PLáSTICA
› “IMAGEN Y SUCESO” EN LA CASONA DE LOS OLIVERA
Imágenes contra la retórica
La Casona de Parque Avellaneda exhibe en estos días versiones provocadoras u omitidas de la historia argentina.
Por Viviana Usubiaga *
Próceres enanos, tumbas bajo las tierras “civilizadas”, archivos de promesas políticas, una tormenta de titulares de crisis, hojas rayadas para dibujar los rostros de nuestra historia, son algunas de las imágenes que exhiben el desengaño de la epopeya nacional en Parque Avellaneda.
En un gesto de expansión de la tradición de la pintura histórica, la exposición Imagen y suceso, curada por Marcelo de la Fuente en La Casona de los Olivera, reúne obras de once artistas contemporáneos: Fernando Bedoya, Agustín Blanco, Rosa Farfán, Luján Funes, Leonel Luna, Carlos Masoch, Diego Melero, Eduardo Molinari, Cristina Piffer, res y Juan Carlos Romero. Si la pintura histórica tuvo entre sus objetivos fijar las gestas patrióticas e hitos relevantes de la saga de un pueblo, la producción de estos artistas, en cambio, logra tensionar la propia construcción del relato histórico de la Argentina. Es precisamente ese relato institucionalizado y que contiene rasgos ideológicos y míticos el que está puesto en cuestión en cada una de las piezas. Estos artistas-revisionistas indagan los cimientos de la imagen de la Nación y develan otros relatos posibles o versiones omitidas sobre lo sucedido.
En su Trabajo práctico número 2, A. Blanco (1976) investiga sobre la cultura visual prefabricada que se consume en la escuela. Planchas de figuritas, stencils y Simulcop son definidos por el artista como juguetes educativos. Cumplen con el objetivo de moldear el imaginario (y la imaginación) de los alumnos. Blanco monta una serie de hojas de carpeta sobre las que cuelgan plantillas acrílicas con los rostros calados de diversos y antagónicos protagonistas del devenir político del país. Invita al público a elegir y dar forma a las efigies de San Martín, Videla o Ernesto “Che” Guevara, entre otros. Desafía a la prescripción escolar para que cada uno configure su propio panteón de héroes o pusilánimes.
F. Bedoya (1952) expone otra variación de la galería de presidentes con el nombre de Argentina país del mañana. Se destaca el Sarmiento transmutado en enano de jardín (ver foto) que denuncia que estos gobernantes miniaturizados se han quedado con la (promesa de) riqueza para sí. El provocativo empequeñecimiento del “gran Sarmiento” condensa la permanente controversia que provoca este personaje en los debates sobre historia argentina.
L. Luna (1965) ubica su autorretrato en el lugar definido del otro, del indígena, del que quedaría afuera de la nación que se edificaba en el siglo XIX. En dos collages digitales sobre amplias superficies de vinilo se apropia de la iconografía de pinturas como las de Soto Acebal que se encuentran hoy en el Ministerio de Economía. Reinterpreta las alegorías rurales que pueblan el imaginario colectivo vernáculo. Reemplaza los personajes de las obras originales por sus amigos y familiares a través de recursos tecnológicos que aún utiliza de cierta forma artesanal.
Los dípticos fotográficos de res (1957) confrontan las imágenes de Antonio Pozzo –fotógrafo que acompañó a las tropas de Julio A. Roca–, con las suyas. Más de un siglo después, res volvió sobre los pasos de aquéllos, buscó los sitios y reeditó las tomas para evidenciar los resultados de lo que en definitiva fue una campaña de desertización de la pampa –en palabras de Dardo Castro–. Entre la foto de los generales de 1879 y el cementerio actual, exige completar el intervalo temporal –la poco inocente historia de un país– poblado de muerte.
C. Piffer (1953) exhibe dos impecables bloques blancos hechos de grasa y parafina sobre bases de acero. El primero lleva en relieve las iniciales de la Sociedad Rural Argentina, fundada en 1866. En el segundo, se lee su lema “Cultivar el suelo es servir a la patria”. Las preguntas se multiplican: ¿cómo se conquistaron esos suelos? ¿Qué manos los cultivan? ¿A qué patria responden? Como una vuelta del destino, estas obrasinterpelan al visitante sobre las paredes que formaron parte de la chacra de la familia Olivera, uno de cuyos integrantes, Eduardo Olivera, fue miembro fundador de la SRA. C. Masoch (1953) dispone una serie de pequeños cuadros bajo el título de La edad de plomo 1976. Las pinturas se asemejan a viñetas de una violenta historieta cuyos personajes integran el bestiario de la última dictadura militar. En un sentido dual, los tiempos de plomo refieren tanto al terrorismo de Estado como a un pasado más remoto que también define el presente.
Las imágenes de los indígenas doblegados aparecen también en los varios Archivos elaborados por R. Farfán (1969) y L. Funes (1945) en su obra conjunta Este gran país. Las artistas especulan sobre el ser y el estar argentino a través de una serie de materiales: la acumulación de titulares dispuestos como una lluvia sobre un suelo de imágenes de diarios locales; la mezcla de frases cristalizadas en la memoria colectiva (“Hay que pasar el invierno”, “1 a 1”) con fechas de roja tipografía sobre un fondo de luto, que recomponen ciertas efemérides de la tragedia nacional.
E. Molinari (1961) presenta un conjunto de documentos llamado “Hice marketing político” –frase del publicista Agulla respecto de su trabajo en las campañas electorales–. Molinari pretende subrayar un registro de las “tácticas de olvido” en la vertiginosa era de los asesores y hacedores de la imagen de los políticos. Por su parte, J. C. Romero compone imágenes variadas como planos negros cruzados por líneas rojas, autorretratos invertidos, la foto de una mujer en llanto y la de un edificio en escombros. ¿Vestigios del atentado a la AMIA o de la destrucción bélica mundial a la que accedemos diariamente? Se trata de los escombros de un frigorífico en Avellaneda. Se comprueba que la trama de la historia argentina pareciera que se teje una y otra vez con los mismos hilos. Una paradoja: la recurrencia al modelo agroexportador como promesa de bienestar social pero cuyo funcionamiento no logra terminar con la hambruna interna.
Las pinturas de D. Melero (1960), son el resultado del cruce del análisis socioeconómico con la elaboración de una argumentación sobre la coyuntura local. En la inauguración realizó una performance donde vociferaba a través de un megáfono un discurso sobre la dominación patrimonial y estamental y su relación con el Estado. Sus palabras, tanto pronunciadas como pintadas sobre largos rollos de papel, refieren a los rasgos feudales de la organización político-partidaria del justicialismo.
Las obras que integran la muestra pueden leerse en la transversalidad de sus cuestionamientos a la retórica de la historia argentina, a la imagen de la Nación que necesita ser revisada. Cabe deslizar que en su diálogo con los acontecimientos, algunas producciones contemporáneas eligen elaborar un mensaje más claro y directo, legible en su inmediatez y que decididamente opacan su poesía, tienden a hacer más digeribles sus metáforas. De todas maneras, los artistas manifiestan a través de sus obras un ánimo de ejercer sus deberes civiles. De develar la organización monolítica y militarizada de las representaciones del pasado. Aclarar que el destino liberal de la Nación Argentina no sólo estaba hecho de carne y trigo, sino de sangre. Señalar los proyectos de dominación de la imagen, del territorio, de la historia, para escapar a la enajenación y acentuar una reflexión crítica en la comunidad. Puede que algún vecino se sienta molesto por la presentación apócrifa de ciertas imágenes. No obstante, habrá valido la pena cuestionarle el imaginario heredado y proponerle alguna interrogación en su andar. (En La Casona de los Olivera, Av. Directorio y Av. Lacarra, de martes a domingos, hasta el 6 de junio.)
* Becaria doctoral del Conicet - Instituto de Historia del Arte Argentino y Latinoamericano de la Universidad de Buenos Aires.