CIENCIA › DIALOGO CON LA BIOLOGA VIVIANA CONFALONIERI
La genética evolutiva se especializa en reconstruir las relaciones precisamente evolutivas entre diversos organismos utilizando las huellas que se rastrean en el ADN.
› Por Federico Kukso
Se la puede pisar, ignorar, tergiversar, sin embargo, la memoria –aquella némesis del olvido– siempre estará allí. No sólo rigiendo desde los libros de historia la dialéctica entre el recuerdo y la ignorancia, sino desde el corazón de cada célula, desde cada ladrillo de lo viviente. “En el ADN, así como están escritas las instrucciones para crear, mantener y reproducir un ser vivo, también están impresas las huellas de la evolución de los organismos; ahí está también su pasado”, explica la bióloga Viviana Confalonieri, investigadora del Conicet y directora del Grupo de Investigación en Filogenias Moleculares y Filogeografía (Giff), del Departamento de Ecología, Genética y Evolución de la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales de la UBA.
–¿A qué se dedica?
–Mi especialidad es la genética evolutiva, una rama de la genética que se dedica a estudiar la teoría de los procesos evolutivos. Dentro de esa disciplina, en particular, en el grupo nos dedicamos a reconstruir las relaciones evolutivas entre los organismos utilizando los marcadores del ADN. Es lo que comúnmente se llaman “filogenias moleculares”. La reconstrucción de las relaciones permiten poner a pruebas distintas hipótesis que van desde la clasificación de los organismos hasta por ejemplo poder entender procesos epidemiológicos, cómo se esparce un virus. Estos estudios también se aplican a nivel ecológico.
–¿Con qué idea de evolución se maneja?
–En esto no es todo blanco o negro. Hay grises, un poco de todo. Es cierto que está la dicotomía entre el gradualismo filético –lo que proponía Darwin– y el saltacionismo o teoría de los equilibrios intermitentes que surge del registro paleontológico. En evolución molecular, se tiende a apoyar bastante la segunda teoría. Stephen Jay Gould proponía que podían surgir macromutaciones en los individuos en períodos de tiempo evolutivo muy cortos. Hoy hay muchas evidencias a nivel molecular que dicen que eso es factible.
–¿Y con qué tipo de organismo trabaja?
–Tengo varias líneas de trabajo. Pero fundamentalmente trabajo con insectos-plaga, gorgojos-plaga. Lo que hacemos se llama “análisis filogeográfico”: se establecen las relaciones filogenéticas entre los individuos dentro de una especie a partir de la secuencia de genes. En el ADN, así como están escritas las instrucciones para crear, mantener y reproducir un ser vivo, también están impresas las huellas de la evolución de los organismos; ahí está también su pasado. Un poco lo que hace el biólogo evolutivo es descifrar esas huellas a través de algoritmos matemáticos.
–Es como tener un libro de historia en cada célula.
–Así es. Comparando los genes de muchos individuos dentro de una especie o entre muchas especies distintas, podés saber qué grado de parentesco tienen y así poder ir reconstruyendo un árbol filogenético. Eso se puede superponer con la distribución geográfica de todas las variantes genéticas y se pueden hacer muchas inferencias, por ejemplo acerca de rutas de migración, de colonización a distancia en caso de especies invasoras; se puede conocer el centro de origen de una especie, lo cual es muy importante a la hora de evaluar cuáles son los posibles enemigos naturales de esa plaga para hacer control biológico.
–Todo eso sólo mirando el ADN.
–Sí. Junto a la entomóloga Analía Lanteri, del Museo de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata, estamos estudiando una especie llamada Naupactus cervinus, un insecto nativo de la selva paranaense que ha invadido prácticamente todos los continentes. Cuando la analizás encontrás que hay una alta incidencia de poblaciones formadas exclusivamente por hembras.
–Un matriarcado.
–Exacto. Ya se suponía que en estas especies había un comportamiento reproductivo de tipo “partenogenético”, esto significa que los embriones se forman a partir de óvulos no fecundados. Sólo hay hembras; y son como clones. Esto es importante porque esta forma de reproducción asexual les permite tener una gran capacidad de invasión en ambientes marginales. Si por intercambio comercial, por un accidente o por migración natural se expanden hacia un área que no es un ambiente propio de la plaga, se multiplican muchísimo.
–¿Pero es esto una adaptación biológica a una circunstancia?
–Eso es lo que comenzamos a investigar porque había antecedentes en otros artrópodos (insectos, crustáceos) en donde aparentemente esta conversión a la reproducción asexual se debía a una infección producida por la bacteria Wolbachia. Es como una enfermedad. La pregunta es: ¿por qué la infección de esta bacteria produce este comportamiento? Se podría decir que es un comportamiento “egoísta” de la bacteria. Por una cuestión de supervivencia –esta bacteria es un endosimbionte– le conviene más que sólo haya hembras porque los machos no la pueden transmitir de generación en generación. La bacteria afecta la reproducción ya sea o provocando partenogénesis, muerte o femenización de los machos.
–O sea, hace que los machos sean prescindibles.
–En el hombre únicamente se encontró que esta bacteria produce únicamente la enfermedad de la ceguera de los ríos. Nadie sabe qué pueda llegar a pasar con esta bacteria. Tal vez en un futuro seamos todas mujeres. Las mitocondrias hace miles de años eran bacterias que infectaron la célula y después pasaron a formar parte imprescindibles de ellas. Toda la sexualidad es un mecanismo importantísimo también a nivel evolutivo, porque es un generador de variabilidad genética. Y sin variabilidad genética no hay evolución; es la materia prima sobre la que actúa la selección natural.
–Lo que hacen es una especie de cartografía genética, ¿no?
–Así es. Trabajamos con genes que se heredan uniparentalmente, o sea, los que están en las mitocondrias. Yo pongo siempre el ejemplo del apellido para explicar la filogeografía: el apellido en nuestra cultura se hereda uniparentalmente de padres a hijos. Uno puede conocer sus ancestros, porque desde épocas remotas se fue transmitiendo de generación en generación sin recombinarse con el apellido de la madre. Se puede ver dónde hay más frecuencia de ese apellido y de esa manera inferir un origen geográfico. Pero hete aquí que pudo ocurrir que, al emigrar, tus antepasados hayan pasado por la aduana y les hayan cambiado un poco el apellido. Desde entonces esa generación tiene el apellido cambiado: eso es lo que pasa más o menos con las mutaciones en el ADN mitocondrial.
–¿Pero todos los genes mutan al mismo ritmo?
–No. Algunos mutan a una tasa muy lenta. Por ejemplo, los genes que codifican para los ribosomas, la fábrica de proteínas de la célula. Esos genes están muy conservados y como cambian tan poco se los puede usar para reconstruir ramas profundas en el árbol de la vida, te podés remontar millones de años atrás. El ADN mitocondrial tiene la ventaja de que muta muy rápido (no tanto como los virus), lo cual permite reconstruir el pasado histórico de una especie. No te podés remontar muchos millones de años porque al mutar tan rápido perdés la huella genética.
–¿Cuáles son sus otras líneas de investigación?
–Trabajo con langostas y en el tema maíz con la doctora Lidia Po-ggio. Nos asociamos con una arqueóloga, Norma Ratto, que nos trajo muestras de maíz encontrado en momias del noroeste argentino. Nuestra doctoranda de por entonces, Verónica Lia, logró extraer y analizar el ADN de muestras de este maíz, dejado hace 1400 años por los indígenas como ofrenda fúnebre. Se determinaron todas las razas del maíz nativo y permitió indagar acerca de las rutas de dispersión en Sudamérica del maíz domesticado. Fue un trabajo pionero en ADN antiguo en el país.
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