› Por Enrique Medina
Terminan de jugar al ajedrez y echan una caminata para reacomodar los huesos del atascado cuerpo. La plaza está en su esplendor. Hay gente de todo pelaje y por donde sea. Buscas a la pesca. Colas de dinosaurios reventando colectivos. Maltraído, un arrebatador con portafolios cruza la avenida corrido a los gritos por el asaltado. Otros miserables controlan a sus minas. Minas negras, minas teñidas, minas feas, gordas-regordas, sentadas con la misma hidalguía que las alemanas de Francfurt y Osaka, y en ello el atractivo. Conversan, ríen, se las ve simpáticas. Educados, con elegante discreción los ajedrecistas saludan y ellas les hacen el guiño correspondiente y agradecido. Los amigos son jubilados y con amistad de años. Wilde, uruguayo, harto en toda la vida de tener que aguantar siempre a algún atento pelotudo que le pregunta si Wilde es apellido. Y él que no, que es nombre, y no sé por qué carajo me llamo así y basta. En cambio, Escopeta, que es apodo asimilado en la infancia cuando le decían “Flaco escopeta”, acepta, sin alterar su chicha-calma: Si sigo siendo flaco tengo derecho al apodo, y sonríe. Se sientan en el borde de los canteros, frente al monumento. Son tan veteranos en la plaza que tranquilamente pueden abstraerse de la existencia misma que agita el caótico espacio. Ven sin ver, eso. Y charlan, cuando charlan. Y están en silencio, cuando ídem. No por nada especial, tienen su propio mundo, como cualquiera. Un chico le pregunta a su madre: “¿Qué es eso que está lleno de gatos?”. Y la madre tardando en la duda, intenta: “Y... una casa... para gatos, como el Jardín Zoológico...”. Acostumbrado a salir en defensa de los símbolos, Wilde mueve su cabeza y explica a la madre y el chico que “eso” es el Mausoleo a Bernardino Rivadavia, primer presidente de nuestro querido país y esos gatos son su guardia pretoriana. La mujer promedia su enjuto rostro, seco y sin gracia, y sigue chupando el helado, como si en ello le fuera el esfuerzo del día. El chico se anima: “Guardia ¿qué?...”. Y Wilde se despacha porque el chico le cae bien: “Pre-to-riana..., ¿eh?... Pretoriana, ¿sí?”. El chico como que no, como que es un poco mucho para él, así que, igual que la madre, chupa el helado para hacer tiempo. Y Wilde le dice que el fulano se llamaba Bernardino de la Trinidad González Rivadavia, conocido como Bernardino Rivadavia solamente y mucho más conocido porque la avenida Rivadavia es la más larga del mundo, y dentro del monumento está él; muerto, claro. El chico sonríe, mueve los ojitos y pregunta: “¿Arriba o abajo?”. Wilde piensa que si ese chico fuera su hijo podría tallar un ser excepcional: “Arriba, la parte de abajo es la plataforma, el pedestal del monumento, monumento que hizo uno de los grandes escultores argentinos, Rogelio Yrurtia”. Hay un silencio en el que el chico deja que el helado se le derrita por un costado y dice: “¿Y los gatos?”... Wilde se acomoda mejor, como para enseñar, y larga el rollo sobre la guardia pretoriana, el César, el pretorio, el imperio romano y termina con que los gatos vienen a ser un símbolo, el equivalente de nuestro tiempo, de aquellos valientes soldados que defendían con su vida al César. “Son 574 gatos, ¡bien contados!, incluidos los 18 que nacieron este fin de semana.” El chico lame el costado que se está derritiendo, mira al hombre en silencio, no está seguro si entendió algo o no entendió nada, pero sí sabe que le gustaría tener a ese hombre como padre, o abuelo; y le pregunta cómo sabe tanto. El no contesta, lo hace Escopeta: “Fue maestro y director de escuela”. La mujer, que nada ha escuchado porque está pendiente de otra cosa, dice: ya llegaron; y se lleva al chico sin saludar. El chico al menos sacude la mano libre. “Cayeron los evangelistas”, advierte Wilde. Se quedan en silencio. Al rato, Escopeta le dice: “¿Hacemos la revancha?”. Wilde está de acuerdo: “Dale, vamos...”.
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