AJEDREZ › DIáLOGO CON EL MAESTRO INTERNACIONAL JUAN CARLOS HASE
A sus 67 años es una leyenda viviente. Fue subcampeón argentino, representó a la Argentina en cuatro Olimpíadas, hizo tablas con Karpov y venció a Larsen. Pero su máximo orgullo es la labor docente. Actualmente, integra el programa Ajedrecear del Ministerio de Cultura de la Nación.
› Por Leandro Agilda
–Estoy muy contento. No recuerdo antecedentes de un evento ajedrecístico con una oferta cultural tan variada, de calidad y con la participación de figuras como Topalov. Hubo abiertos, simultáneas, un homenaje al ajedrez argentino, una muestra de objetos de valor histórico, un documental inédito... Me hubiera gustado haber visto algo así cuando era chico, en Santa Fe, pero en ese entonces no había ningún ministerio ni nada que hiciera lo que hoy se hace, aprovechar la potencia cultural del ajedrez y llevarlo a todos los rincones del país. Quizá lo más popular que hubo en el pasado hayan sido los torneos Najdorf. Venían jugadores de gran nivel, podías ir a verlos gratis. Pero no es lo mismo. Mi principal tarea es que el ajedrez se juegue en todos lados y que todo el mundo lo disfrute.
–Hubo programas de ajedrez, claro. Pero no iguales. El primero del que sé fue en el año 52, en la provincia de Buenos Aires. Pero con tantas idas y vueltas terminó en la nada. Después hubo planes dispersos, por lo general a nivel municipal, y enfocados a la enseñanza o para que el ajedrez ayudara a salir a los chicos de la droga. Siempre fueron iniciativas aisladas, según la voluntad de los dirigentes del momento, pero nunca se tomó una decisión de política de Estado.
–Fundé un club de ajedrez cuando estudiaba en la escuela industrial. La tecnicatura era un secundario duro, pero yo me quedaba los viernes dando ahí el torneo y armé un núcleo. Recién tuve un plan razonablemente orgánico cuando volví a Santa Fe en 1974. Era un plan de ajedrez en 40 escuelas, en 14 localidades de toda la provincia. Yo lo coordinaba y era profesor de algunas. Lo financiaba el Ministerio de Educación provincial. Después del parate que fue la dictadura participé del plan nacional de ajedrez en el 84. A mí me convocaron, con la Federación Argentina, el secretario de Deportes Rodolfo O’Reilly y el vice Osvaldo Otero para elegir una serie de localidades donde implementar un proyecto piloto. Se tuvo que hacer tremendamente comprimido porque era la época de la “economía de guerra”. Yo me retiré a principios del 86 y no siguió. De ahí rescato algo que considero crucial para entender la gestión: de las localidades que elegimos, 4 eran radicales y 4 peronistas. Ahora, por ejemplo, desde Ajedrecear invitamos a participar a jugadores y docentes de pensamientos y posiciones políticas muy distintas. Algunos se asombran cuando se los convoca a Tecnópolis, hacen chistes, pero después están muy agradecidos. La militancia es una cosa y la gestión es otra. Te lo dice alguien que siempre militó en política.
–Aprendí con mi hermano mayor a mover las piezas, muy precariamente. Yo tenía seis años y él, ocho. En esa época, todos los chicos jugábamos en la vereda. A él le enseñaba un vecino. Ni siquiera sabíamos bien las reglas. Una vez me ganó con rey y alfil contra rey. Mi papá nos compró un jueguito de madera, chiquito, cuando vio que estábamos jugando. Con mi primo teníamos también la costumbre de ir a la biblioteca popular Mariano Moreno, que fue donde escuchamos las palabras mágicas “sala de ajedrez”. Era un anexo. Se bajaba una escalerita y había un prefabricado: ése era el club Alfil Blanco. Yo tendría 11 años. Ahí había muy buenos jugadores de primera categoría. Nos acostumbramos a ser jugadores y organizadores, porque no teníamos ni quién nos ponga las piezas. Ahí conocimos también los primeros libros. Uno era el de Zoilo Caputo sobre “el torneo del siglo”, uno de los primeros que leí. En el año 60, en el Círculo Italiano, vimos por primera vez un torneo magistral, donde jugó Rosetto. Vimos grandes maestros sin comprender exactamente las dimensiones.
A nosotros nos gustaba mucho leer y el ambiente era culturalmente muy fértil. Había un tipo ahí que es casi un padre putativo mío, un farmacéutico que sabía todo lo que te puedas imaginar sobre Lisandro de la Torre, sobre peronismo, sobre farmacia y sobre, por ejemplo, Lasker. En esa época seguíamos los torneos por los diarios. Empezamos a comprar la revista de ajedrez, que llegaba una vez por mes. La editaba Sopena. Miraba un poco y también aprendía algo de palabra. Tampoco teníamos todo el material disponible. Teníamos lo que teníamos: las revistas, algún libro que llegara. A Grau lo alcancé a leer en ese momento, pero llegué a mi primer campeonato desconociendo cosas elementales de la apertura.
–Mi debut fue en diciembre del 60. Tenía 12 años. Fui a ver un torneo al club y faltaba uno. Me pusieron de prepo e hice tablas. Después jugué tercera y segunda categoría. Mi primer torneo bueno fue el campeonato juvenil santafesino –el segundo que jugaba–, a los 14 años. No era candidato ni de casualidad, pero lo gané yo. De ahí fui al campeonato argentino, donde mi primera partida se la gané al campeón metropolitano. Más tarde estuve dos años sin poder jugar, por una hepatitis. Me había venido a internar en lo que ahora es el Hospital Posadas, que en esa época era el “Mil camas” de Eva Perón. Yo salía los fines de semana y un día estaba Najdorf y le dicen: “Maestro, juegue con este chico”. Fue mi primer ping-pong con Najdorf. Se lo gané. Era el 65. Yo tenía 16 años. A los 20 vine a Buenos Aires a trabajar en la Comisión Nacional de Energía Atómica y a jugar ajedrez en Ferro, aunque durante el año 68 jugué la copa AFA para Unión de Santa Fe. Al año siguiente gané la copa jugando de primer tablero de Ferro. El primer torneo que gané fue en el Club Argentino, en enero del 69. En diciembre de ese año jugué el campeonato argentino, que lo ganó Juárez.
–Sí, pero ojo que siempre fui autodidacta. Nunca en mi carrera tuve profesor ni entrenador. Ni estando arriba, cuando lo necesitaba. Yo me siento un poco uno de los pioneros de la enseñanza de ajedrez en los clubes. En el 67 empecé a dar clases en Ferro. Fui uno de los primeros que tomaron un jugador para entrenarlo: Aldo Seidler, que fue campeón juvenil en 1972.
–Cuando yo era joven a todos nos interesaba contarnos cosas. Nos vivíamos enseñando. Sin darse cuenta, uno va tomando la forma de los que le hablaron primero. No es casualidad que gran parte de mis alumnos se hayan dedicado también a enseñar: Ernesto Juliá, Guillermo Llanos, Pablo Ricardi, Pablo Lafuente, Carlos Obregón, Marcelo Reides, Carlos Grushka. Yo he sido siempre gente de a pie y pocos elementos. No tenía técnica, yo. La fui logrando al enseñar. Nunca fui un “adiestrador”, tampoco. Creo que cada uno es como es y piensa como piensa. Cada uno tiene que ser como le parece. Cuando me dediqué exclusivamente a enseñar ajedrez fue porque me dio vergüenza volver a pedir permiso en mi laburo. En el 79 estaba en una fábrica y dije: “No puedo más”. Tuve que empezar a dar clases individuales. Recuerdo que los miércoles daba clases de 9 de la mañana a 9 de la noche.
–El ajedrez fue mayormente una ocupación. En esa época, estudiar, trabajar y jugar era una cosa común. Mi dinero lo gané más que nada enseñando ajedrez. Hay algo de arte también, porque en algún caso pude expresar mi creatividad. Pero nunca me terminó de gustar como juego. Si alguno me acusa de ser mal jugador, tiene razón. No me gustaba cómo jugaba yo. Incluso habiendo ganado premios de belleza y eso. Aunque a veces miro una partida mía y digo: “Bueno, caramba... no era tan malo”.
–A nivel resultados, sí. En el 81 gané todos los torneos que jugué: empaté el primer puesto en el abierto de Morón, junto con Ljubojevic, Ulf Andersson, Seirawan, Larsen. Ahí jugaron, entre otros, Walter Browne, Zenón Franco, Cámpora, Tempone. Entonces tenía 2465 ELO. Unos 2550 de ahora, más o menos. Es decir, no creo que ninguno de los grandes jugadores de ahora sea más que Fischer, que llegó a 2785. También empaté el primer puesto en el argentino del 82, pero lo más importante para mí fue haberle ganado a Larsen, a quien tengo 1,5 a 0,5. E hice tablas con Karpov y otros grandes maestros. Mi última Olimpíada fue en el 82. Creo que en ese año, cuando gané el título de MI, estuve a punto de tener norma de GM. El año siguiente fue el último argentino que jugué. Desde entonces jugué cada vez más esporádicamente. Por razones personales, perdí las posibilidades de jugar y me fui dedicando exclusivamente a la docencia.
–El ajedrez es para mí un remanso. Yo me conecto con mi club de origen, con mi núcleo de origen. Esos hombres grandes que escuchaban, hablaban y me enseñaban otra cosa. Lo primero que aprendí es a sentarme frente a un tablero, a sentir que no tenía que tener a nadie que me acomodara las piezas. Cuando llegué a Buenos Aires y vi los tipos que decían: “¿Dónde está mi planilla?” y exigían que les pusieran las piezas, me pareció algo de otro mundo. Más que nada, el ajedrez para mí es un ámbito de estar, de ser, de ayudar a ser. Un ámbito con la característica de la capacidad de pensar realmente y ser consecuente. Esa necesidad de ver un poquito más allá de tus ojos, como la militancia. Nunca quise ni un ajedrez de elite ni un mundo de elite.
–No creo que haya decadencia. El ajedrez argentino no nace ni con Panno ni con Najdorf, que justamente llegó al país en los años 30, porque acá ya había mucho. Panno es un emergente de una época, en la que también quizá se necesitaba menos dinero. No creo que haya bajado el nivel. Antes se terminaba más arriba en las Olimpíadas, pero no te olvides que se rompió la URSS y aparecieron muchísimos países. También surgieron las potencias asiáticas: Vietnam, China; patearon el nido y sacaron 5 millones de ajedrecistas. Hoy tenemos jugadores muy buenos: Mareco puede ser considerado uno de los cinco mejores argentinos de la historia. Pero lo que sí decayó muchísimo fue la producción literaria. La desaparición de las revistas de ajedrez fue un golpe terrible. Ahora hay esfuerzos individuales en algunas páginas de Internet, pero no es lo mismo. En los años 50, los países de América se nutrían de las publicaciones argentinas. En los diarios, el pico de popularidad fue en la década del 70. En esos años, en Clarín había dos páginas enteras. Se vendían mil ejemplares más por día cuando se jugaba el Najdorf. En las Olimpíadas del 78 salían páginas enteras. Había mucha efervescencia, aunque era también un movimiento inercial. Después de los primeros 70, había una tremenda cantidad de jugadores, que no alcanzó a decaer durante la dictadura.
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