A cuarenta años de la Guerra de Malvinas

Estas son las historias y recuerdos de algunos de los que lo vivieron, de sus familias, de sus contemporáneos. La mayoría de los testimonios fueron enviados por lectores del diario Página/12 o aportados gentilmente por el Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur, que dirige el periodista, escritor y excombatiente Edgardo Esteban.

Este especial nació como una apuesta para crear un archivo de memorias de excombatientes, aunque es imposible hablar de la Guerra de Malvinas sin las voces de las personas que vivieron aquel momento desde otros puntos de vista. Son sus recuerdos los que queremos cobijar y compartir para no perderlos pero sobre todo para recordarnos que Malvinas es, primero, un reclamo de soberanía. Estos son solo algunos de los testimonios. Esto es solo una punta del ovillo.

Capítulo 1

Guerra inminente

La noticia

Juan José Santagada | Excombatiente de Malvinas

Archivo fotográfico Télam | Archivo de la Comisión Provincial de la Memoria

Soy Juan José Santagada, tengo hoy 59 años y soy excombatiente de Malvinas. Entre 1981 y 1982 estaba haciendo mi servicio militar obligatorio en el Regimiento de Infantería de Patricios, ubicado en Palermo, sobre la Avenida Bullrich.

El viernes 2 de abril, el país amaneció con la noticia del desembarco argentino y todo era sorpresa y euforia. De hecho los soldados que unos días antes estábamos siendo entrenados para reprimir al pueblo que se movilizó a protestar a la Plaza de Mayo, fuimos vestidos con uniforme histórico para ser aclamados en la misma plaza por una multitud que vivaba al entonces dictador Galtieri, quien exultante desafiaba al imperio británico.

Si todo esto no era lo suficientemente confuso e inesperado, el 13 de abril estaba subido a un avión que me depositó muy pertrechado junto a 180 compañeros de servicio militar en las Malvinas.


Casa Histórica - Museo Nacional de la Independencia

Una médica en Comodoro Rivadavia

Fragmento de Quitilipi Lote Ocho, de María Gudiño Gil, socia de Página/12.

2 de abril 1982

Suena el despertador. Son las seis de la mañana. Salto de la cama como de costumbre. Me envuelvo en la bata y bajo a la cocina, enchufo la pava eléctrica, y voy por mi ducha. Cuando salgo, cruzo el living y me detengo en el espejo. Es el único momento de intimidad real conmigo misma durante el día. Sonrío, guiño un ojo a mi imagen y sigo directo a preparar el desayuno. Saco el cuchillo serrucho del cajón de los cubiertos y corto las ocho rebanadas de pan. Coloco la primera tanda en la tostadora.

Tacho el día dos de abril del almanaque que está allí colgado y en forma automática subo la mano derecha y enciendo la radio que está sobre la repisa. Me acerco a la heladera por mi jugo de naranja que no alcanzo a preparar. La noticia que escucho me paraliza:
Comunicado oficial: “Estamos en guerra con Gran Bretaña. En la madrugada de hoy, dos de abril de mil novecientos ochenta y dos, hemos recuperado las Islas Malvinas para todos los argentinos. Firmado: Teniente Coronel Leopoldo Fortunato Galtieri”.

Me quedo con las manos cruzadas tapándome la boca para no gritar. Abandono lo que estoy haciendo y me vuelvo. Cuando paso frente al espejo, desconozco a esta mujer desencajada. Mi cuerpo entero tiembla. Llorando, trato de mantener la cordura, pero subo tambaleando por las escaleras hasta el dormitorio. Me abalanzo sobre Luis y le cuento la novedad. Un silencio lúgubre nos invade. Es como una noticia de muerte. Creo que los dos sentimos miedo. Jamás se nos ocurrió pensar algo similar en este país y menos en este pueblo tan tranquilo y amigable. Nos abrazamos, una vez más, apenados por lo que pueda pasar y por la alegría cotidiana interrumpida ante la realidad. Despertamos a nuestros hijos con las caricias de costumbre y, como todos los días, se desperezan con protestas. El más chico, Matías, dice:

—No tengo ganas de ir al colegio, hace frío.
—Hoy debés ir sí o sí —le digo con voz autoritaria.
Me mira asustado:
—¿Qué te pasa, mami? —pregunta, extrañado por mi tono.

Lo abrazo. Con Luís tratamos de explicarles a los tres lo distinto de este día. Bajo a la cocina. En la mesa coloco las cinco tazas sobre los individuales y voy por las pocas tostadas. Las lágrimas de nuevo caen sobre el repasador blanco que cubre el pan y vuelvo a secarme con una manga. Me apoyo en una silla y luego en la mesada hasta llegar a la heladera, saco el dulce de leche y, extrañada, miro de nuevo hacia la pared que tengo adelante y que poco rato atrás me abofeteó con la realidad de este amanecer. Siento ganas de tirar la radio, de negar esta diablura del destino. Las lágrimas no cesan y el momento es abrumador. Hierve el agua. El silbido de la cafetera, tan conocido, me asusta. Con pasos lentos acerco la bandeja con una actitud distinta ya que, en esta época escolar, corro todo el tiempo. La puerta vaivén se abre y los niños entran, me besan otra vez y se ubican cada uno en su lugar. Hoy no escuché las corridas y los empujones acostumbrados: ¿será que la inocencia de nuestros hijos está alterada? Con Luís nos miramos fijo por unos instantes. Somos cómplices de la puesta en escena para mantener la cordura. No hablamos del tema, pero el silencio dice todo. Finalizado el desayuno, mi marido nos espera en el auto como siempre. Los chicos van a la escuela Abraham Lincoln: tienen doble escolaridad. Por la mañana estudian en castellano y por la tarde en inglés. Entran los tres a la misma hora. Alzan sus mochilas, se sientan atrás y pelean como siempre por el lugar de la ventanilla. Siento que recuperan su normalidad. Cierro la casa y me siento al lado de Luís. Miro por el espejo retrovisor y pienso: “¿Qué pasará?”

La vecina de al lado está en la vereda, nos saluda y se acerca a la ventanilla preguntándome.

—¿Te enteraste? ¿Sabés algo?
Antes de hoy, nunca había hablado conmigo mucho más allá de un saludo. La noto tan preocupada como nosotros y le comento:—Si de algo nuevo me entero, cuando vuelvo del hospital te cuento.
Por la otra ventanilla, Alberto, un amigo de la familia, va con sus hijos y vocifera desde su auto.
—¿Están locos estos boludos? Mirá en la que nos meten —dice, mientras los chicos, con las manos frotándolas en los vidrios, se saludan eufóricos, aunque en diez minutos estarán juntos en la misma escuela.

Los grandes estamos aturdidos por la noticia. En el colegio, la directora nos tranquiliza. Los alumnos estarán bajo su custodia hasta ser retirados por alguno de los padres en caso de algún acontecimiento inesperado. Resignados a los hechos, retomamos el camino hacia el hospital por la avenida Hipólito Irigoyen, que hoy está más cargada que de costumbre. Cuando llegamos, nos miramos dándonos fuerza y me aprieta el hombro al mismo tiempo que me dice:

—Todo va a estar bien, no te preocupes, nos vemos a la tarde.
Es difícil separarse en este día. En la entrada del hospital hay pacientes y familiares protestando porque no los permiten pasar. Antes de llegar al servicio donde trabajo, por el pasillo, me saludo con Mabel, una fonoaudióloga amiga, y dice:
—Estamos citados en el hall central en diez minutos. Ya se suspendieron todos los servicios menos la guardia.

Apresurada, entro al consultorio y me encuentro con la asistente del servicio, me coloco el ambo y vamos juntas a la reunión. Estoy tiesa como el día de juramento a la bandera en el primario. No vuela una mosca. Finalmente se abre una puerta y se acercan a nosotros los directores. “Uno de ellos lee el texto completo del primer comunicado y juntos indican las normas a seguir: Comodoro Rivadavia ha sido nombrado lugar de operaciones terrestres y nuestro Hospital Regional es designado hasta nuevo aviso, Hospital Militar. Se considera estratégico por estar distante de los comandos, las residencias vecinales y próximo al mar. El personal pasa a estar bajo bandera y tendremos credenciales de identificación para entrar y salir del nosocomio.



Diarios de guerra

Al finalizar la guerra, el ejército inglés capturó objetos personales de los excombatientes. Entre ellos, había cuadernos, libretas y agendas con anotaciones que hacían los soldados argentinos, una especie de diarios donde registraban sus días.

Hace unos años la inteligencia inglesa devolvió algunos de esos objetos al Estado Argentino, que los devolvió a sus dueños.

Aquellos que no fueron identificados se encuentran en el Museo Malvinas.

La llegada

“Libreta 9” Autor desconocido | Archivo Museo Malvinas

22 de abril

Hoy llegó una orden que la sección tiene que ir de vuelta a Caleta para reunirnos con toda la compañía. Llegamos a las diez de la noche a la escuela, y dormimos allí.

23 de abril

Hoy durante el día hicimos trabajo de mantenimiento en los equipos de los soldados, y a la noche nos íbamos a trasladar a Río Turbio cuando de pronto pegamos la media vuelta y volvimos a Caleta. En el trayecto se le cambió la misión al Regimiento.

24 de abril

Hoy a las nueve de la mañana toda la compañía fue al aeropuerto de Comodoro y de ahí a las “ISLAS Malvinas” donde llegamos y dormimos a la intemperie, nos agarró el frío, el viento, la lluvia.

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Capítulo 2

Soldados en Malvinas

La espera

Juan José Santagada | Excombatiente de Malvinas

Archivo fotográfico Télam

Durante los primeros días todo era muy desorganizado, aunque no mejoró mucho tampoco en las semanas posteriores. Como éramos una compañía y no un regimiento entero, se nos acopló a una unidad en determinada ubicación donde trabajamos por casi una semana cavando las trincheras que luego tuvimos que abandonar, porque nos dieron la orden de incorporarnos a otro regimiento. Ya a esa altura, donde todavía no se había disparado ni una munición, teníamos un alto desgaste físico por el trabajo realizado, hambre y frío. El viento por momentos era insoportable, se volaba la pobre comida de la cuchara antes de que llegara a nuestra boca.

Si bien en días previos se avistaba a gran altura aviones ingleses de reconocimiento, el 1 de Mayo fue cuando desde mi posición, ubicada con frente a la costa entre el aeropuerto y Puerto Argentino, vimos los primeros combates. Desde ese día los bombardeos aéreos y navales dirigidos al aeropuerto nos hacían temblar varias horas, de día y de noche


Primera línea

Vicente “Tito” Bruno | Excombatiente de Malvinas

Archivo fotográfico Télam

Llegamos a Malvinas con un bolsón de 25 kilos. Yo tenía una ametralladora que pesaba once kilos 800, más la bolsa del rancho, la mochila, el correaje con la pala, la caramañola y el sable bayoneta. Desde el aeropuerto al pueblo teníamos que caminar ocho kilómetros. Por suerte, el subteniente que estaba con nosotros paró un camión y nos hizo poner el bolsón arriba.

Llegamos como a las cinco de la tarde al pueblo, ya estaba oscureciendo. Nos tiraron a un costado de un corral de ovejas. Había empezado a lloviznar. Nos acurrucamos entre todos y nos tapamos con los ponchos. Pasamos la noche ahí.

Al otro día nos levantaron y el subteniente nos dijo: “A la compañía B le tocó la primera línea”. En el regimiento nos habían dividido así: los universitarios iban a Comando, los que tenían la secundaria completa a la A y después, “los peores”, los que teníamos hasta el primario, quedamos en la B o en la C.

Caminamos 14 kilómetros hasta llegar al lugar que nos correspondía. Los primeros días no tomé conciencia. El 2 de abril cumplí los 20 años, todavía era adolescente. Para nosotros era como volver a hacer un entrenamiento, como hacíamos siempre. Más o menos dos veces por día comía, preparábamos los pozos, dentro de todo sin ánimo de estar en una guerra, sin saber.

Hasta el 1 de mayo. Con el bombardeo, ahí nos dimos cuenta. Me hizo un clic.


Queridos soldados...

Las cartas fueron un puente entre las Islas y el continente. Familiares, parejas, amigos, maestras escribían a los soldados. Incluso personas a las que no conocían.

Una respuesta que viajó en el tiempo

Elena Rigatuso, Docente jubilada

Durante la Guerra de Malvinas yo era maestra de primer grado en la Escuela N°456, “Carlos Pellegrini”, de Rosario. La escuela está en un barrio populoso, de obreros y trabajadores estables hasta la dictadura y de expulsados por la desocupación después, changarines, de trabajos ocasionales.

Recibí el impacto de la guerra atravesada por miles de contradicciones. Por un lado, la certeza absoluta de la legitimidad del reclamo: las Malvinas son y serán argentinas. Por otro lado, la falta de confianza, también absoluta, en el Gobierno militar y las razones de su acción en la que una vez más, los jóvenes de nuestro país serían los principales expuestos y víctimas de esa decisión.

Pero la guerra estaba lanzada y cientos de pibes marchaban hacia el frente desde todos los hogares, también entre los de mis alumnos. Iban y eran despedidos, con esa mezcla de sonrisas, miedos y orgullo por “la patria”.

En mi escuela, como en muchas, se organizaron colectas para enviar al frente: medias, gorros, bufandas, chocolates…

Creo que la iniciativa de carta surgió a partir de una orientación a la población en general en tal sentido, surgida no se bien de dónde y que a mí me pareció buena para trabajar con los chicos. Las campañas y expresiones de solidaridad eran muchísimas.

Mis alumnos eran muy chicos, de primer grado, y por lo tanto no sabían escribir todavía.

No guardo copia de lo que “escribimos”, que en realidad escribí yo en base a lo que íbamos hablando. Sé que la dirigimos a “Queridos soldados”… y que compartimos el texto con la dirección y el personal de la escuela.

La respuesta nos llegó, como dice la carta, años después. Quien nos contesta, un soldado que pudo volver, se disculpa por haber demorado. Sin embargo esa carta escrita por un grupo de chicos y su maestra debe haber resultado realmente valiosa para ese soldado al que le tocó recibirla ya que la guardó por tanto tiempo y nos la contestó.

Ahora soy una docente jubilada hace muchos años. Mientras estuve en actividad impulsé en las escuelas donde trabajé que a la fecha se le diera la relevancia que tiene y cada aniversario de Malvinas participo de la vigilia y actividades que se organizan en la ciudad donde hay un centro de excombatientes muy activo, y que no deja de prestar servicios a la comunidad.

Me parece el mejor destino para la carta que esté junto a los otros testimonios.


Chiqui, la señorita de séptimo

Vicente “Tito” Bruno | Excombatiente

Mi maestra de séptimo grado me mandó una carta mientras yo estaba en Malvinas. Después de terminar la escuela no la había visto más. Muchos años después de casualidad retomamos el contacto. Ahora estoy escribiendo un libro con mis memorias de Malvinas y ella me lo está corrigiendo.


Transcripción de la carta

Transcripción de la carta:

Siempre tan charlatana tu maestra voy a perder el pelo pero no las mañas
_________________________________

Berisso 1 de junio de 1982

Querido ex alumno:
aún más querido soldado:

Hace unos pocos días que me enteré por mi hija Laura (tu compañera de 7° grado) que estabas en Las Malvinas. Si yo te dijera la enorme sensación de orgullo que sentí en ese momento, no podrías llegar a entenderlo. Imagináte, yo también, desde ese momento tenía un soldado mío, un muchachito a quien vi crecer, peleando por defender lo nuestro, ese cachito de tierra que quisimos siempre y la sentimos nuestra porque así nos lo enseñaron nuestros padres primero y nuestros maestros después. Perdona que en muchos pasajes de esta carta encuentres remiendos, pero es tanta la emoción que siento mientras te escribo que no puedo menos que equivocarme por torpeza. ¡Quién me iba a decir a mí, que con el tiempo me transformaría en la maestra de un héroe de la Patria. Creo que en la embriaguez de vuestra juventud, y aquí me refiero a ti y a todos los chicos como vos, que están contigo en Malvinas, la idea de heroicidad no ha pasado por vuestras cabezas; y sin embargo, no tienen que dudarlo, ustedes están haciendo la historia de nuestro tiempo, y dentro de muchos años, cuando tus nietitos hablen de la recuperación de las Malvinas, tú, el abuelo, orgulloso de lo que le tocó vivir, les vas a contar cómo fue ese episodio. Ellos van a tener el privilegio de escucharlo de labios del abuelo, que en la misma paciencia que tienen todos los abuelos, se va a repetir una y otra vez, como si fuera un cuento de todos. Querido José me has dado la oportunidad de tener alguien querido de quien sentirme muy orgullosa. De tener como mucha gente un soldado que es un poco mío, allá, en las Islas, esas islas por las cuales tantas veces sufrimos.

El lunes 31 (ayer) estuve en tu casa, para buscar tu dirección. Por supuesto pensaba entrar y salir para no perturbar la intimidad que supongo deben desear todos aquellos que tienen un ser muy querido lejos. Salió mamá Bruno a atenderme, me reconoció; entré; inmediatamente apareció papá Bruno y sobre la marcha Benito chica. Para qué decirte que debo haber estado como hora y media charlando. Tu mamá muy dulce, tranquila, esperando y esperanzada. Tu padre, me pareció un gran hombre, una persona muy sensata, muy equilibrada, yo no lo conocía te aseguro que me encantó escucharlo, te felicito por los padres que tenés. Bueno, nada mejor que tu para saberlo. Brunita chiquita estaba preocupadisima por unas bolitas, así que iba y venía de un lado a otro. Hasta recién también te voy a contar que conocí una mujercita muy dulce y muy tímida, muy suavecita y cariñosa que me presentaron como tu novia. Realmente conociéndote, es especial para ti, muy acorde a tu carácter, te digo que has sabido elegir; ojalá todo esto los ayude a unirlos y a complementarse y entenderse más.

Si Dios quiere, y creo, estoy segura que nos escucha, que todo esto va a terminar pronto. La mentira tiene patas cortas y nosotros tenemos la verdad de nuestro lado.

Quiero que les digas a todos los chicos que están con vos que aquí no los olvidamos que están más cerca nuestro que nunca, que a su vez, estamos nosotros allá en ustedes, a través de nuestros rezos y nuestros pensamientos. Todo anda bien, todo está en mano de ustedes, sigan portándose como hasta ahora, fuerza que falta poco. No quiero llenarte de palabras porque creo que cada una de las cartas que reciben están llenas de ellas, expresadas tal vez, mejor de lo que yo lo puedo hacer. Lo único que te puedo aconsejar es paciencia, tranquilidad, y una infinita confianza en Dios, que los protege en todo momento. Yo le pedí a tu mamá que cuando vuelvas me lo comunique vamos a estar todos juntos para festejar, (acordate que sos un poco mío)

Un beso grande para ti, para todos tus compañeros (ya no te pongo m antes de p), de parte de tu maestra de 7° grado, que aún, a través de los años te recuerda y te quiere.

Benita

PD. Decile a tus compañeros que tu maestra se equivoca porque pobrecita es viejita, así me disculpás adelante de ellos.

Entre los chicos de Berisso que están con vos allá conozco a Gustavo Bonifacio, Raúl Tavani y Alejandro Pavan. Dales cariños míos si los ves. Un beso y un abrazo de Laura.

Espero entiendas la letra ¡Qué vergüenza que la maestra le diga al alumno que ojalá entienda la letra!





Diario de Guerra: Segunda parte

“Libreta 9” Autor desconocido | Archivo Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur

4 de Mayo

Hoy nos levantamos temprano desayunamos a las nueve y seguimos en la construcción de la posición, cuando de pronto se escuchó la alarma de la base y vimos que venían tres aviones. Tiraron cuatro bombas pero solo hirió a dos soldados, pero nosotros le derribamos un avión que cayó cerca de nosotros, luego almorzamos y después nos metimos en la posición a esperarles de vuelta pero no atacaron más.

5 de Mayo

Hoy nos levantamos temprano desayunamos y luego limpieza de armamento y después esperando en la posición un posible ataque de los ingleses ya que esta base la quieren tomar a cualquier precio.

6 de Mayo

Hoy es el único día que salió el sol en Las Malvinas y también nos enteramos de que puede haber un arreglo entre los dos países.

7 de Mayo

Hoy no realizamos ninguna actividad, hubo descanso en las posiciones, yo me fui a la ciudad a higienizarme.

8 de Mayo

Hoy tuvimos misa y después a las posiciones a esperar un posible desembarco de los ingleses, eso durante el día, a la noche en la hora que yo estaba de guardia sentí el ruido de un avión que tiró una bengala e iluminó todo el sector que nosotros estamos. Era un avión Inglés.

9 de Mayo

Hoy hicimos limpieza de armamento y luego hubo descanso en las posiciones. Fue un día pacífico.

10 de Mayo

Hoy mi sección se trasladó a otro lugar a 2 km de donde estamos durante todo el día y la noche.

11 de Mayo

Hoy la sección volvió al lugar que estaba, el tiempo amenaza con llover durante el día, a la noche llovió toda la noche no pudo dormir nadie porque nos entró a todos el agua en las carpas.

20 de Mayo

Hoy permanecimos en las posiciones todo el día, no hubo bombardeos ya aproximadamente a 3 kilómetros de este lugar.

21 de Mayo

Hoy sí el bombardeo es en la base empezó a las ocho de la mañana y dejaron de bombardear a las diez tuvimos apoyo de la Fuerza Aérea. A mí me asustó un solo proyectil que cayó a 150 metros de mi posición.

22 de Mayo

Hoy cuatro aviones Harrier bombardearon la base, no hubo heridos ni muertos y atacaron en el horario del racionamiento.

23 de Mayo

Hoy durante la mañana no tuvimos ataque.

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11 de junio:
la batalla de Monte Longdon

Vicente “Tito” Bruno | Excombatiente

El 1° de mayo, cuando empezaron los bombardeos, estábamos en Monte Longdon. Eran continuos. Todos los días nos sacudían de la flota o de la artillería de aviones.

Ya había empezado a escasear la comida, en el pueblo había pero era difícil repartirla. Ya no podían ir y venir los helicópteros. Con suerte, comíamos una vez por día.

El 11 de junio me tocó hacer la guardia. Estaba adentro del pozo, ya los últimos días nos acostábamos vestidos, ni los borceguíes nos sacábamos, el casco nada más. Eran como las nueve de la noche cuando se empezaron a escuchar tiros.

Vino hasta mi pozo Sánchez Tatú, se llamaba Eustaquio pero le decíamos así porque era chiquitito, y me dijo: “Tano, salí que vinieron los ingleses”. Salí, me puse el casco y empecé a tirar.

La ametralladora tiraba mil quinientos tiros por minuto, de izquierda a derecha y de arriba hacia abajo. No sé a dónde tiré. Yo tiré para adelante.

En un momento se trabó la ametralladora y no la podíamos recargar. Vino el subteniente corriendo, me empujó detrás de él y cuando se quiso parar para desarmar la ametralladora le pegaron un tiro en el abdomen. No murió, quedó herido.

—Bruno, de acá no te vas hasta que no termines todas las municiones— me dijo. Yo tenía seis mil quinientos tiros más.

El subteniente se fue corriendo para atrás de la posición y cuando estaba yendo para la cresta de la montaña lo mataron.
Tiramos todo lo que pudimos. Cada vez los teníamos más cerca y cargar las bandas era muy difícil.

La ametralladora se me volvió a trabar, ellos ya estaban en la cresta. Tuvimos que empezar a replegarnos.Fuimos a rescatar a dos compañeros que estaban abajo nuestro. Tirábamos tiros para todos lados con un FAP (fusil automático pesado) para que ellos pudieran salir. De ahí nos fuimos para las posiciones donde estaban Altieri (Jorge), Sergio Sánchez y Fernández Rito. Cruzamos la montaña hacia el otro lado, en contra de donde venían ellos y nos hicimos fuertes atrás de unas piedras.

Fernández Rito, un compañero mío, estaba viendo que los ingleses estaban “haciendo reglaje” (tiraban una, dos, tres y volvían a la segunda y así iban avanzando). Se estaban acercando mucho.

—Loco, nos tenemos que ir de acá porque nos va a caer una bomba encima— me dijo. No terminó de decir eso y cayó una bomba.

Partió por la mitad a un sargento; le pegó a Altieri, le dió en el casco, le abrió toda la cabeza; y a Rito le partió la pierna. Al resto nos tapó de tierra y piedra, pero no nos hirió, a mí solo me salió sangre en la oreja.

Como pudimos, le pusimos a Altieri el ojo adentro, la masa encefálica y lo vendamos. Yo le puse el casco bien fuerte para que no se le caiga el vendaje. A Rito le pusimos un palo abajo y lo vendamos para que no se le mueva la pierna, porque estaba partida. Entre los cinco o seis que éramos lo bajamos a un kilómetro y medio hasta la huella donde estaba apostado un camión de la Cruz Roja.

Cuando bajamos un capitán nos obligó a dejarlos y volver. Así que los subimos arriba del camión y nos volvimos.





Recuerdo las bengalas. Cada vez que salía una bengala era como prender un foquito, se iluminaba todo. Veía gente corriendo, veía muertos, veía heridos, veía gente llorando.

En un momento escucho hablar inglés, me doy vuelta y a veinte metros, arriba de la montaña, estaban parados dos ingleses. Yo en el piso me había topado con algo, cuando empecé a tocarlo me di cuenta que era el cuerpo de un inglés. Como pude me lo puse arriba para hacerme el muerto. Mientras tanto, le robé el abrelata, los caramelos, el chicle.

Cuando se fueron estos dos tipos logré llegar a mi ametralladora. En mi trinchera me encontré al teniente Alberto Ramos.

—¿Qué hacés acá, loco?— me dice.
—¡Vos qué hacés! Ayudame a cargar la banda. Vos tirá y yo cargo.

Tanto los empujamos a los ingleses que los llevamos casi donde habían empezado. Pero la ametralladora se volvió a trabar. Mandaron a pedir refuerzos pero nunca vinieron.

Otra vez el poderío de ellos era más grande que el nuestro. Y otra vez tuvimos que empezar a replegar. Ya para esto se habían hecho siete u ocho de la mañana.

Donde termina el Monte Longdon hay un valle desde el que después se levanta otro monte que se llama Wireless Ridge, o Colina de la Radio. Se había hecho de día y teníamos a los ingleses en una montaña y a los argentinos en la otra. No sabíamos qué hacer, porque si salíamos por un lado te hacían pelota y por el otro no sabían si éramos argentinos o éramos ingleses. Decidimos quedarnos ahí esperando la noche, a ver qué íbamos a hacer. Éramos cuatro.

Me tocó a mí la primera guardia. Ellos tres se tiraron ahí a dormitar y yo estaba sentado en la piedra, mirando de los dos lados y los miraba a ellos. Me dormí yo también. Me despertó un culatazo de un inglés.

Me empezaron a gritar. Vino otro inglés que también empezó a gritar. Yo de inglés no sé nada, así que no entendía. De golpe se fueron. Nosotros quedamos ahí, esperando, y nadie vino. Pasaron cinco minutos, diez, media hora, una hora, a las cinco horas, cuando se hizo de noche bajamos al camino y empezamos a volver para el pueblo.




ELMA Río Carcarañá, un barco
comercial que terminó en la guerra

Francisco Elizalde | Excombatiente

Laureano Matias Bechi

El RÍO CARCARAÑÁ era un buque de carga que la Empresa Líneas Marítimas Argentinas mantenía en amarre porque ya no era útil. Tenía 20 años de antigüedad y con los avances en la tecnología marítima había quedado viejo.

Varios días después de iniciada la Guerra de Malvinas, el Río Carcarañá fue convocado por las Fuerzas Armadas para llevar 934 toneladas de carga a las Islas: alimentos y víveres, tambores de combustible y contenedores de JP1 (combustible para aviones), camiones con munición, jeeps y cañones antiaéreos, hasta un camión lanzacohetes.

Ya en las Islas, el buque fue bombardeado por aviones ingleses.

En ese barco estaba Francisco “Pancho” Elizalde.

Fragmento de una entrevista del archivo del Museo Malvinas e Islas del Atlántico Sur.


Transcripción

Primero estaba en la radio y estaba escuchando en una frecuencia que era de socorros, llamados, urgencia y seguridad, de 2182 kilohertz, una frecuencia que se usaba en el mar del norte, en el Atlántico. Acá se usaba otra, 4125, que tenía más capacidad. Pero era la 2182, y escucho un mensaje en castellano diciendo: “soy el almirante Woodward, les pido que para evitar un inútil derramamiento de sangre, que nos avisen, que los jefes de las tres fuerzas armadas vengan en un helicóptero que nosotros les vamos a mandar”. Es la costumbre que tienen los británicos antes de hacer un ataque. Hacen eso y ponele que fue y media, y quince, y menos cinco.

Y yo lo miro al gordo, y le digo: “agarrate, gordo, que acá se pudre todo”. Estábamos con los salvavidas puestos. Además, medio listos para abandonar si había necesidad. Una ilusión, porque si nos pegaban una pepa, volábamos a la mierda, no quedábamos ni para reliquia de santo con todo lo que teníamos a bordo. Eso es siempre lo que digo que es la ventaja del avión: que te la pegás y ya está, no tenés que andar sufriendo. Si sobrevivís y estás a bordo, no es lo mejor, vas a sufrir más.

Bueno y ahí se armó, y salimos todos al alerón y veíamos, se veía, se sentía la antiaérea y sentíamos la ráfaga antiaérea, y alguna trasante. Y había un techo bajo…a qué carajo le estarán tirando. Y al final empezaron a aparecer los Harrier abajo de las nubes. Y en un momento alguno dijo: “¡avión!” y ahí salimos todos rajando. No había, yo no lo había hablado con nadie. No sé si los demás lo habían hablado. Y terminamos todos donde arranca la escalera de los buques. La escalera que sube. Que era el lugar más central, más protegido y estábamos ahí los cuarenta tirados uno arriba el otro. De eso me acuerdo.

Ahí nos dan la orden de salir. Y cuando nos dan la orden de salir. El buque estaba apagado. Vos tenés un burro de arranque en un coche. En un buque es aire comprimido para poder mover. Y Zenabi se da cuenta ,-¡No! Lalu, tenemos que arrancar el barco..
-Sí!
- Bueno, vamos a hacer un Ave María.

Rezaron un Ave María, se abrazaron, se dieron un beso y empezaron a hacer todas las maniobras. Y el barco hizo, puh, puh, puh, puh, puh, puh, y salimos.


Los estaqueamientos en Malvinas y una carta al país

Juan José Santagada | Excombatiente

La situación de combate se complicaba, el alimento no llegaba en la cantidad que necesitábamos, el clima empeoraba, y nuestros superiores demostraron su falta de profesionalismo y brutalidad. Se aplicaban castigos físicos por distintas faltas a los soldados que promediando la guerra ya estábamos casi vencidos por las malas condiciones en que nos manteníamos: mal nutridos y mal tratados, mojados, con mucho frío, sin dormir y con el temor continuo de no saber dónde explotaría la siguiente bomba.

Me detengo un segundo en las faltas de los soldados y en los castigos físicos. La escasez de comida, el hambre, hacía que los más arrojados se animaran a escaparse de nuestras trincheras e ir hacia Puerto Argentino para pedir comida, ya sea a los kelpers o a quien fuera. Si era sorprendido por la policía militar, que sin duda ocurría, a su regreso era recibido a trompadas y patadas por el teniente y suboficiales para luego estaquearlo en el suelo congelado por algunas horas. Algunos de mis compañeros sufrieron heridas y mutilaciones debido al congelamiento, además de serias heridas auto infligidas o accidentales para escapar de todo este cuadro desesperante.

Los combates de tierra eran más visibles desde nuestras trincheras, los ingleses no estaban demasiado lejos de Puerto Argentino. Estábamos a pocos días del fin de la guerra. Se nos ordena abandonar los pozos que habían sido nuestro hogar y protección para tomar un frente distinto y totalmente desprotegido, tirados cuerpo a tierra en la turba malvinense mientras las ráfagas de ametralladora nos silbaban sobre el casco, y las bengalas nos iluminaban, mientras nuestros jefes estaban apropiadamente en la retaguardia. Sabía que estaba cerca el final, para bien o para mal.

Perdí la noción de cuánto tiempo estuvimos en esta situación, tal vez un día entero o algo más, pero de pronto y ya algunas horas después del tardío amanecer malvinense las ráfagas de disparos, los morteros y los estruendos de cañones se fueron silenciando. Más tarde un suboficial me vino a buscar para informarme que el Gral. Menéndez se había rendido.

A partir de allí, fuimos tomados prisioneros por los ingleses durante casi una semana realizando tareas de ordenamiento de galpones que contenían víveres y otros productos argentinos que nunca nos habían sido entregados, recibiendo bastante buen trato de nuestros captores teniendo en cuenta nuestra calidad de prisioneros de guerra, amontonados cientos en un galpón, en una condición indescriptible. Un buque inglés (Norland Hüll, en mi caso) fue el que nos dejó libres en Puerto Madryn, donde fuimos recibidos casi en la clandestinidad, sin ninguna muestra de nada, contrariamente a lo que podíamos esperar luego de las dolorosas experiencias sufridas por nuestra entrega en la defensa de la causa nacional Malvinas.


Transcripción

¿Quiénes eran los enemigos?

Señora Directora:
De los soldados clase 1962 que cumplían el servicio militar obligatorio en el Regimiento de Infantería I Patricios, solo una compañía fue enviada a las Malvinas, de la que yo formaba parte, siendo el resto de los soldados ubicados en algunas unidades del ejército en el Sur. Durante el año del servicio regular fui compañero del soldado estaqueado en Caleta Olivia, Néstor Skoulman.
Si bien este hecho del estaqueo es considerado ahora de suma gravedad, más grave aún fue lo acontecido en la sección que integraba, la segunda, al mando del teniente Ferrer en proximidades de Puerto Argentino y en instancias de combate dado que varios de mis compañeros fueron estaqueados por diversas faltas a manos del teniente Ferrer y sus suboficiales. Dejando de lado la gravedad de las faltas cometidas, jamás podrá justificarse tal pena y mucho menos en la situación que vivíamos en la que debíamos estar en perfectas condiciones físicas y mentales para poder combatir.
Ver a un compañero tendido en el suelo helado, sin poder moverse y soportando temperaturas de veinte grados bajo cero, nos hacía pensar, ¿quién son nuestros enemigos, los ingleses que nos bombardean o nuestros propios superiores, quienes en lugar de cuidarnos, defendernos y ayudarnos para poder combatir, nos maltratan de esta forma? Además, el infractor, antes de ser estaqueado, era generalmente golpeado a puñetazos por el teniente Ferrer, al tiempo que lo insultaba.Súmese a todo esto la debilidad que teníamos por la escasa comida que recibíamos y el frío que no podía soportarse con la ropa mojada y se obtendrá la razón por la cual algunos de mis compañeros volvieron con problemas psíquicos y físicos, incluso mutilaciones, debido al congelamiento y no a las bombas inglesas.
Juan José Santagada
Capital Federal

Capítulo 3

Final de la Guerra

El cese al fuego

Claudio Chafer | Excombatiente de Malvinas

Junio había comenzado complicado, en esos primeros diez días eran corrientes las noticias de las bajas. Se olía la muerte. Los ataques de artillería británica ya eran una constante. El repliegue de tropas hacia la ciudad, parte del paisaje. El estado de ánimo de los replegados y su estado físico eran desmoralizantes, y si bien la intención, la energía, y las ganas seguían en alto, aquello ya no era lo que había sido en los días anteriores de mayo.

La estimación de un final a los combates era algo que se escuchaba seguido entre algunos oficiales y suboficiales. Impedimentos y complicaciones en la logística, desaciertos e incongruencias entre los despliegues y órdenes de las distintas armas hacían difícil avanzar con las tareas planificadas.
La espera de un “ataque final” sobre Puerto Argentino era tema de todos los días.
El retroceso de soldados en grupos y dispersos (heridos, agotados) generaba desazón y bronca.

La madrugada de esa eterna e interminable noche, trajo consigo (luego de horas y horas de bombardeos sostenidos y avances de tropas inglesas) una "tensa calma" durante la que se esperaban inminentes novedades o definiciones. Sobre el final, de madrugada ya, hubo de pronto un cese en el hostigamiento yen el ataque de la artillería inglesa, un silencio sepulcral fue extendiéndose sobre Puerto Argentino.Un largo y cerrado silencio que no se correspondía con lo que se venía viviendo hasta ese momento y en ese lugar, luego del cual recibimos finalmente la orden de "cese el fuego".

La orden nos llegó desde luego por radio -que en esos momentos yo operaba- estando con el Teniente Coronel en las afueras de la ciudad, alejados de los pozos y del resto del grupo.Era parte de su costumbre el ir hacia donde se sabía habría ataques y estar con la tropa cuando y donde había peligro: “para ver mejor los avances y los ataques", y "observar el cielo con nuestros propios ojos para constatar lo que informan los radares” (nuestro objetivo era mantener la zona libre de Harriers y aviones enemigos).

Ante la noticia del cese al fuego, el Teniente Coronel miró hacia abajo, se quitó el casco, y se pasó la mano por la cabeza muy despacio. Se veía en su cara dolor, agotamiento, quizás impotencia, y bronca, mucha bronca. Días antes, en varios de los momentos de los tantos en que hablábamos y comentábamos cosas del día a día, se quejaba diciendo cosas como, “me atan las manos" o "no me dejan operar”, haciendo referencia a las órdenes que recibía de sus superiores. Varias veces lo había visto y escuchado discutir y “plantarse” en reuniones con referentes de otras armas, por temas como la ubicación de las piezas y posiciones de la artillería antiaérea de la que era responsable, y muchas otras veces por la logística y los insumos que solicitaba y no recibía).

Después de pedir reconfirmar la orden por radio y con los ojos un poco "inundados” y cansados el Teniente Coronel me miró y me dijo en un tono tranquilo y pausado:

- Gracias Chafer, gracias por todo. Deje el arma acá, apague la radio. Vaya y comuníquele al resto de la tropa que se acabó todo.

Me levanté entonces y fui corriendo hacia los pozos para cumplir la orden y dar la noticia.


Transcripción de la carta

Flia Chafer al completo:
Escribo estas líneas como complemento de la carta del día martes; y por tres razones fundamentales:
1) Traten de ir a la facultad y explicar mi situación porque esto va para rato.
2) Mañana nos vamos para Río Gallegos, pero posteriormente (cuando?)es a las islas.
3) Por lo anterior no se cuándo vuelva a escribirles así que aprovecho hoy y le doy la carta a unos periodistas del diario La Capital (que están acá) que creo que son los más indicados para tener la carta. Además para decirles que estoy bien y que se queden tranquilos que no pasa naranja.
Me despido y hasta la próxima.
Saludos y cariños
Claudio Chafer
15/04/82

Volver a casa

Raúl Senzacqua | Fotógrafo ya retirado de la profesión, tiene 77 años y es de Bahía Blanca.

Aquí en Bahía Blanca la guerra se vivía con apagones, jefes de manzana, rumores de un submarino frente a la bahía. Mis hijos haciendo en el colegio simulacros de bombardeo (retirarse de las ventanas, retirar los bancos contra las paredes interiores y meterse debajo).

Comparto con ustedes dos fotos que saqué en esa época a los sobrevivientes del General Belgrano.


Un hospital en Comodoro Rivadavia recibe soldados heridos tras la rendición

Fragmento de Quitilipi Lote Ocho, de María Gudiño Gil, socia de Página/12

15 de junio de 1982

El buque termina de anunciar su arribo a nuestra ciudad de Comodoro Rivadavia. Está frente al helipuerto construido recientemente para este fin sanitario. El cielo se ve gris y denso: solo algunas de las luces del barco se filtran, aunque son apenas unos cien metros de distancia.

Estamos en vigilia desde la madrugada. Las camillas están dispuestas al igual que todo el personal. Hace tiempo que sellamos con papel negro los vidrios de este lugar tal como lo hicimos también en nuestras casas como para evitar ser visualizados durante la noche. A este hospital lo proveyeron de la mayor cantidad de insumos posibles e hicimos miles de compresas. Se reestructuró la atención solo para pacientes impostergables. Los internados se derivaron a otros centros asistenciales. Se reprogramaron intervenciones quirúrgicas que puedan posponerse por un tiempo para optimizar el mantenimiento del nosocomio. Se trabajó con una firme sincronización para no dar pasos en falso. El personal está disponible las veinticuatro horas. No nos distinguimos por nuestros cargos. Si bien cada uno cumple su tarea, fuera de nuestra especialidad, estamos dispuestos a colaborar con lo que sea necesario. Se construyó en pocas semanas el helipuerto pegado al hospital. Esta obra tuvo grandes movimientos de tierra y fue construida por voluntarios y empresas de la zona. La gente se involucró en esta realidad prestando servicios varios y donaciones. Los socorristas instruyeron a la población para afrontar situaciones difíciles que puedan suceder. Además, en cada manzana, la casa que se presenta más segura fue designada como refugio para los vecinos en caso de ser necesario. (la nuestra fue elegida por el horno a leña que está construido sobre rieles y porque abajo hay un gran espacio que puede servir como protección). En las escuelas indicaron a los niños como deberán actuar ante hechos descontrolados. Fueron meses de intensa dedicación e incertidumbre.

Hoy estamos preparados, o quizás no, para la llegada de los heridos en combate. Petrificados en el cuerpo y en el alma. Sentimos, miedo, dolor y rabia. Estoy de pie en la puerta por donde entrarán a cada uno de los heridos. La sirena me hace temblar y no puedo evitar mis lágrimas. El primer helicóptero comienza su trabajo.

¡Qué fuerte que es todo esto, por Dios! El viento nos pega en la cara, como esta realidad. Nada aliviana el sufrimiento. Estamos cerca del mediodía. Decidido, un helicóptero con la carga a cuesta, se eleva en vertical como una paloma mensajera y gira para encontrar el favor del viento hasta aterrizar tambaleando unos veinte minutos después del inicio de la maniobra. Bajan dos militares en ropa de fajina. Sostienen una larva lánguida que es un soldado herido con las piernas encogidas por el hielo. Por un instante creo que se trata de una gran mariposa negra. Se acercan hasta alcanzar la rampa del hospital y aparece la descarnada realidad que es el soldado. Estoy mareada y tengo náuseas: trato de unirme a otros testigos. Entre tinieblas veo la parálisis y las lágrimas en cada uno. Ni el más duro de los médicos puede disimular. Es un momento de consternación y asombro. Algunos se tapan la cara como no queriendo ver. Dos enfermeros y un médico pasan a mi lado y van por la rampa con la primera camilla al encuentro de la primera víctima. Los milicos giran sobre sus pies y se vuelven al avión en busca del segundo. Así será por tantísimas veces. La realidad angustia. ¿No estaré soñando? Por un parlante una voz indica que nos presentemos en nuestro lugar designado y que esperemos órdenes. A partir de este momento empieza la acción. Fueron solo esos minutos los que nos hemos permitido aflojar. De ahora en más, manos a la obra. Por la tarde las salas están repletas de heridos. Uno a uno son derivados a distintos servicios. Ya son ciento setenta los internados. Estoy designada en el pabellón tres. Mi primera tarea es tomarles la temperatura a los internados de ese lugar y luego iremos un grupo a buscar los cajones con luz para colocarlos sobre sus piernas de modo que se les vaya esfumando el espasmo que les impide moverlas y sentirlas con vida. Tienen los pies de trinchera, es decir congelados y hay que ayudar a que no se necrosen.
Me acerco con angustia a la primera cama, y me obligo a sonreír. Pasa al lado mío el militar que, con ametralladora en mano, nos controla. Siento impotencia en esta situación, pero continuo con mi postura de comediante alegre. Desconozco las reglas por las que se rigen, pero tendré cuidado en cada paso que dé tratando de no ser inadecuada para ellos. Sin embargo, algo me sucede que es ajeno a lo programado: quiero ayudar a los chicos para que sus madres puedan saber que están vivos y cuidados por todos nosotros, los del hospital. Después de colocar el termómetro bajo el brazo izquierdo del primer joven, lo miro con cariño: sus ojos están rojos y cansados. Me animo y le preguntó al oído tratando que el militar que se pasea por la sala no lo advierta:

—¿De dónde sos?
Él se ilumina como recuperado de la muerte y me responde:
—De Quitilipi, lote ocho, en el Chaco, no tengo teléfono.

Le hago un guiño y me sonríe. Me entusiasma y me alienta a seguir sin tregua. Espero los cinco minutos, le saco el termómetro, lo anoto en la historia clínica y leo: “Luis Conde, diecinueve años, contusión pulmonar, miembros inferiores paralizados”. Se me cae una lágrima, una más de tantas, sobre el papel y se corre la tinta. Puteo para adentro. Levanto ligeramente la mano y lo saludo. Paso ahora a repetir la escena con el paciente de al lado y al momento escucho que Luis habla. Giro para volver a mirarlo. Me acerco nuevamente como si quisiera ayudarlo a enderezar su cabeza. Con su hilo de voz me dice:

—¿Cuándo va a llamar al Chaco? Quiero saberlo.
—En cuanto llegue a casa. Mañana te cuento.
Como aliviado se pone de costado, cierra los ojos aprobando mi preocupación y con un movimiento en los labios intenta regalarme otra sonrisa.

Llego a casa eufórica. Entro por la puerta de la cocina, donde está el teléfono. Llamo directo a ENTEL. A la telefonista le cuento mi necesidad de que avise a alguien de Quitilippi y por lote ocho ubique a su familia. Además, le paso el teléfono del otro paciente que es de Capital Federal. Espero complacer a estos dos jóvenes de quienes grabé sus datos en la memoria para no ser descubierta por el militar que va y viene. Los familiares sentirán alivio y satisfacción de saberlos cuidados. No dudo de que la telefonista será una buena intermediaria. Sin tener que darle explicación alguna le pido que ofrezca mi número a esas familias que podrán saber de ellos en los próximos días. Procederé del mismo modo, mientras me sea posible, con los otros soldados que asista en el hospital. Me tranquiliza el poder dar estos mensajes de vida.

21 de junio:
el regreso a casa

Claudio Chafer | Excombatiente de Malvinas




El 21 de junio del 82 llegábamos como prisioneros de guerra (P.O.W.) de los ingleses a bordo del Northland a Puerto Madryn.

Volvíamos de Malvinas. No regresamos todos los que habíamos ido. No éramos quienes habíamos partido. Volvíamos siendo otros muy distintos de los que habíamos viajado hacia las Islas hacía solo un par de meses.

Volvimos con dolor, y (en mayor o menor medida) golpeados, heridos, marcados por las experiencias vividas en esos días.
Heridas físicas, emocionales o psíquicas que nunca se borrarían, y con las cuales debíamos aprender a convivir y a sobrellevar.

Regresamos porque el azar de la guerra nos lo había permitido.

Nuestros comportamientos cambiaron, nuestras escalas de valores cambiaron, nuestros sentidos cambiaron. Palabras como honor, dignidad, respeto, hermandad, honradez, sacrificio, dolor, orgullo, etc. tomaron un sentido muy distinto para quienes vivimos el combate. Palabras cuyos significados se nos fijaron con sangre y se nos hicieron carne.

Ese 21 de junio, cosa extraña, regresamos a nuestro país sin haber salido nunca y recibimos un golpecito más: el ejército argentino nos ocultaba de la sociedad.

Otra locura.

Aquel ejército con, por, y en el que, días antes exponíamos nuestras vidas, nos decía que nos escondía para "preservarnos" porque habíamos perdido la guerra. Porque la sociedad estaba "enojada" con nosotros.

Ese mismo día, representantes de aquel mismo ejército que días atrás nos hablaban del orgullo de estar combatiendo contra los británicos, nos aconsejaba (y ordenaba en realidad) que no hablásemos de lo que habíamos vivido en Malvinas.

Nos amenazaron y ordenaron guardar silencio porque "lo que había pasado en Malvinas debía quedar en Malvinas", sumándonos caos al despelote que ya teníamos en la cabeza.

Ese día empezaba la posguerra, empezaba la gran y verdadera batalla.

La sociedad miraría hacia otro lado, al principio y por un prolongado lapso de tiempo. El ejército nos cerraría sus puertas en la cara negándonos contención y asistencia porque no éramos militares.
Se dificultaría obtener un trabajo y cobertura médica. Arrancaban los tiempos de los "locos de la guerra".

Nadie sabía qué hacer con los excombatientes.
Malvinas y sus veteranos de guerra pasaban a ser temas de los que era preferible no hablar, no recordar, no hacerse cargo.

Y poco a poco fuimos callando, hasta llegar a ni siquiera tocar el tema durante muchos, muchos, demasiados años.

Fue complejo lo vivido en Malvinas, ninguna duda. Pero la posguerra no fue, ni es, fácil.

No es fácil cuando por haber vivido una experiencia distinta, fuerte, extraordinaria, se etiqueta a las personas, y se le ponen barreras.
No es fácil sobreponerse a lo vivido en combate. Tampoco es fácil comprender a un excombatiente.
No somos héroes, ni víctimas, ni sobrevivientes. Somos ciudadanos comunes a los que nos tocó en suerte vivir un acontecimiento histórico distinto, tremendo.

Y que a pesar de todo, pudimos -la mayoría- sobreponernos y estar orgullosos de haber vivido “Malvinas”. Tenemos, en el mejor de los casos, "algo" de experiencia en haber vivido en primera persona un combate armado, por eso nos dicen “veteranos de guerra”, esa es la única diferencia.

No fueron -ni son- necesarios el aplauso, o el elogio, o la aprobación de la sociedad hacia sus veteranos de guerra. Menos aún el reconocimiento por lo hecho. Lo que hicimos, lo hicimos porque era nuestro deber, y por eso obramos como obramos (con aciertos y con falencias), desde el sentimiento que nos movía. Por Malvinas.

Sí, en cambio hubiese sido necesario al regresar, que no se castigue a quien tuvo que luchar en Malvinas cerrándole puertas y oportunidades con prejuicios.

Sí, en cambio hubiese sido necesaria, la asistencia y la contención para aquellos que no pudieron sobreponerse al dolor, a las heridas, a los recuerdos.

Sí, en cambio hubiese sido necesario, no darle la espalda a aquellos cuyas heridas (de cualquier tipo) le impidieron competir en igualdad de condiciones con otros ciudadanos e insertarse nuevamente en sociedad.

Pero de todo eso, ya pasó mucho tiempo, muchos años y las heridas (en su mayoría) ya se cerraron, o se van cerrando.

Queda la experiencia, quedan los recuerdos, quedaron los caídos. A ellos no los olvidemos.

El silencio

Gabriela Pons | Hija de excombatiente

Soy Gabriela Pons, escribo desde Villa Mercedes, San Luis. Soy la hija menor de un excombatiente de Malvinas: Roberto Eulogio Pons. Nací en diciembre del '84. Él fue a Malvinas como Cabo Principal en la parte de Comunicaciones. Carpeta y cámara de fotos lo caracterizaban, además de su barba y pelo largo que se dejó apenas se retiró de la Fuerza Aérea.

Nunca habló nada de Malvinas, sólo la noche que llegó en 1982 con mi mamá y luego un poco a partir de un viaje a Malvinas con veteranos de Villa Mercedes y por la participación en la gestión del armado de la asociación de veteranos de la Guerra de Malvinas, que desde hace un tiempo es el Museo Malvinas VGM Eduardo Guzmán, de la Ciudad de Villa Mercedes.

Falleció en abril de 2021 por Covid sumado a complicaciones de un ACV hemorrágico que había tenido en noviembre del año anterior. Internado, entre la medicación y su diagnóstico, hablaba de aviones, del hundimiento del ARA General Belgrano y de las pinturas de escenas guerra de (Exequiel) Martínez.

Crecí en una casa donde poquísimo y nada se habló de la guerra, tema tabú además de la psicología.

La noche que se fue de la casa porque lo pasaron a buscar junto a un compañero, ni él ni mi mamá sabían que el destino era Malvinas. Ella se enteró por carta cuando él ya estaba allá.

Hay una caja con cartas en mi casa de crianza, en ellas poco se habla de emociones.

La odisea de mi mamá con dos niñes menores de cinco años preguntando a todo el mundo si sabían algo, porque nadie sabía nada. No había WhatsApp.

Eventualmente a través de una vecina que tenía teléfono fijo se lograba entablar una comunicación telefónica de Malvinas a Villa Mercedes. Le avisaban a la vecina que a cierta hora probablemente podía llamar mi papá y mi mamá corría hacia esa casa. Después de allí, avisar, dar mensajes para las demás familias que tenían familiares, conocidos en las Islas.


Hablar

Ana y Ornella son las hijas de Tito Bruno. Ana solía formar parte de una asociación de hijos e hijas de excombatientes que con el tiempo se desarmó.



Ana: Nuestra idea era acompañarlos. Hay un montón de excombatientes que necesitan ayuda, pero no hay nadie que los ayude, están solos. Era nuestra idea, pero nunca llegamos a hacerlo. En la última reunión que hicimos empezaron a discutir entre ellos y dijimos no, no podemos hacer nada hasta que ellos no solucionen sus diferencias. Así que más que un mural y acompañarlos en los actos, más que eso no pudimos hacer.

Hoy Ana es docente y lleva a su papá a hablar a las clases para mantener viva la memoria de lo que pasó en Malvinas.

Ornella: Yo jamás me involucré mucho, como hizo Ana. Estaba enojada. Porque cuando se acercaban las fechas del aniversario de la guerra yo veía mal a mi papá. Siempre fui de juzgar y de enojarme. También creo que tiene que ver con que de chica no nos daban el tema Malvinas en la escuela. Me acuerdo que en el colegio de monjas al que iba yo les decía, “Hermana, mi papá es ex combatiente, ¿quiere que le venga a hablar?”. Y nunca me dijeron sí, que venga a dar la charla. Entonces estaría bueno reeducar sobre nuestra historia, porque hablamos todo el tiempo de Ucrania, de Israel, y de lo que pasó acá todavía falta un montón que hablar. Además en esa época ellos se callaron un montón de cosas, se acostumbraron a no hablar.

Tito: Nos callaron

Ornella: Recuerdo de chica que no mostraba mucho los recuerdos que tenía. Estuvo mucho tiempo todo guardado en cajas. Una vez mi mamá me mostró que tenía una uña que se le había caído en Malvinas. Y yo pensé ¿de dónde salió todo esto? Y resulta que había un montón de cosas escondidas en cajas. Hasta que un año las sacó, se compró una vitrina y las puso en exposición.

Tito: Al principio, cuando vine, yo no salía de mi habitación. Estuve hasta noviembre encerrado ahí. Dormía en el piso, no quería dormir en la cama porque me sentía incómodo. Un amigo mío, que jugaba al fútbol conmigo, venía todos los días y me decía, “Tito, salí”. Y de a poquito me fue sacando. Primero fui a la cocina a tomar mate, después al patio, y un día me sacó a la vereda. Así de poquito fui saliendo. Cuando volvimos no tuvimos contención.

Ana: Él habla un montón, le encanta y puede estar horas con quien sea, pero hay gente que no habla.

Ornella: Me acuerdo cuando empezó a sacar las cosas de las cajas y puso la bufanda de un inglés con un tiro. Se armó un debate familiar. Con mi hermana nos levantábamos y veíamos la bufanda esa y un miedo nos daba. Te imaginabas toda la historia. No le pregunté ni cómo llegó ahí.

Créditos

Coordinación: Ana Soffietto / Verónica Liso

Desarrollo: Santiago Acosta Villa Abrille

Diseño: Mariana Alessi