› Por José Pablo Feinmann
Siempre que llegábamos a la playa mirábamos el mástil y, en lo alto, la bandera. No era el mástil de la escuela. Ni la bandera de la escuela, que era la de la patria. No, esto era distinto. No había que cantar Aurora ni aquí está la bandera idolatrada. Eso me llenaba de felicidad. Porque no tener que cantar Aurora ni la otra –la de “la enseña que Belgrano nos legó”— era que no estaba en el colegio, que estaba de vacaciones. Que estaba en San Clemente del Tuyú, el nombre que tuvo para mí el Paraíso durante los años de la infancia. Sin embargo, pese a no tener que cantar Aurora, había un mástil. Y también una bandera. ¿Quién la ponía ahí con tanta eficacia, con tanta regularidad? ¿Por qué confiábamos tanto en lo que esa bandera decía? La bandera hablaba. Si no, ¿por qué lo primero que decía mamá en tanto nosotros clavábamos las sombrillas era: “¿cómo está hoy el mar?” Y todos mirábamos hacia el mástil y su bandera y le respondíamos. La bandera te decía cómo andaba de humor el mar. De buen humor. De mal humor. O ni una cosa ni la otra. Que es la duda, ¿no? Esa duda se llamaba: mar dudoso. La bandera te informaba. Pero, insisto, ¿quién la ponía ahí? ¿Por qué siempre estaba ahí antes de que llegáramos a la playa? La ponía el bañero. Nunca lo habíamos visto. No teníamos el honor de conocer a ese personaje misterioso, fuerte. Que hasta podía ser heroico si alguna situación se lo reclamaba. No había aparecido cuando Rosario casi se ahoga. Aparecieron dos tipos musculosos que lo ayudaban. Pero él, no. Tuvo que venir ese ser del espacio exterior para que Rosario no se muriera. A caballo por la costa. Milagroso. Había una propaganda de Cinzano así. Un jinete extravagante cabalgando junto al mar. Pero el bañero, aunque no hubiese salvado a Rosario, existía. Y la muestra de su existencia era la bandera. El mástil no. El mástil estaba ahí y era siempre el mismo, nunca cambiaba. La bandera, sí. Casi todos los días era distinta. Si era celeste, te decía: mar bueno. Te podías bañar tranquilo. Meterte “en lo hondo”. Si sabías nadar, hasta donde ya “no hacías pie”. Que era, si lo pienso mejor, lo mismo que “en lo hondo”. Si era negra, amarilla y negra: mar dudoso. Guarda, precaución. “Con cuidado, chicos”, decía la vieja. Uno lo pensaba dos veces antes de meterse “en lo hondo”. Bongo igual iba y se metía como si nada. Pero para Bongo no había bandera. Para él “lo hondo” estaba ahí nomás. Dejaba de “hacer pie” apenas entraba al agua. No se iba lejos. Movía rápido las patitas delanteras y nadaba feliz de la vida. Para Bongo, la orilla era como si fuera todo el océano Atlántico. El no lo sabía y creo que no le hubiera importado. El océano Atlántico estaba de más, sobraba. Para nosotros, no. Mar dudoso, cautela. Con todo, si el mar estaba dudoso uno podía meterse y hacer un montón de cosas. Voy a olvidarme del bañero y contar lo que uno hacía con el mar dudoso. Había unas olas fantásticas. Cuando el mar estaba bueno era un asco. “Una sopa”, decíamos. “Una pileta”, decíamos. “Apenas si está para hacer la plancha”, decíamos. Pero dudoso, mar dudoso era otro mundo, otra vida. Era el riesgo. Era la pelea con el oleaje. Las olas llegaban embravecidas, guapeando, con ganas de meter miedo. Había dos clases de bañistas. Los valientes y los cobardes. Los diferenciaba su actitud ante la “rompiente”. Todos saben qué es la rompiente: el lugar en que las olas se doblan sobre sí mismas y se rompen en el mar. Los cobardes, nada que ver con la rompiente. Se bañaban lejos de ella. Ahí nomás, por la orillita. Incluso había algunos viejos boludos y algunos pibes ruidosos que se sentaban en la orilla y esperaban unas olitas mariconas que ya venían derrotadas, venían para la caricia, para la alegría de los viejos chotos. Eso era “bañarse en la orillita”. Una idiotez, una cobardía, cosa de mujeres o de viejos o de niñitos que hacían pocitos con la palita. Venía un cachito de ola, les llenaba el pocito y vuelta a empezar. En fin, eran niñitos. Yo, en cambio, tenía nueve años. Y tenía un hermano que, en diciembre, había cumplido diecinueve. Y mi hermano tenía unos amigos también grandotes, de diecisiete o dieciocho y hasta había uno ¡que ya tenía veinte años! Noso-tros éramos puro coraje. Nos íbamos a enfrentar “la rompiente”. Yo me sentía el más valiente de todos, porque era el más chiquito, era un pibe, ellos me decían “Josecito” y yo no podía pararles el carro y decirles: “Atenti, a mí me llaman José, ¿estamos?” Porque habrían reventado de la risa. Y yo antes que ellos. De modo que lo aceptaba: Josecito, de acuerdo. Pero esto se les volvía en contra. Como cuando andábamos a caballo: “Josecito, empezá a galopar así nosotros te seguimos”. Claro: yo galopaba y los matungos de ellos (que elegían matungos por el cagazo que les tenían a los caballos de verdad) seguían al mío hasta que empezaban a galopar. Con la rompiente lo mismo. Tengo, aquí, que decir algo que apenas insinué antes pero que nunca dije claramente: no mi hermano, pero sus amigos eran unos increíbles pelotudos. Uno era gordo. Tenía más tetas que Jayne Mansfield. Se llamaba Gustavo. Otro era alto y muy flaco y era además pelirrojo y todo lleno de pecas. Para peor, usaba anteojos. No podés ir a la rompiente con anteojos. O la rompiente o los anteojos. Si sos ciego quedate en la sombrilla con la vieja hablando de lo que extraña las canastas que hace en Buenos Aires. Pero si te decidís a enfrentar la rompiente, sacate los anteojos, Bubby. Porque sí, en serio: le decían Bubby. Después hubo un músico de jazz famoso que se llamó así: Bubby Lavechia, por ahí se acuerdan de él. Si no, no importa. Pero este Bubby, el nuestro, no era Bubby Lavechia. No recuerdo su apellido. Era “el” Bubby. Y “el” Bubby era el más pelotudo de los amigos de mi hermano. Que es una desmedida exageración, no sé si me explico. Era el pelotudo de los pelotudos. Había, todavía, otro. Se llamaba Francisco. No tan pelotudo como Bubby, pero por ahí. Francisco era cadete del Colegio Militar de la Nación. Qué tal, vean la gente que conocí de pibe, antes de ser un subversivo. Cierta vez, fuimos con la madre de Francisco, mi papá, mi mamá y mi hermano a verlo a Francisco saltar vallas con su caballo, ahí, en el Colegio Militar. Pasó lo que tenía que pasar: el tarado no saltó la valla, el caballo casi se quiebra y él se fue a la mismísima mierda. La madre se puso a llorar y mi vieja la consolaba. Ma sí, reventá: ¿quién te manda a ponerlo al idiota éste de milico y a saltar vallas si ya de pendejo no podía galopar si no me seguía a mí, un civil cualquiera? Con la rompiente, lo mismo. Mi hermano saltaba las olas por encima. Era ágil, muy flaco (“el flaco”, le decíamos; pobrecito: se murió muy joven) y era valiente. Bubby y Francisco permanecían paralizados. Mi hermano ya se iba nadando hacia “lo más hondo” o se le daba por hacer la plancha. Porque una vez que pasás la rompiente se acabó el problema. El mar está tranquilito. Las olas todavía no rompieron. Se dirigen hacia la rompiente. Pero ahí, donde ahora estaba mi hermano, no molestan. Los dos tarados me miraban sin animarse a pedirme algo similar a lo que me pedían con los caballos. Hasta que lo decían: “Josecito, vos tirate que nosotros te seguimos”. Ahora seré un sedentario irredento, un flaco engordado, lo que quieran, pero a los nueve años yo era un pibe que había ido a la playa desde el día en que nació. La rompiente era un juego para mí. Me la tenía tarreada.Hay tres posibilidades con la rompiente, por dura y fiera que venga. Primero) Uno puede hacer lo que hizo mi hermano. Saltar por encima de la ola. Pero hay que ser muy ágil. Flaco, nervudo, decidido, todo eso. Segundo) Esperar la ola. Mirarla serenamente. “Aquí estoy. Te espero. No te temo.” Cuando se dobla sobre sí para romper uno se tira, con los brazos extendidos como un arpón, hacia adelante y la atraviesa por debajo. Sale del otro lado feliz, triunfador. Tercero) Dejar que la ola rompa pero uno se le adelanta dando grandes brazadas y llega con ella hasta cerca de la orilla. Algunos no dan brazadas. Se dejan llevar por la ola. Estiran los brazos y es como si fueran parte de ella. De toda esa espuma. Porque hay pocas cosas más lindas que la espuma de una ola con todo el sol sobre ella, sacándole brillos, miles de gotas saltarinas, juguetonas. Pero hay otra posibilidad con la rompiente. Es la peor. La de la humillación. La que les pasaba a Bubby y a Gustavo. “Tirate, Josecito, no-sotros te seguimos.” Minga. Era lógico lo que pasaba. Los boludos me seguían. Esto no era como con los caballos. “Galopá, Josecito, así galopan los nuestros.” No podían seguirme con la rompiente. Porque seguirme era llegar tarde. Y si con la rompiente llegás tarde la rompiente se te rompe encima. A todos nos ha pasado. Y te hunde y tragás agua salada y abrís los ojos y sólo ves burbujas, espuma, y hasta puede darte vuelta, hacerte girar bajo el agua como un trompo, que es feo, bien feo. Y después salís hecho una lástima. Tosiendo, los ojos colorados, tambaleándote. Y si fuera un dibujo animado escupirías pescaditos de todos colores. Lo que me daba bronca era que a Gustavo y a Bubby los dejaban entrar en la boite Le Pirate y a mí no. Y los boludos volvían y contaban un montón de cosas, de minas que se habían levantado, que les habían dado el teléfono o que las habían sacado a bailar suelto o que habían chapado con algo de Pat Boone o de Bobby Darín, que estaba de novio con Sandra Dee, que era una tarada completa al lado del minón que era Jayne Mansfield y ni hablemos de Mamie Van Doren. Yo me moría por ir a Le Pirate. Pero con nueve años, complicado.
Había días en que llegábamos a la playa y la bandera era la peor: era colorada. Esa bandera decía algo terrible: mar peligroso. Había unas olas terribles. Mamá decía: “Hoy no se baña nadie, eh”. Yo me quedaba en la orilla y miraba el mar. Y siempre me hacía una pregunta: “¿Por qué el mar está a veces bueno, a veces dudoso y a veces peligroso? ¿Tiene que ser así?” Y después pensaba: “¿Por qué algo es peligroso? ¿Qué es el peligro? ¿Qué te puede pasar si te pasa algo peligroso?” No tenía respuestas, todavía.
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