PLáSTICA
› TALLER DE LA CARCEL DE EZEIZA
Utopías relevantes
El taller La Estampa, organizado por el Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires y el Ministerio de Justicia de la Nación, ya dispone de una sala abierta y editó un libro.
Por Horacio González *
El arte y los talleres de arte existentes en las cárceles suelen ser tratados como ars minor, versión disculpada y protegida de un asunto mayor del cual se tolera una réplica rebajada a ser tratada con indulgencia. No es así como trabaja el Taller La Estampa en la cárcel de mujeres de Ezeiza, pues el arte comienza siendo un vínculo nuevo, un nombre que irrumpe soberano en un lugar donde la hilera monótona de situaciones dificulta los nombres propios y luego –de inmediato– la postulación de la obra. Sabemos que cuando se dice “obra” estamos invocando a lo humano sin más y al tiempo sus productos irrepetibles. Esa decisiva ambigüedad de la obra al ubicarse en el comienzo general de la experiencia humana y también en el sitio donde aparece lo que antes no existía (es decir: ser lo previo y también lo posterior) es lo que asegura el estado del arte. Reúne en sí la potencialidad de lo colectivo y de lo individual. Así usamos esa palabra, nombre sin nombre, capaz de alcanzar todo lo existente, y de alojarse también en el ser mismo de lo que excluye todo lo demás por tener su nombre propio asegurado como invención radical. Tal es el misterio del vocablo arte y la manera en que vive en la vida misma y en lo que solemos llamar obra de arte.
El Taller La Estampa, nos parece, ha producido obras a cargo de mujeres presas precisamente bajo estas condiciones del arte. Alejado de la idea de trabajo como sustitución terapéutica del tiempo real laboral o de la destreza que suele reclamársele a los prisioneros en materia de minuciosidad y obstinación con los objetos, lo que se realiza en el Taller presupone una manera de redimir el trabajo y simultáneamente una forma de interpretar la temporalidad carcelaria como una investigación sobre los comienzos mismos del arte. Porque en relación a los nombres –que las obras no registran debido a la reglamentación penitenciaria– la obra se encarga de ser nombre del nombre ausente y respecto al tiempo, es también la obra que toma a su cargo poner a su favor la mensura serial del tiempo carcelario, convirtiéndolo en una reflexión interna del propio trabajo artístico.
En el pensamiento de las prisiones como institución suele sobrevolar el fantasma del reincidente no menos grave que el del que acostumbra a calificarse como resocializado. Ideología natural de las administraciones carcelarias que por esperable que sea, de algún modo conduce los hechos hacia la interpretación fija de la serie. En el primer caso se redunda en la serie, en el segundo se la desvía pero para entrar a otra. Son entonces dos series. Dos posibilidades que en su dramático contraste también pueden complementarse a la distancia, justo cuando el intransigente reproduce su vida como un destino premodelado o el que vuelve al orden, anulando el juego de su destino, encuentra uno nuevo en su nueva cualidad de señal viva de supeditación.
Lo que han intuido los pedagogos y funcionarios de los sistemas penitenciarios –y es necesario advertir aquí en cuántas direcciones han operado las lecturas de Michel Foucault– es que el orden carcelario es un terreno exquisito de técnicas de enumeración de cuerpos y clasificación del tiempo. Estas técnicas se expanden en el pensamiento mismo y hacia todas las formas de vida conocidas. La ilusión educativa se concentra allí, y sobre esta materia habrá siempre debates, porque la devolución del cuerpo del penado a la vida laboral o a una disciplina de trabajo es un destino que entrechoca con el pensamiento del arte. No es que le sea incompatible, desde luego, sino que al tiempo serial que fundamenta el vivir carcelario, el arte le superpone una diversa interpretación del trabajo, de la serie y de la propia temporalidad.
Una visita al Taller La Estampa, una conversación con las mujeres que los sustentan y con Fernando Bedoya y Emei que lo inspiran, permitecomprobar este estado de cautela mesiánica (no de espera del otro sino de autocomprensión emancipadora) que lleva al arte y que en sí mismo es pura predisposición artística. Un leve estado confesional que es el segundo plano de todas las conversaciones, pero también el candor desafiante de una coloquialidad urbana que suspende la noción de encierro –prueba de que no sólo el arte, sino su remota hermanastra, la conversación– preside el trato con estas mujeres de rara lucidez. Es que ese estado suele originarlo la comprensión del tiempo en su esencia repetitiva, dándole a todo el pensamiento un tono irónico y de exploración de la subjetividad cautiva.
¿Y qué ocurre con el arte, con lo que llamamos arte y pensamos bajo el auspicio de ese drástico vocablo? El Taller La Estampa nos permite avizorar una respuesta. Porque las técnicas de la serigrafía que allí se desenvuelven son, como es sabido, una parte fundamental del arte del grabado que por sí mismo nos habla de una reproducción serial. Decimos entonces que el cuño del “tiempo en serie” que solicita el pensamiento penitencial es recogido a modo de desafío dialéctico por la serialidad propia de una de las ramas del arte. Serialidad que aquí aparece conteniendo una reflexión sobre el modo en que el arte redime a la serie con la serie, el nombre con el nombre (o la ausencia del nombre) y al tiempo con el tiempo (o la desclasificación del tiempo).
Es sabido que las artesanías carcelarias son tenidas como fruto del discurrir uniforme del tiempo, del tiempo infinito que lleva a la repetición y al uso de pequeños materiales cotidianos sistemáticamente acumulados para crear objetos contrastantes (como lo revelan los típicos galeones hechos con gran cantidad de fósforos). Lo que decimos no es muy diferente de esto, pues la cárcel se revela un desafío para generar otro tiempo moral apartado del que es tramitado por los medios naturales del confinamiento. Pero se diferencia en un aspecto fundamental, pues emplea técnicas serializadas para poner en práctica el ideal del arte, que en sí mismo es un objeto que pide miradas emancipadas y que reclama procesos de creación que tomen sobre sí la idea misma de emancipación. En este sentido, el visitante del Taller La Estampa encuentra a una comunidad en estado de tensión con la propia historia del nombre de cada una de sus integrantes.
Esta sería una comprobación que nos lleva a una pedagogía del individuo recobrado por medios de su autorreflexión y no de la resignación, pero, mucho más allá, también nos lleva al papel del arte que no sólo no aparece como una dádiva didáctica, sino que agradece él mismo estar allí para averiguar sobre su propio origen en el tiempo. Porque allí, en ese tiempo estrujado de las cárceles, se recrean escenas primigenias de lo artístico y del pensar plástico. De ahí la convivencia de formas plásticas populares y candorosas con otras que, sin dejar de serlo, admiten un alegorismo de gran complejidad que va al encuentro del lenguaje propio, repleto de claves y acertijos. El arte es tiempo que iguala personas y que trabaja para devolverles su nombre (un nombre a veces no sabido).
En estos dos aspectos el arte carcelario es una investigación sobre el arte sin más y su relación con la vida atrapada en sus circunstancias de máxima exigencia.
El arte carcelario es arte, es la serie que le devuelve al tiempo sus cualidades súbitas, inesperadas. Y en este caso, con rostro femenino, el rostro de estas mujeres que toman mate en rueda y que se dan un tiempo para contar su propia historia (muchas veces relatada: otra vez la serie), historia que presenciada por la mudez de los objetos y máquinas del taller adquiere el decidido encanto de las utopías más relevantes, aquellas de la espera en el arte, de la espera en las artesanías que exhiben en su cuerpo la resistencia a todo lo que no sea su autónomo albedrío, su propia excepcionalidad.
* Sociólogo y escritor. Fragmento del texto del catálogo Arte tumbero, con la producción 2000/2001 del taller La Estampa, coordinado por los plásticos Fernando Bedoya y Emei. La sala abierta funciona en Aristóbulo del Valle 666, La Boca. Teléfono 4300-4528.