CIENCIA › ENTREVISTA CON ANDRéS ROSLER, FILóSOFO E INVESTIGADOR DEL CONICET
En tiempos de confusión y cambio, es hasta cierto punto lógico que los ojos se vuelvan a la filosofía de la teoría política, en busca de huellas e inspiración. Aquí está Hobbes, algo de republicanismo y anarquismo. De todo, como en botica.
› Por Leonardo Moledo
–Estábamos hablando de temas muy interesantes realmente. Tan interesantes que me olvidé de prender el grabador. Así que vamos a empezar in medias res, si no le parece mal. Usted estudia a Hobbes, uno de los filósofos políticos fundamentales para pensar la Modernidad. Y estaba por decirme...
–Lo que estaba por decirle es que, para Hobbes, el Antiguo Testamento es un típico caso de contrato político, de contrato que permite salir del estado de naturaleza. El pueblo de Israel celebra un pacto con Dios que es, en última instancia, político: a cambio de obediencia y de la tierra de Canaán, Dios le entrega la salvación, la redención.
–¿Qué es la redención?
–La idea de salvación tenía un sentido metafísico-religioso y para nosotros se convirtió en una noción típicamente medicinal: estar a salvo, cuidar la salud.
–Pero, ¿qué era la redención para un judío de la época de Moisés?
–Que su alma fuera a terminar con Dios. Lo más interesante es el uso político que hace Hobbes de esa idea de salvación: la misma salvación que otorga Israel mediante el antiguo pacto es la que les da el Leviatán a los individuos. El Estado otorga protección y salva al pueblo de la guerra propia del estado de naturaleza. La Biblia cuenta que por alguna razón los judíos no se quedaron conformes con ese pacto inicial, sino que querían un reino como tenían los demás pueblos; Dios, entonces, los deja y les da un rey y ahí empieza el derrotero de los judíos que, según Ho-bbes, desemboca en la necesidad de un segundo pacto.
–¿Por qué?
–Los judíos, al querer apartarse de Dios, quedan librados a su suerte. Creían (y todavía creen) que tiene que llegar un redentor. La diferencia en el segundo pacto es que ya no es un pacto peculiar de un pueblo con Dios, sino que es mucho más universal, más abarcativo. En lugar de pedir la circuncisión como sello de la alianza, lo único que es necesario es un bautismo. Eso es más universal, aunque sigue habiendo gente que queda afuera. Esa es una buena manera de empezar a pensar el conflicto político: ¿se puede pensar el conflicto político incluyendo a todo el mundo?
–Usted debería saberlo...
–Pensemos en el terremoto en Chile: todos los Estados ayudaron, pero la responsabilidad principal era del Estado chileno. El orden político es particular, tiene fronteras, tiene límites. La única manera de resolver los problemas humanos, en realidad, es deshacernos del Estado. Entre el anarquismo y el particularismo político no hay demasiadas alternativas. La única manera de dejar de lado la exclusión que generan los particularismos políticos es deshaciéndonos de los Estados.
–Usted se dedica a la filosofía política de Hobbes, que es un tema acotado. Lo que hace, allí, es historia de la filosofía. ¿Hace también filosofía?
–Es que creo que, aunque no me lo propusiera, en mis estudios de historia de la filosofía estoy haciendo al mismo tiempo filosofía. ¿Para qué se hace la historia de la filosofía política? Una primera razón sería recuperar conceptos, ideas, argumentos olvidados. El más grande especialista en Hobbes, hoy, es un ferviente republicano, la tradición del pensamiento que opacó la teoría hobbesiana. La teoría política de Hobbes es enemiga del republicanismo.
–¿Por qué?
–El Estado moderno es un invento histórico del siglo XVI cuyo primer gran representante es Hobbes. Antes, el gran debate era entre la persona del monarca y la comunidad de ciudadanos. Ese esquema no podía resolver un problema como el de la guerra civil. Hacía falta una institución que estuviera por encima tanto de la persona que ocupa el cargo como de la comunidad de ciudadanos. Ese es el gran invento del Estado moderno. Eso termina al mismo tiempo con la monarquía absoluta y con la idea republicana de que los ciudadanos pueden elegir a su representante de manera directa y a su propio arbitrio. Hoy, por ejemplo, vivimos en un régimen representativo, y usted me dirá que lo que se hace es exactamente eso: que la comunidad elija a su propio arbitrio. Pero creo que no es así: hay elecciones, pero el elegido es un soberano. Antes, cuando la gente estaba en contra de lo que estaba haciendo el elegido, lo podía echar del cargo, y eso era legal. La tiranía era una forma moral a la que el pueblo tenía derecho a resistirse. Hobbes sostiene que esa discusión entre monarquía y republicanismo, entre formas correctas e incorrectas de gobierno, moralizaba el discurso político: algunos llaman tirano al monarca con el que no están de acuerdo y algunos llaman anarquía a la democracia con la que no están de acuerdo. Hay que proponer una institución (el Estado) que sea soberano. Esa idea de soberanía hobbesiana es algo con lo que nos quedamos. Aunque parece que el Estado está dando sus últimos pasos sobre la tierra.
–¿Y si pensamos en los estados que provienen de la disolución del Imperio? Carlomagno, por ejemplo, tiene un Estado, débil pero lo tiene...
–Pero el Estado moderno tiene una característica peculiar con respecto a los proto-Estados más antiguos: el que está arriba ocupa un cargo del que no es dueño. Es simplemente un empleado de jerarquía. El lema de Louis l’état c’est moi no funciona más en la modernidad. Lo que hizo el zar ruso de vender Alaska y guardarse la plata en el bolsillo no funciona más.
–Pero el emperador romano tampoco podía hacer eso...
–La verdad es que no sé cómo funcionaba eso.
–Cuando se llega al poder personal en Roma hay toda una burocracia enorme detrás.
–Sí, tiene razón. El Estado moderno tiene como uno de sus pilares el derecho romano y a la Iglesia Católica como el otro. Cuando cae el Imperio, la Iglesia Católica lo suplanta y luego sirve como base para la implantación del Estado político. Curiosamente la Iglesia, que era el gran enemigo del Estado, le terminó proveyendo el aparato institucional.
–Claro, porque la institución eclesiástica trasciende mucho a la figura del Papa.
–Y la característica del Estado moderno es la distinción entre la persona y el que ocupa el cargo y, por supuesto, la comunidad de ciudadanos. Esto le granjeó una oposición a dos puntas: no sólo de los republicanos, sino también de los monárquicos. Los monárquicos, en efecto, se dieron cuenta de que Hobbes no defendía una monarquía de derecho divino, sino un Estado contractual. Ya no es Dios sino el pueblo el que delega. Para Hobbes hay una asamblea que establece el pacto e instantáneamente se disuelve.
–Usted tiene también un proyecto de republicanismo y liberalismo. ¿Qué estudia allí?
–La idea es investigar los orígenes de esas dos grandes teorías. El liberalismo y su concepción negativa de libertad (la libertad consiste en la falta de impedimentos externos a la acción, lo cual es una idea muy hobbesiana) y el concepto de la libertad del republicanismo (que en lugar de creer que el problema es la interferencia, cree que el problema es la dominación: alguien puede ser dominado sin ser interferido e interferido sin ser dominado). El ejemplo clásico de este es el del esclavo con un amo gentil. Para el republicanismo, ninguna persona es absolutamente confiable como para gobernar, por más buen tipo que sea: tiene que gobernar la ley, que interfiere pero no domina. El liberalismo supone que una persona que vive una vida sin interferencias va a ser libre; para el republicanismo, obviamente eso no alcanza. La intuición de vivir una vida con la menor cantidad de interferencias, si bien teóricamente ya no es muy defendida, es muy propia del sentido común.
–¿Y qué pasa ahora con esas cosas?
–Hay un renacimiento importante de la filosofía política republicana, que quiere recuperar lo que dejó tapado el Estado. Sin duda que el republicanismo merece nuestra simpatía (¿quién se puede negar a la idea de una ciudadanía participativa, que toma decisiones sobre la base de la deliberación pública?), pero tiene su costado negativo, que es la moralización del conflicto político. Si yo soy republicano y represento la virtud, el que se me opone, por definición, no es virtuoso.
–¿Hacia dónde cree que vamos?
–En el fondo, yo sigo creyendo en la posibilidad del debate. La teoría política, en el fondo, es un diálogo, una discusión. Pero creo que hay que tener cuidado en no confundir al que está en desacuerdo con uno con alguien que es lisa y llanamente inmoral.
Informe: Nicolás Olszevicki.
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