“¡Viva Latinoamérica!” El grito no fue lanzado en alguna convención regional o foro internacional sino en el Dolby Theatre de Los Angeles, en la tarde septentrional del domingo. Lo produjo el guatemalteco Oscar Isaac, actor en pleno ascenso en Hollywood y parte del elenco de Star Wars: El último Jedi, cuando leyó el sobre correspondiente a la terna de Mejor Film Animado, que daba como ganadora a Coco. ¿Pero es Coco un film latinoamericano, como para justificar la euforia de Isaac? O reconociendo que no lo es, ¿ayuda acaso el film de Pixar a dar a conocer la cultura latinoamericana más allá de los clichés que se tienen sobre ella, en Estados Unidos y en el mundo? Del mismo modo cabría preguntarse si son el cine mexicano o el chileno los beneficiarios de los cuatro Oscars obtenidos por La forma del agua, de Guillermo del Toro, y el de Mejor Film en Idioma No Inglés por parte de Una mujer fantástica, de Sebastián Lelio. Más aún: la inédita ola ganadora de Gravedad, de Alfonso Cuarón (2013), Birdman, de Alejandro González Iñárritu (tres Oscars en 2014), el propio Iñárritu como director (por The Revenant, 2016) y ahora La forma del agua, ¿es un triunfo mexicano, o sólo de tres cineastas de ese origen?
La historia no es nueva. ¿Cuántos, fuera del ambiente del cine, saben que el director de Casablanca, el de El hombre del brazo de oro y el de The Truman Show eran o son, respectivamente, húngaro, austríaco y australiano? Desde sus comienzos (ver Chaplin, F. W. Murnau, Alfred Hitchcock más tarde, y cientos más), Hollywood siempre funcionó como un pac-man de talentos que absorbe e integra, borrando el pasado. ¿Qué rasgos de identidad nacional podrían detectarse en el film noir Detour (1945), dirigido por el alemán Edgar Ulmer, en Intriga internacional, de Hitchcock (1959) o en Piso de soltero (1960), del también austríaco (o polaco, según fueron variando las fronteras de este último país) Billy Wilder? Ninguno, en una primera visión. Las tres historias transcurren en una reconocible Estados Unidos, habladas en inglés y protagonizadas por actores estadounidenses o asimilados (el caso del británico Cary Grant). Es verdad que analizándolas más en detalle pueden verse en ellas influencias, alusiones o una simbología propios de sus tierras de origen.
Volviendo a “la ola mexicana”, los Oscars ganados sucesivamente por Cuarón, Iñárritu y Del Toro son producto de la combinación de ambición, capacidad narrativa, pericia técnica y capacidad de adaptación de los llamados “tres amigos”, no de un reconocimiento hollywoodense a la eclosión, madurez e interés de una cinematografía nacional. Ni siquiera representan su ingreso a la Ciudad Dorada: cuando ganaron los tres ya estaban allí. Son dreamers asimilados. Tan asimilados que cuando ganan Oscars hablan en inglés, sin hacer mayor alusión al país de donde vienen, ni siquiera a las políticas antiinmigratorias de la Casa Blanca. Cuarón se formó, de hecho, en Hollywood, donde filma películas clase A desde que tenía 30 y pico, ganándose la suficiente confianza como para que lo dejaran dirigir una de las Harry Potter (El prisionero de Azkaban, la mejor de la serie, sin duda).
Iñárritu se consagró con su ópera prima mexicana, Amores perros (2000) y su siguiente película, 21 gramos (2003) ya fue hollywoodense. Del Toro, lo mismo: filma Cronos (1993) en México y la siguiente Mimic (1997) es en Hollywood. En su caso hay un desvío. Intenta hacer carrera en España, donde rueda dos de sus mejores películas, El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), pero termina volviendo a la ciudad del cartel en la colina, donde alcanza, ahora sí, al público del mundo entero. Eso sí: los tres se han ganado el lujo de mantener sus respectivas identidades cinematográficas, en una máquina machacadora de identidades como la que los ha acogido. Hollywood no les quitó nada. Salvo el pasaporte: tanto como Michael Curtiz, director de Casablanca, Otto Preminger (El hombre del brazo de oro) o Peter Weir (The Truman Show) difícilmente el día de mañana alguien recuerde de dónde venían.
¿Y México, que gana con los premios Oscar de los tres? Nada. Más menciones en las redes sociales. ¿Y con Coco? Que se lo siga conociendo como la tierra de unos campesinos de sombrero grande e ídolos de la canción, donde se celebra a los muertos y hay una señora cejijunta que se llama Frida Kahlo. ¿Y Chile, con Una mujer fantástica? El mismo caso que el de los mexicanos: se consagra su director, Sebastián Lelio, que ya tiene listas para estrenar dos películas filmadas en Hollywood, ambas en la senda de las que lo pusieron en ese lugar. Disobedience gira alrededor de una relación lesbiana y Gloria es, tal como su nombre indica, la versión en inglés, con Julianne Moore en el protagónico, de la película homónima que colocó a Lelio en la Premier League internacional. Lelio ganó para su país el segundo Oscar en la historia del cine chileno (el primero fue hace dos años para el corto Historia de un oso), pero no es el primer realizador de ese origen trabajando en Hollywood: Pablo Larrain, que es además su productor en los últimos años, ya está instalado allí, donde filmó Jackie con buen resultado.
Junto con Lelio ingresa Daniela Vega, protagonista trans de Una mujer fantástica, a quien la Academia le otorgó el domingo la oportunidad de lucir su fluido inglés, cuando le tocó presentar una terna. Si Penélope Cruz se cansó de filmar allí hablando inglés como habla, qué será de Daniela Vega, que lo hace como nativa y encima tiene el plus de ser transgénero. Lo cual le permitirá a Hollywood seguir combatiendo su bien ganada fama de comunidad machista y misógina. Por lo pronto, en la noche boreal del domingo nadie habló de abuso en el Dolby Theatre, con lo cual parecería que la tierra de las oportunidades cinematográficas tiene un fantasma menos para espantar.