Mar 04.03.2008

CONTRATAPA

Creador y criatura

› Por Rodrigo Fresán

UNO Resulta tentador elaborar una teoría à la Jekyll & Hyde para enhebrar las vidas y carreras de la persona Philip Roth y de su personaje Nathan Zuckerman. Las dificultades comienzan, claro, cuando se trata de determinar quién es el hombre y quién la bestia.

Bio-bibliográficamente, Zuckerman asoma su cabeza por primera vez –como alter-ego de un escritor llamado Peter Tarnopol– en Mi vida como hombre (1974): bestial crónica de una catástrofe matrimonial que Roth reconocería años más tarde, en Los hechos (1988), como uno de sus tantos naufragios sentimentales. Pero es en 1979, con La visita al maestro, que se activa uno de los procesos literarios más interesantes de los últimos tiempos. Allí, el joven Zuckerman entra en la casa de su admirado E. I. Lonoff (mix de los héroes de Roth Saul Bellow y Bernard Malamud y –a partir de sus revelaciones incestuosas en Sale el espectro– Henry Roth) en busca de la verdad y sale con la percepción de la mentira como una de las bellas artes.

No cuesta nada leer al Zuckerman de Zuckerman desencadenado (1981), La lección de anatomía (1983) y La orgía de Praga (1985) como comentarios cómico-picarescos de lo que le pasa entonces a Roth: el éxito universal y la condena de los suyos por El lamento de Portnoy (1969), el acoso de fans y psicópatas, la fascinación por las letras centroeuropeas. Zuckerman –y sus idas y vueltas– como una versión esperpéntica y desmesurada de Roth. Zuckerman como el doriangrayesco retrato de Roth. Zuckerman casi como si fuera el masoquista Coyote redactado por el sádico Correcaminos Roth. Nada que ver con los Borges de Borges: a Roth sí le pasan las cosas. Y a Zuckerman, sencilla y complejamente, las cosas le pasan por encima.

DOS El asunto se complica –para muy bien– con Las vidas de Zuckerman (1986): una brillante metanovela donde Roth postula las estrategias de lo que será el resto de su obra: “la creación de los espejos del yo”.

Esto resultó demasiado narcisista para algunos. Muchos la celebraron como el más grande de sus logros hasta la fecha. Y Woody Allen, otro trabajador del equívoco autobiográfico (y, según su biógrafa Marion Meade, competidor de Roth desde siempre y enemigo jurado desde que el escritor comenzara, en 1995, a salir con Mia Farrow y ayudara en la sombra a la redacción y edición de la virulenta memoir de la actriz despechada) se burló de todo el asunto en su Desmontando a Harry.

Pero es en el ya mencionado Los hechos –libro en el que Roth separa lo suyo de lo de su otro yo– que la situación Jekyll/Hyde muta a Frankenstein increpado por su Criatura: “Nadie que desee ser digno de verdadera consideración como personaje literario puede esperar que su autor oiga su súplica en cuanto a un tratamiento justo. Una solución poco verosímil para un conflicto imposible de solucionar que acabaría comprometiendo tanto mi integridad como la tuya. Pero seguramente un autor tan consciente de sí mismo como tú debe cuestionarse, inevitablemente, si un personaje debatiéndose sin cesar en el drama de su existencia no está siendo gratuitamente torturado por la escenificación, de parte del autor, de un ritual neurótico. Lo único que te pido es que pienses en esto cuando, mañana por la mañana, sea la hora de afeitarme. Obligadamente tuyo, Nathan Zuckerman”.

TRES Entonces, Roth parece haber oído a Zuckerman y en Pastoral americana (1997), Me casé con un comunista (1998, exposé/vendetta contra la actriz Claire Bloom, Mrs. Roth por diecisiete infernales años, quien lo retrató como un neurótico depresivo de cuidado en sus memorias tituladas, muy ibsenianamente, Leaving a Doll’s House) y La mancha humana (2000) lo convierte, apenas, en un testigo privilegiado de tragedias ajenas. Las cosas –las cosas terribles– les suceden, por fin, a los otros. Así, como alguna vez Roth vampirizó a Zuckerman, ahora es Zuckerman –autoexiliado, como Roth, en New England– quien busca y encuentra víctimas para narrar y, quién sabe, tal vez sea autor de los libros con ese Roth alternativo: Engaño (1990), Patrimonio (1991), Operación Shylock (1993, donde Roth persigue a un falso Roth), La conjura contra América (2004). O tal vez redacten juntos las desventuras de David Kepesh en El profesor del deseo (1972), El pecho (1977) y El animal moribundo (2001). ¿Y quién será responsable de esa desaforada obra maestra –algo así como un Bellow X-Rated y en anfetaminas– que es El teatro de Sabbath (1995)?

Con la recién aparecida Sale el espectro –Elegía (2006) bien podría ser la novela que escribe Zuckerman de regreso a su cabaña luego de su frustrada y aventura neoyorquina– ambos han hecho las paces. O eso parece. No en vano allí, en la mente de Zuckerman, leemos casi exactamente lo que Roth declaró a The New Yorker en el 2000: “Vivimos los últimos años de la Era Literaria... Cada año mueren setenta lectores serios y solo dos de ellos son reemplazados”.

Lo que no significa que Roth vaya a rendirse sin luchar. Más adelante, en ese mismo perfil firmado por David Remnick, Roth –sin hijos, sin planes de volver a vivir en pareja– revelaba su simple y difícil plan para sobrevivir a estos tiempos oscuros convirtiéndose en su propio faro y en el puerto confiable donde recalar: “No pienso dedicarme de aquí en más a ninguna otra cosa que no sea la escritura... Tengo que decirte que no creo en la muerte. No experimento la idea del tiempo como algo que tiene límites para mí. Sé que es así, pero no lo siento. Podrían quedarme tres horas o treinta años de vida, quién sabe. El tiempo no es algo que ocupe mis pensamientos. Debería, pero no. Y no sé qué acabará resultando de todo esto, y lo cierto es que no me importa, porque ya no voy a detenerme... Todo lo que quieres conseguir es lo más obvio. Hacerlo lo mejor posible y el resto no es otra cosa que la comedia humana: las evaluaciones, las listas, las críticas de porquería, los insultos, los halagos. Yo quiero tener que responder únicamente ante mi trabajo y mi obra... Tengo salud, soy fuerte, y escribo todos los días. ¿a quién le importa lo demás? Cuando surge algún problema a partir de lo que estoy escribiendo me digo que no hace falta preocuparse. Todo lo que se necesita es tiempo. Tiempo es todo lo que hace falta. Ya no me preocupo más si no tengo lo necesario para solucionar determinada situación. Todo llegará. Nadie va a interrumpirme y tengo todo el tiempo del mundo. El tiempo está de mi lado”.

Ocho años después, ahí sigue. Y nosotros –todo este tiempo– seguimos estando de su lado.

CUATRO Y leyendo Sale el espectro más de uno pensó que era, también, la salida de Roth. Las palabras finales de alguien que ya no tenía tiempo y que se preparaba para la interrupción definitiva. Pero no. Roth ya anunció nuevo y expresivo título para el próximo septiembre –Indignation, novela de iniciación de un joven en los ’50 que no se apellida ni Roth ni Zuckerman– y el escenario está tranquilo y se van apagando las luces.

Mientras tanto y hasta entonces, Sale el espectro es promocionado como “el fin de Zuckerman”. Una carga final hacia un horizonte en el que se funden y se confunden creador y criatura.

Pero quién sabe.

Los problemas volverán, seguro, cuando haya que decidir, más temprano que tarde, quién tendrá el honor de ir a recibir el Nobel y quién tendrá el privilegio de vivirlo por escrito.

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