CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Gracias a los varios canales de cine clásico que hay en el cable –“El Hollywood que no conoces...”, dice un locutor insoportable en cada tanda publicitaria de uno de ellos–, se puede ver prácticamente toda la producción norteamericana desde fines de los treinta a principios de los sesenta. Y pasan de todo en serio, no sólo las cosas muy buenas. Es decir, la basura incluida: como si fuera Volver, pero yanqui. Una maravilla, sobre todo para los que cuando vemos la pantalla en blanco y negro y un par de tipos con sombrero quedamos pegados ahí. Al menos por un rato.
Así es que cada vez que prendo la tele a la noche me doy una vuelta por Retro, Cinecanal Clásicos, TCM y algún otro. Y a veces –ya que jamás me he sabido guiar por la programación ni grabar ni nada de eso– tengo suerte de que lo que encuentro empezado me guste. En ese sentido, hace unos días me ocurrió algo notable, que espero no resulte excesivamente cursi. La cuestión es que pasé por ahí y estaba el gran James Stewart en blanco y negro, de traje y bastante joven pero no tanto –fines de los cuarenta calculé, época de Qué bello es vivir– sentado y explicando en largo y dulcísimo monólogo algo maravilloso que le pasaba con su amigo sin duda imaginario, un conejo de un metro ochenta que naturalmente sólo él veía, sobre todo cuando se tomaba todo en la bar...
–¡Harvey! –grité solo y conmovido como un tarado–. ¡Es Harvey!
Esa la vi de chico, a los seis, siete años, y nunca más. Y me acordaba de escenas de Harvey, como me acordé siempre de los títulos de El tercer hombre con la música de Anton Karas, y de la versión argentina de La bestia debe morir, con un terrible Guillermo Battaglia que le decía “¡imbécil!” a una mujer... Son de esa época, cuando todavía iba con los viejos, me llevaban con ellos al cine.
Y me quedé pegado ahí, a la espera de que pasara lo que recordaba. La película tiene una estructura teatral insalvable, con escenas de sanatorio psiquiátrico y de bar y de parientes insoportables (las escenas y los parientes)... Los remansos son cuando aparece el flaco Stewart y rompe todo a fuerza de sensibilidad y carisma, diciendo una hermosa letra de difícil digestión, ese inolvidable Edward P. Dowd, un alevoso personaje de Frank Capra, salido de otra película y metido en medio de una comedia de enredos de cuarta.
Así me quedé esperando que apareciera el conejo, que en algún momento, acaso o sobre todo en la escena final, se manifestara y su sombra se acoplase a la sombra de James Stewart, porque yo lo había visto. Pero Harvey no apareció. Nunca aparece, según parece. Ni siquiera las huellas en la nieve, como en El hombre invisible de Wells...
¿De dónde saqué yo el recuerdo del conejo blanco gigante caminando –de frente– junto a James Stewart? No vi ahora el principio de la película, no la vi toda, pero seguro que ahí, en el comienzo, el conejo no estaba. ¿Lo saqué del afiche, entonces? Tal vez. Yo vivía frente al cine. Puede ser.
Ahora uno va a Internet y a las enciclopedias y encuentra el dato enseguida: Harvey es una obra de teatro de la texana Mary Chase que ganó el Pulitzer hacia 1948, se representó en Broadway durante años y llegó al cine en 1950 –da justito para mi recuerdo infantil...– adaptada por ella y dirigida por Henry Koster, uno de los alemanes emigrados menos brillantes, el de El manto sagrado en Cinemascope, que vi también. La interpretación de Stewart –nominado al Oscar– es justamente famosa, y el gran conejo de un metro ochenta largos brilla por su ausencia. Ni siquiera figura como secundario imaginario, si eso existiera.
Cualquiera puede ver en el argumento y observando beber al personaje del querible Dowd, una sublimación light del delirium tremens. No es tan fácil explicar desde esa perspectiva el hecho de que un espectador de seis/siete años en un pueblo de la provincia de Buenos Aires haya visto entonces y recuerde y vea aún hoy –más de medio siglo después– a un conejo alto y amigable junto a un actor al que amaba y del que no sabía ni pronunciar su nombre. La psicología debe tener muy junados estos fenómenos –seguramente triviales– en que la imaginación completa los huecos de la memoria o la sustituya a secas... Así, como aún tengo recuerdo vivo de Harvey en acción –no habla pero está–, es lindo pensar que aunque está la evidencia (o precisamente por eso) de que nunca aparece, en algún (en aquel) momento me puse en el lugar de Stewart y quise o supe o pude ver al conejo como él. Y eso –sea lo que fuere– ya lo perdí.
No debe ser casual el recurrente carácter mágico de los conejos, privilegiados habitantes de la galera del mago. Uno mete la mano y saca un conejo del pasado, de la memoria, de la galera. O, al menos, alguna vez, antes, seguro que sacaba.
Eso debe ser la fe.
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