CIENCIA › SERGIO FEINGOLD, DIRECTOR DEL PROGRAMA NACIONAL DE BIOTECNOLOGíA
El investigador propone un cambio de perspectiva que promueve la soberanía tecnológica, los desarrollos agroecológicos locales y la implementación de una técnica revolucionaria como la edición génica.
› Por Pablo Esteban
En la actualidad, si uno tuviera que señalar –rápidamente– cuáles son los puntos del planeta con mayor impulso biotecnológico, identificaría tres ejemplos puntuales: China con empresas gigantescas como Syngenta y Cofco, Europa con la tradicional Bayer (fortalecida a partir de la compra de Monsanto) y Estados Unidos con las emblemáticas Dow y DuPont. Este paisaje, aunque sintético, alcanza para plantear una contradicción tan histórica como insalvable: pese a que Sudamérica constituye, por sus condiciones naturales, una de las regiones geográficas privilegiadas del globo, ya que sus campos producen –aproximadamente– el 50 por ciento de los cultivos transgénicos a nivel mundial, no posee un proyecto lo suficientemente ambicioso que alcance las dimensiones de los ejemplos anteriores.
La agrobiotecnología emergió durante las décadas del ochenta y noventa en condiciones políticas desfavorables para países como Argentina y Brasil. Se trata de naciones que podrían haber liderado importantes planes biotecnológicos, pero se resignaron a ocupar zonas de confort que los ubicaron como clientes obedientes. En definitiva, no obstante sus potencialidades, jamás impulsaron desarrollos de envergadura para ser potencias. Así, el imaginario de soberanía tecnológica se reveló como un anhelo utópico, un sueño interrumpido, un viaje que no llegó a destino.
Un campo regulado por leyes de mercado y por el siempre ponderado “azar”, alimentado por conductas cortoplacistas y falto de planificación, no logra exprimir al máximo todas sus virtudes. Desde aquí, Sergio Feingold señala una paradoja que alarma y que tiene sabor a historia: “Tenemos las tierras más productivas del planeta pero si las usamos como si fuéramos rentistas estropeamos nuestro mayor recurso”. De hecho, el tradicional esquema agroexportador que ubica al país como granero del mundo, contribuye a fortalecer la eterna dependencia. En este sentido, “las grandes empresas buscan utilizar las tierras del país como arrendatarias, nos venden las semillas y el paquete productivo, pero luego se aprovechan de los beneficios de la comercialización”, plantea. Y apunta: “En definitiva, si nosotros vamos a consumir la biotecnología extranjera y no vamos a generar nuestros propios desarrollos vamos a estar en problemas”.
Sergio Feingold coordina el Programa Nacional de Biotecnología del INTA. Desde aquí, comparte la opinión de muchos referentes que se expresaron en los últimos días y manifiesta su preocupación ante una coyuntura adversa. “Si el dinero no se coloca en la investigación pública se corre el riesgo de que la historia se repita. No quiero que desde el INTA volvamos a prestar servicios con lógica empresarial”. A menudo, solo se justifican las acciones a partir del lucro inmediato. Sin embargo, la ciencia no se lleva bien con los plazos cortos. “Existen proyectos que no tienen potencial de mercado, pero sí potencial de desarrollo en cuanto a lo social, lo productivo y la generación de empleo”, comenta.
Sin embargo, pese al cuadro pesimista, la ciencia brinda un tiempo suplementario que abre nuevas posibilidades, incluso, en los escenarios menos iluminados. Bajo esta premisa, en el área de la agrobiotecnología, la técnica de la edición génica patea el tablero y está llamada a constituirse en una verdadera revolución. De esta manera lo comprende Sergio Feingold, quien además dirige el Laboratorio de Agrobiotecnología del INTA (Balcarce) y es especialista en la generación de organismos genéticamente modificados y el mejoramiento de cultivos. “Con este desarrollo, se genera una burbuja de oxígeno que nos permite adelantar unos casilleros”. A diferencia de lo que ocurre en la transgénesis convencional, “aquí la identificación de los genes que es necesario modificar posee un valor mucho más fuerte; en efecto, el impacto de la creatividad y de la innovación es mayor”, indica.
¿Qué se necesita para revertir la situación? Para empezar, se requiere de una iniciativa nacional que continúe el camino iniciado en la década anterior y apoye los desarrollos locales desde el punto de vista productivo, social y comercial. Y luego, un cambio de paradigma que contribuya a desmitificar algunas narrativas que se tejen alrededor del área porque “hoy en día una agricultura sin biotecnología es prácticamente imposible”.
–¿Y si las malezas no fueran tan malas?
–El dominio de las técnicas agrícolas significó un punto de inflexión para el “hombre primitivo” (construcción utilizada por historiadores eurocéntricos que, todavía, creen en la idea de un progreso lineal, universal y único). Hace aproximadamente nueve mil años el ser humano modificó su forma de estar en el mundo y trocó su economía de recolección y caza por una basada en la agricultura y la ganadería. Después de todo, ya no le alcanzaba con comprender el entorno en que vivía y, en efecto, decidió transformarlo.
Así fue como se modificó la homeostasis natural y el aparente equilibrio original fue colocado patas para arriba. La naturaleza se desnaturalizó y emergieron nuevas prácticas que, con el tiempo, conformaron un sistema de concepciones, valores y percepciones que otorgaron, en definitiva, un matiz distinto –y un estatus novedoso– al ser humano. La cultura fue el elemento disruptivo que alimentó la creatividad y cierta predisposición mágica para innovar en forma recurrente y virtuosa.
Según un análisis del Instituto de Economía del INTA, entre 1996 y 2010, la soja transgénica generó divisas por 65 mil millones de dólares. Sin embargo, al mismo tiempo, provocó la emergencia de malezas resistentes, un problema reconocido por gran parte de los productores. Una rueda comercial generada por las propias multinacionales que favorecen la dependencia de los productos agroquímicos que luego comercializan.
Sin embargo, algo queda claro: la biotecnología es una disciplina que no se reduce ni se agota en la generación de organismos genéticamente modificados con resistencia a herbicidas. Esa es la premisa que sostiene Feingold cuando propone una mirada sistémica que sea capaz de cuestionar el imaginario que asocia a la biotecnología con la tríada soja-glifosato-Monsanto. En este sentido, busca revertir esta percepción y aclara algunos puntos. En concreto, “en Argentina, el gran problema de la agricultura es ver cómo se manejan estas malezas resistentes. De modo que el INTA, con un nuevo enfoque, diseña estrategias que dotan a los cultivos de una capacidad diferencial para el aprovechamiento de nutrientes, en especial del fósforo”, un elemento clave en la fotosíntesis. Ello promueve un cambio de paradigma porque ya no se busca combatir las malezas como si fueran vecinos invasores.
En décadas anteriores, en las universidades de agronomía, el término “umbral mínimo de daño” contaba con un aura muy estimada por todos. Ello contemplaba, con más o menos palabras, primero, el control de la cantidad de malas hierbas presentes en un área determinada del campo y, luego, implicaba el análisis para decidir si era necesaria (o no) la aplicación de un herbicida. No obstante, con la emergencia de la soja resistente al glifosato, el concepto cayó en desuso y se vació de sentido. Los actores del campo se acostumbraron a ver sus parcelas como si fueran billares y caracterizaron a las plantas silvestres como estorbos que debían ser erradicados de manera urgente.
En este marco, una estrategia que “dote al cultivo de una capacidad diferencial frente a las malezas revierte un proceso que éstas ejecutan de modo silvestre: su eficiencia para capturar agua, nutrientes e interceptar luz”. ¿Por qué son tan eficientes? Básicamente, porque han tenido el tiempo suficiente para adaptarse al ambiente del que participan. “Mientras las malezas habitan su espacio hace miles de años, el ser humano intenta cultivar y cambiar ese estado de cosas en cuestión de segundos”, afirma.
En efecto, como el fósforo es uno de los nutrientes más importantes que los cultivos necesitan para prosperar, es vital que la planta lo absorba de manera tal que la maleza no pueda acceder. Ello, junto a otro tipo de desarrollos, podría mejorar la producción, disminuir los costos y ocasionar un impacto ambiental muy favorable. Con la implementación de este tipo de acciones, incluso, “podría reducirse el uso del glifosato al tiempo que se podría contribuir a la disminución de gases de efecto invernadero”, concluye.
En una mirada sistémica de este tipo, las herramientas biotecnológicas se pueden llevar de maravillas con la agroecología, cuyo objetivo es la sostenibilidad del sistema a largo plazo. Allí, adquiere sentido la idea de proceso y se inscriben aquellas operaciones profundas que garantizan transformaciones palpables en la medida que buscan resolver problemáticas de tipo estructural.
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