Pareciera ser, si uno remonta nuestra historia y mira por detrás de las grandes acuarelas que retratan gloriosas batallas, que la libertad de nuestro continente fue conquistada por el sudor de los hijos del pueblo. La historia de las guerras libradas por la independencia de Latinoamérica fue la historia del derramamiento de sangre de los pueblos latinoamericanos. En el Virreinato del Río de la Plata, miles de indios y negros fueron el sustento humano de nuestros ejércitos revolucionarios. Los infernales del monte, gauchos y mestizos al mando de Güemes, mantuvieron durante años la defensa más heroica que guardan en la memoria nuestras quebradas y valles norteños. Pareciera que un contrato implícito con estas tierras sureñas dictaminara que es deber de los pueblos labrar su propia libertad. Manuel Belgrano sabía muy bien que el destino de los pueblos es levantarse contra cualquier modo de tiranía. Escribe en una carta a la Primera Junta de Gobierno: “No busco glorias sino la unión de los americanos y la prosperidad de la patria”. Dos meses después, un grupo de criollos de Asunción desplazó a las autoridades españolas y formó un gobierno propio.
Belgrano escribía hace casi doscientos años: “Que no se oiga ya que los ricos devoran a los pobres, y que la justicia es sólo para ellos”. Esas palabras llegan al presente con la misma fuerza con que fueron pronunciadas, pero aún no fueron oídas y ya es tiempo de que lo sean. Grandes masas de desocupados combaten hoy contra el más temible enemigo interno: el hambre. Ejércitos de chicos recorrerán esta misma noche las calles recogiendo cartones y denigrándose para sobrevivir revolviendo la basura.
La historia de los pueblos libres aún sigue siendo la historia del derramamiento de sangre de los que no entran en los anales de la historia con esplendor y grandeza. De esos guerreros populares que no creen en hazañas individuales. Los vemos todos los días en las calles, al igual que vemos las gloriosas escenas de batallas en los libros escolares. Sus gritos retumban desde el fondo de nuestra historia nacional. Gritan, y en sus gritos claman “oíd, mortales, el grito sagrado: ¡libertad, libertad, libertad!”. Gritan, pero sus voces son mudas porque aún el presente tiene oídos sordos para ellos.
Aníbal Meis
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