El cortejo avanzaba bajo una llovizna persistente que humedecía cada hueco, cada grieta, cada pared de las bóvedas grises. Cuellos alzados, humo de tabaco entre los labios de los hombres. Velo negro de tul y puntillas en el contenido sombrero de las mujeres. Tres chicos pateaban una piedra al final de la columna, felizmente ajenos al sentimiento de los adultos; la madre de uno de ellos lo agarró fuerte del brazo y entre dientes le exigió, por última vez, que se quedara quieto porque en la próxima no habría advertencia antes del chicotazo.
Natalia oía a sus chicos que jugaban en la sala, felizmente ajenos al sentimiento de los adultos; tomó las manos de Julián y las llevó lentamente hacia su pecho. Julián apenas pudo percibir los latidos como ausentes del corazón apenado de la mujer. Afuera, el mayor de los hijos rió con estruendo y se oyó un golpe sobre la madera del piso; la menor gritó como cuando veía volar una cucaracha y luego también ella rió. Julián se levantó para ir a retarlos y pedirles que dejaran de hacer ruido. Pero Natalia le rogó que no lo hiciera, porque lo único que en ese momento deseaba era escucharlos jugar.
Los caballos retozaban nerviosos; con la respiración exhalaban un vapor tibio y agridulce de alfalfa y miel, de caballeriza aseada, de cuero recién lustrado; era un aroma inadecuado para el dolor porque recordaba infancias. La humedad sí era densa, como los ánimos; las ruedas del carruaje patinaban sobre un empedrado cubierto de arenilla y aserrín viejo. Se oía un bisbiseo de pasos lentos y arrastrados; la ausencia de palabras remarcaba la insistencia de los llantos mudos, del rodar de la carroza, del resoplo agridulce de las bestias ataviadas en la cabeza con cucarda y divisa punzó.
Julián miró a Natalia y vio en su rostro la espantosa contradicción de la agonía ahogando el último reclamo de vida en el cuerpo joven de la mujer. Alguien sollozó. Desde la sala llegó un rumor apagado. La niñera finalmente había logrado calmar a los chicos. Julián se inquietó porque ella también escuchó las vocecitas haciendo preguntas imposibles de responder, todavía, con la verdad.
El viento silbaba entre los árboles. La neblina comenzaba a descender; el golpe de las ruedas sobre el empedrado provocaba un temblor que trepaba por las suelas, ganaba los pies y luego se extendía por las piernas para recaer finalmente en los estómagos, donde todos los sentimientos confluyen.
Ella intentaba mantener los ojos abiertos, pero la tenue luz de las velas era demasiado intensa, mucho más de lo que podía soportar; forzó una sonrisa e intentó decir algo, aunque sabía que no era necesario hablar.
El carruaje se detuvo delante de la puerta de hierro. La antigua placa de bronce había sido pulida para recibir impecable a ésta nueva que esperaba, debajo de un exquisito género de tela negra, a que la descubrieran las manos trémulas del cortejo. Los caballos seguían nerviosos.
Su aliento, con las horas, fue cada vez más débil. El cabello descolorido, seco, revuelto sobre la almohada, dibujaba un complicado laberinto de cuerdas que Julián observó ensimismado para no pensar. O para intentar no pensar.
Las cortinas de encaje blanco, las velas, las flores, el silencio, la bruma, los pasos apagados, alguna tos solitaria, los sollozos, el empedrado húmedo, los caballos tensos, el chirrido de los ejes de las ruedas, las placas de bronce, las bóvedas grises, negras, tristes, la divisa punzó de la Santa Federación. La llovizna. La bruma.
Se ahogó, tosió como si el alma se le hubiera atragantado en el último suspiro; un hilo de sangre brotó de su pequeña nariz. Julián acercó la vela, tomó un pañuelo y delicadamente la higienizó. La besó en los labios y le cerró los ojos.
Seis hombres asían las aldabas de bronce en el último tramo; traspusieron la puerta de hierro al tiempo que los sollozos se transformaban en llantos, en pañuelos aplastados sobre rostros dolidos, desfigurados.
Julián acomodó la almohada. Repasó con los dedos el borde seco y ya frío de sus labios. Abrió la puerta del cuarto todavía sin saber qué les iba a decir a los chicos, cómo les iba a comunicar la terrible noticia.
Alguien habló frente a la puerta de hierro; el obvio discurso sobre la vida del hombre probo y padre ejemplar que los salvajes habían ultimado, ¡que mueran ellos también! El cura dijo una oración moviendo apenas los labios, dibujó una cruz en el aire y bajó la mirada hasta perderla en el empedrado. Los llantos recobraron intensidad. La bruma era espesa; el viento comenzó a ganar fuerzas. La lluvia rebotó sobre los cristales. La neblina se disipaba. La llovizna persistía, pero las gotas fueron más gruesas y picaban en los rostros. Los paraguas se abrieron. Los caballos intentaron un paso que el cochero censuró. Los movimientos se hicieron menos lentos. La llovizna fue chaparrón. Los tiempos se acortaron. Los llantos se tornaron quejas y reclamos inútiles cuando la puerta de hierro se cerró bruscamente impelida por el viento. Las velas se apagaron. Los caballos por fin pudieron marchar. El cortejo desapareció entre corridas y paraguas compartidos. Las placas de bronce quedaron descubiertas, una junto a la otra. Natalia y Julián. Un rayo cayó sobre el pararrayos de la iglesia. El piso vibró, y el apuro fue entonces confusión. Los paraguas se voltearon; las calles se anegaron en apenas un minuto. La gente corrió buscando refugio en la basílica recoleta al grito de ¡Viva la Santa Federación!
El cementerio quedó vacío. El viento huracanado y la lluvia desesperada anunciaban ante nadie el reencuentro de los amantes.