CIENCIA › BIBLIOTECOLOGíA: BABILONIA, ALEJANDRíA, BABEL, FILOSOFíA Y LETRAS
Y aquí tenemos al jinete hipotético y desconcertado, que después de haber recogido microalgas en Australia, visita ahora, con ellas en la mano, el Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA), y se enfrenta a Susana Romanos de Tiratel, directora, que no logra salir de su asombro.
› Por Leonardo Moledo
(Un asombro casi igual al del jinete que mira impávido a su dama.) –La verdad es que me siento raro, extraño... ¿la bibliotecología es una ciencia? ¿Estamos legítimamente en esta página, o somos infiltrados?
–Depende del concepto que se tenga. Yo pienso que sí, porque tiene un objeto de estudio, utiliza los métodos de las ciencias sociales, tiene un lenguaje propio para entenderse hacia adentro y con el resto del mundo y tiene una consolidación como disciplina. Como profesión, es antiquísima.
–Pero no la más antigua del mundo, supongo...
–Bueno, usted lo puso en la volanta y ahí quedó. Dado que los registros del saber humano son tan viejos como la escritura, los bibliotecarios tuvieron siempre una tarea importantísima: la preservación de esos registros.
–Ya en Alejandría.
–Antes también. Como actividad es viejísima. Como profesión, empieza en 1876 cuando se crea la carrera en Estados Unidos. En Francia, a fines del XVIII hay una enseñanza específica de bibliotecología. Nuestro país a principios del XIX estaba muy avanzado en este sentido, ya se hablaba de la necesidad de crear una carrera de bibliotecología. En 1910 se dio un curso informal: en general los científicos, y fundamentalmente los ingenieros, se comprometieron muchísimo y a inspiración de un ingeniero se hizo este curso en la escuela Mariano Acosta. En 1922, Ricardo Rojas funda la carrera en esta facultad, con un sentido ultramoderno, porque ahora se ha vuelto a lo que hizo Rojas: fundó simultáneamente, como si fuera una sola actividad, bibliotecario, museólogo y archivólogo. Como si dijera: “Estas tres personas están trabajando con registros, tienen algo en común”. Y digo que ahora volvemos a eso porque van a salir unas reglas de catalogación que van a servir para museos, para archivos y para bibliotecas. De alguna manera, nos estamos mordiendo la cola. Fue la primera en América latina. Y en 1967 se crea el Instituto de Investigaciones Bibliotecológicas.
–Que usted dirige.
–Desde hace diez años.
–¿Y en qué consiste la investigación bibliotecológica?
–Tiene muchas vertientes, para mí, todas apasionantes. Nosotros trabajamos con registros humanos: por ejemplo, cuando salga publicado esto, para nosotros va a ser un registro. Hay una materia prima fundamental que está en los registros que es la información: científica, narrativa o lo que sea. Nuestra misión social es permitir el ingreso a esa información; que la humanidad pueda beneficiarse con los contenidos de esa actividad registrada. Y se puede estudiar de todo: la historia, por qué se clasifica de determinada manera y no de otra... ahora se agrega la historia de la lectura. Porque para apropiarse de los contenidos de los registros, hay que leer. Nuestra obligación es guardar todos los registros menos los de archivos y los de museos, que tienen la característica de ser únicos e irrepetibles. El último objeto de estudio es el usuario: el ser humano frente a la apropiación de la información. ¿Cuándo busca información? ¿Qué condiciones se tienen que dar para que la busque? ¿Cuáles son los contextos que permiten mayoritariamente la búsqueda de información? Se puede estudiar el bibliotecario en sí, la actividad, la historia o el usuario frente a la información.
–Yo siempre pensé que el mejor lugar donde esconder un libro es una biblioteca. Si una biblioteca está muy ordenada, basta con sacar un libro y cambiarlo de lugar para que no se lo encuentre nunca más.
–Pero ésa es una conducta antisocial. ¿Para qué lo cambia? ¿Para tenerlo sólo para sí y que nadie lo use? Si hay un libro que el bibliotecario no encuentra y ve que un usuario lo está consultando y lo va a poner en otro lugar, le dice: “Ahí no va, señor/a, déjelo sobre el estante que yo lo acomodo”. Y listo.
–Ahora apareció una cosa nueva, verdaderamente revolucionaria, que es Internet. Yo antes andaba con parvas de libros encima, y ahora hay muchos libros que dejé de consultar (por ejemplo los diccionarios) porque lo encuentro más rápido en el Google. Incluso los libros, cada vez más, aparecen en Internet. ¿Cómo se recibe este fenómeno desde la bibliotecología?
–Lo que pasa es que acá hay un problema de entendimiento de lo que hacen los bibliotecarios. El bibliotecario le tiene que facilitar el acceso al usuario. Las nuevas tecnologías han facilitado las actividades bibliotecológicas. Usted busca en Internet, imagínese, y le surgen 2.500.000 resultados. Nadie suele pasar de la primera página. El problema es que a través de los buscadores se tiene acceso a un mínimo porcentaje de las páginas que en verdad existen. Lo mismo que en una biblioteca: si no está ordenada, usted podrá encontrar algunos libros pero no todos. El tema de organizar la información, catalogarla, clasificarla y ordenarla implica tener todo a su disposición. Con Internet pasa todo lo contrario: a lo mejor en su búsqueda usted se perdió lo mejor de todo.
–Lo que pasa es que es muy reciente.
–Y muy anárquico. El comienzo fue la pura libertad: todos podemos, el conocimiento es de todos. Fue una idea muy linda. El problema es que hay muchas cosas que se van perdiendo.
–¿Y ustedes se extienden a Internet?
–Podríamos hacerlo país por país. Por ejemplo, nosotros, tener registradas todas las páginas con extensión “.ar”. Eso es lo que se está planteando en este momento. Los bibliotecarios ayudamos a la gente de Internet que vuelve a descubrir lo que nosotros ya descubrimos pero le dan un nombre más lindo: metadatos. Toda página web que quiera ser recuperada por los robots de los motores de búsqueda tiene que tener metadatos.
–¿Y qué son?
–Como las fichas que hacíamos nosotros en nuestros catálogos. O sea: es una hoja de entrada con diversos campos (autor, materia, tema), que el robot recupera. En ese tema los estamos ayudando. Las clasificaciones siguen siendo las clasificaciones. Todo demuestra que esta profesión (y ahora disciplina) tiene mucho para darle a la humanidad. Creo que somos un recurso muy desaprovechado.
–¿Por qué?
–Porque el bibliotecario podría ayudar, por ejemplo, a hacer una bibliografía nacional de recursos electrónicos. Es una idea que sólo se le ocurre a un bibliotecario. La gente no se da cuenta de que los recursos electrónicos son totalmente efímeros.
–Pero eso pasa también con libros que son imposibles de conseguir.
–Puede ser imposible para comprar, pero en Internet se puede consultar un catálogo que le dice en dónde está el libro que uno quiere consultar.
–Pero si el libro estuviera digitalizado, yo lo podría consultar directamente.
–Va a llegar ese punto. Yo creo que tiene que ver con el derecho de autor; de antes de 70 años se digitaliza todo.
–El otro problema es el de las fotocopias, ¿no?
–Sí. Internet repite el tipo de lectura en mosaico, fraccionada y desconectada de las fotocopias aisladas del resto del libro. Hay una pérdida de contexto. ¿Se acuerda que yo le dije que uno de los temas de investigación era el usuario? Bueno, un estudio sobre abogados de Estados Unidos (que según nosotros andan enchufados con todo, llenos de tecnología) reveló que ellos quieren tener el impreso, porque quieren todo sobre la mesa cuando arman el caso.
–Eso es entendible. Cuando uno escribe un libro, por ejemplo, también es más cómodo tener acceso a la información impresa.
–Bueno, a mí me ha pasado que yo cuando les doy a los alumnos a fotocopiar lo que tienen que leer les doy el libro para que lo miren, para que observen la estructura. Y encuentran otras cosas que no es solamente ese capítulo. Pero cuando van a la fotocopiadora ciegamente y piden la ficha nº 42, leen prácticamente a ciegas.
–Pero creo que ése es el camino por el que van las cosas.
–De acuerdo. Yo creo que la humanidad va cambiando...
–Los libros cambian. No es lo mismo leer un rollo, que una pantalla. Yo no sé si en algún momento la gente se acostumbrará a leer de las pantallas y se olvidarán los libros.
–De todas maneras yo creo que tecnológicamente el códice es lo más cómodo que se inventó para leer.
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