que no quedó claro si lo hacía en nombre del movimiento feminista o porque estaba de luto por el reciente fallecimiento de su esposo) y en los discursos tampoco se notó demasiado, con la única excepción del de Frances McDormand, que en su vehemencia y verborragia suplió todas las otras omisiones. El suyo fue, como suele suceder en el rubro mejor actriz (ganadora por Tres anuncios por un crimen), la pièce de résistance, el clímax de la velada. Empezó por poner su estatuilla en el piso, para poder tener las manos libres y así arengar mejor a la platea. Y vaya si lo hizo. Pidió a todas las mujeres nominadas en todos los rubros que se pusieran de pie (“¡Vamos Meryl, si vos lo hacés todas lo harán!”, empezó por pedirle a Mrs. Streep, vestida de rojo furioso en la primera fila) y cuando las tuvo a todas en alto y aplaudiendo dijo: “Voy a terminar con dos palabras: Inclusion rider”.
¿Qué es “inclusion rider”? Las redes estallaron buscando una respuesta a esa pregunta acuciante. Algo que la misma McDormand reconoció que hasta hace poco no sabía que podía existir en Hollywood: una “cláusula de inclusión o de equidad” por la cual una figura muy convocante –como ella misma, ahora que tiene ya dos premios Oscar en su vitrina, el primero conseguido por Fargo (1996)– puede hacer valer en su contrato y por la cual puede pedir que no solamente en el elenco sino también en el equipo técnico se respete la igualdad de oportunidades en cuestiones de género y de raza. “No queremos que nos den charla ahora en las fiestas después de la ceremonia, queremos que nos reciban en sus oficinas, o vengan a las nuestras, y escuchen nuestras ideas. Tenemos muchas y son muy buenas”, dijo refiriéndose a todos los ejecutivos de los estudios. O a casi todos. Seguramente no estaba pensando en Harvey Weinstein.