Ayer a la noche fui con mi novia a la panchería ubicada en Serrano al 1300. Entramos, compramos un pancho y una cerveza y nos sentamos. En algún momento nos dimos unos besos, discretos. Besos mucho menos osados de los que estarían aceptados para una pareja heterosexual en un ámbito público. Besos donde apenas nos tocábamos las bocas, ni siquiera nos acariciábamos los rostros, ni nos besábamos el cuello, ni nada que no estuviera aceptado por los límites sociales para un espacio así. De repente se acercó la empleada del lugar, o quizás la dueña, y nos gritó (como si además de lesbianas fuéramos sordas) que eso era un espacio para gente normal y que si queríamos ir a tocarnos fuéramos a la calle y que le estábamos espantando la clientela. Esas fueron las palabras que usó. La miramos atónitas. En el local había cuatro muchachos mirando la tele, y nadie más. No parecían pendientes de nosotras. Nos fuimos del local con mucha impotencia, pero de alguna manera esperanzadas en que en algún momento la sociedad sea más justa y a las minorías sexuales se nos acepte, se nos respete y podamos gozar de los mismos derechos.
Camila Berguier
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