A Mercedes Sosa la escuché por primera vez en el útero. Aparentemente no entendí la letra por completo, pero identifiqué la intención, el hecho es que quise salir. En nuestra casa se hablaba hebreo, español y “Mercedes Sosit”. Nuestro hogar latía con los tambores indios de Mercedes; se rasgaba con los lamentos primordiales por los amigos que desaparecieron y nunca volverán; daba gracias a la vida que nos dio tanto, también cuando la vida no era simple. La primera vez que vi a Mercedes en un escenario tenía 7 años. Una nena entre un gran público de mucha gente mayor, que se reían, lloraban y abrazaban, todas las voces todas, todas las manos todas. Entonces entendí algo acerca de mi papá, que gritaba todas las letras y no se confundió ni siquiera una vez; entendí algo acerca de lo que es pertenecer a algo más grande que uno, que tiene raíces gruesas y ramificadas que maman de lagos de dolor, pertenencia, alegría y valores. Más o menos a los 9, cuando decidí que estaba cansada de ser diferente, me peleé con Mercedes. Ella no era de acá; ella tenía Holocaustos privados de los que no se hablaba en el canal único de televisión; y el asado que ella comía tenía sangre adentro. O éstos eran sólo mis padres. Al final comprendí. Ser diferente no es tan malo y por las cosas en las que uno cree vale la pena luchar y pagar el precio. Desde entonces me esfuerzo en permanecer un poco distinta. Mercedes fue una de las dos maestras que tuve en mi vida. Ella me enseñó que todo cambia y todavía cambiará y es posible morir si sólo se sabe cómo levantarnos de las cenizas y volver a volar y que el significado del amor es querer mejorarse y mejorar. Ella siempre fue parte de la familia, una tía grande y gorda que abraza un abrazo que estruja los huesos.
Lilaj Vulej
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