En nuestro país, los períodos que se corresponden con gobiernos liberales y conservadores elegidos democráticamente se caracterizaron por defender la legitimidad de sus políticas a partir de la legalidad del acto electoral a través del cual fueron elegidos. Esta idea coexiste, en forma antagónica, con otra concepción que plantea que la legitimidad de los actos de gobierno deriva siempre de un proceso dinámico de búsqueda de consensos entre las demandas sociales y las respuestas políticas a estas demandas. En todos los ámbitos, los problemas a los que hace referencia la política conforman un campo en disputa, donde se entrecruzan distintos grupos de interés. Las políticas públicas reflejan siempre el posicionamiento del Estado frente a cada conflicto. Por este motivo, deben ser analizadas a partir de cómo se define cada problema social y qué regulaciones y acciones concretas se implementan para solucionarlo.
Días atrás, el Presidente de la Nación hizo un llamado a los docentes a integrar y liderar “una revolución en la calidad de la innovación educativa”. Sin entrar a analizar en profundidad el significado de esa frase, que consiste en una yuxtaposición de palabras marketineras que apelan al sentido común, la interpelación a los docentes se contradice de hecho con las acciones concretas que constituyen la política educativa del Gobierno. El Decreto 52/18 del Ejecutivo eliminó la Paritaria Nacional Docente como mecanismo democrático de negociación colectiva que fija pisos mínimos que deben ser respetados en las paritarias provinciales y le quitó poder de negociación al gremio mayoritario, la Confederación de Trabajadores de la Educación (Ctera). Según el Gobierno, a partir del acuerdo arribado en 2016 entre las asociaciones sindicales y el Poder Ejecutivo, que establece que el salario docente no podrá ser menor a un 20 por ciento por encima del salario mínimo vital y móvil, le corresponde a cada provincia llevar adelante la negociación paritaria sin un acuerdo paritario nacional. Esta definición del problema salarial docente que realiza el Gobierno, además de desconocer los derechos adquiridos a través de años de lucha sindical y la vigencia de leyes anteriores, lleva a la profundización de las desigualdades interprovinciales y la desarticulación de las políticas educativas.
El mismo Decreto 52/18 habilitó al ministro de Educación de la Nación, Alejandro Finocchiaro, a convocar a la primera reunión del año con los sindicatos docentes nacionales para hablar “de educación y no de salarios”, como si fueran cuestiones que pudieran escindirse. Son numerosos los ejemplos a través de los cuales el Gobierno intenta negar el aspecto político de los conflictos, al mismo tiempo que se convoca a los distintos grupos involucrados a una mesa de “diálogo”. Sin embargo, el terreno de las acciones políticas concretas en el campo educativo, que claramente atentan contra los derechos de los docentes, muestra que el supuesto diálogo no busca arribar a consensos entre las partes, sino al consentimiento de una de las partes. Cuando se propone una participación que no incluye la confrontación y el conflicto, a los que se considera antidemocráticos, la participación se vacía de contenido. Resulta difícil, entonces, sostener la legitimidad de una política educativa que desconoce y reduce los derechos de los trabajadores de la educación. Mientras la balanza se inclina siempre hacia los sectores más poderosos y el Estado deja de ser garante de los intereses y derechos de los más desfavorecidos, lo que está en juego es mucho más que un mecanismo democrático de negociación colectiva. Si se les quita a los docentes este derecho, se acallan las únicas voces que pueden oponerse con fuerza al desfinanciamiento y desmantelamiento de la educación pública.
* Investigadora del Instituto de Investigaciones Pedagógicas Marina Vilte (Ctera), ex directora Nacional de Información y Evaluación de la Calidad Educativa.