› Por Rodrigo Fresán
Desde Dublín y Barcelona
Empiezo a escribir esto en Dublín y voy a terminar de escribirlo en Barcelona, y es lunes por la noche y me doy cuenta de que es el segundo (y último) debate entre Zapatero y Rajoy que me pierdo por estar con un escritor. No me parece una mala situación lo de cambiar a dos políticos por dos escritores. Elijo eso en tiempos de elecciones.
Mientras el pasado lunes 25 de febrero trece millones de españoles sintonizaban sus televisores para contemplar cómo los candidatos del PSOE y del PP se tiraban por la cabeza datos falsos y estadísticas cuestionables (y Rajoy invocaba eso de “la niña” angelical e ibérica por cuyo futuro hay que velar y cuya fantasmal y jocosa presencia ha llenado páginas y sites y comentarios en los noticieros), yo estaba entrevistando en público al escritor inglés Martin Amis. En un momento le pregunté a Amis si un escritor alguna vez llegaba a alguna parte o si moría, siempre, en el camino. Amis respondió algo así: “Mi padre falleció a los 73 años y hacia el final de su vida estuvo muy enfermo. Digamos que se volvió loco. Se debatía entre la razón y la locura, y hubo un momento en que ya no pudo escribir. Aun así, hasta su último día se sentaba frente a su máquina de escribir. Y sólo tecleaba una palabra: gaviota. Yo ahora tengo 58 años y durante mis 40 tuve la crisis que tenemos todos, la de la madurez. Esa crisis donde descubrimos que la muerte ya no es un rumor. Entonces todo se viene abajo y sufrimos y pensamos que todo terminó. Sin embargo, ya en los 50 descubrimos un empuje inesperado en algo que hasta entonces desconocíamos: el peso del pasado. Arribamos a un punto de la vida donde nuestro pasado es tan grande que nos revitaliza y conmueve. Luego, al final de los 50, tenemos otra crisis: el miedo a envejecer. Y me imagino que luego viene una última crisis que combina a las dos primeras y que acaba con la muerte. Alguien dijo que la juventud es ese estado en el que te miras al espejo y piensas que todo el mundo envejece menos tú. Pero ese estado no dura. Cuando uno es joven, antes de tener 20 años, llega un momento de la vida donde uno se vuelve muy consciente de sí mismo y empieza a investigarse a sí mismo y a escribir sobre uno. Se escriben pequeñeces, cuentos, poemas, y hacia los 21 o 22 deja de hacerlo. Los escritores son esa clase de ser que nunca supera esa etapa, que siempre sigue narrándose, que atraviesan todas las crisis y que nunca se dan por vencidos, aun cuando alcanzan ese momento terrible en que, una y otra vez, sólo pueden escribir nada más que una palabra”.
Me acordaba de eso mientras, una semana después, caminaba por las calles de Dublín junto al escritor irlandés John Banville. Había gaviotas en el cielo y –en la tapa del último número de Newsweek– aparecía una foto de Zapatero y un título donde se leía “El fiasco español: de cómo Zapatero pasó de ser una estrella europea a convertirse en desilusión nacional”, y yo pensé entonces en que los políticos envejecen tanto más rápido que los escritores y en que, ya desde el principio, repiten una y otra vez la misma cosa. Más como loros que como gaviotas.
John Banville y yo miramos dos portadas de Time. Una de 1934 y una de 1939, y en las dos está James Joyce. “Eran otros tiempos... Un escritor de verdad era cover-story de un semanario internacional”, me dice Banville. “Ahora, cada tanto ponen a un escritor. Pero suele ser un escritor más internacional que verdadero”, comenta.
Banville y yo estamos en el James Joyce Museum, en Sandycove, donde se alza la Martello Tower y transcurren las primeras páginas del Ulysses de James Joyce. Una construcción circular de piedra, no muy alta, erguida allí para contener a una posible invasión napoleónica que nunca tuvo lugar y en cuya cima ondea una bandera azul con tres coronas doradas. Ahora, ahí adentro, hay una recreación poco fiable del recinto en el que conversan Stephen Dedalus y Buck Mulligan y Haine en el amanecer del 16 de junio de 1904, día en que Joyce salió por primera vez con la arrolladora Nora Barnacle. Más parafernalia joyceana: primeras ediciones, fotos, manuscritos, una de las dos máscaras mortuorias y postales que se agotan cada junio de cada año cuando hordas de turistas que jamás leyeron ni leerán la novela llegan muy temprano por la mañana del 16 para iniciar, sobrios, la ruta del llamado Bloomsday que concluirán borrachos y abrazando a sus respectivas Penélopes o Mollys Blooms sin siquiera sospechar lo que pasa por las cabezas de esas mujeres que piensan sin puntos ni comas mientras, en España, los machos del país siguen matando hembras. En España casi todos los días son Bloodday.
De regreso en Dublín, Clinton le ganó a Obama y se perpetúa el tenso duelo entre la supuesta novedad y la supuesta experiencia. O algo así. Aunque están los que dicen que Obama es más novedoso que novedad y ya se sabe: los juguetes novedosos duran poco y se rompen rápido. O los rompen. Ulysses, está claro, fue una novedad y sigue siéndolo. Leo que Rajoy –quien ya es añejo y se juega sus últimas cartas– cometió el error (esta vez ante 12 millones de espectadores, Debate II) de sacar el tema de la guerra de Irak y de sacar a pasear a Aznar para sus últimos mitines. Y Aznar no hace otra cosa que lamentarse por la injusticia de su destino y se presenta casi como un mártir de la historia. Aznar. Graznar. Gaviotas y... ¿es una gaviota el pájaro que vuela en el logotipo del Partido Popular? Llamo por teléfono a mi mujer y le pregunto si Rajoy mostró la tapa de Newsweek durante el segundo debate y me contesta que no lo vio, que ya está agotada de todo el asunto, que estuvo viendo a House quien, pienso, sería un gran jefe de gobierno o, lo que es lo mismo, un eficiente y nada piadoso diagnosticador de la crisis económica que ahora padece España y para la que cada candidato propone diferentes tratamientos. Zapatero dice que no es para tanto y sana-sana. Rajoy dictamina que el paciente se muere y que la cosa no pasa por cambiar de medicina sino por cambiar de médico. Y millones de españoles, cansados, son como esa enfermera que se lleva el dedo a los labios y pide un poco de silencio en las paredes de los hospitales.
Y falta menos para el domingo de elecciones y ahora estoy en la terminal del aeropuerto de Madrid esperando que se presente la tripulación (retrasada) del vuelo de Iberia a Barcelona. Llegué aquí vía Dublín y no me sorprendió descubrir que el adaptador de enchufes que en el avión de Aer Lingus (viaje de ida) costaba 15 euros, en el de Iberia cuesta 25. Y mis amigos ya están preocupados por mi obsesión casi patológica con la línea aérea española. Y, sí, tal vez de aquí a unos años yo termine en un asilo tecleando una y otra vez la palabra Iberia, quién sabe. En cualquier caso, hago tiempo leyendo Newsweek y hojeando la muy linda edición conmemorativa de Ulysses que me compré en Martello Tower.
Y horas antes, almorzando, Banville me contó que varios años después de la muerte de Joyce, las autoridades del lugar decidieron invitar a los festejos del Bloomsday a su hijo Giorgio. Así que lo llevaron allí, le mostraron la torre y esperaron a que pronunciara unas emotivas palabras por estar en el sitio exacto de uno de los dos más grandes Big Bang literarios del siglo XX. Parece ser que entonces Giorgio sonrió, agradeció a la concurrencia, dijo que el sitio le parecía hermoso, pero –para pasmo de joycecitas y bloomófilos– añadió algo así como “lo que no entiendo muy bien es por qué me han traído a esta torre... ¿Pasó algo importante aquí? ¿Hay algo interesante para ver?”.
Arriba, sobre sus cabezas en crisis, debatían como locas las gaviotas y sí, decían, sí quiero. Sí.
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