Mar 17.09.2002

CONTRATAPA

Adiós a las armas

› Por Rafael A. Bielsa

La irracionalidad que la violencia patrocina suele ser propicia para plantear escenarios trucados con el contradictorio pretexto de erradicar la inseguridad. La nueva puesta en escena, frente a la comprobación de que alguna delincuencia posee mayor poder de fuego que la policía, consiste en proponer que la búsqueda de la seguridad ciudadana se dé en el plano de la carrera armamentista fronteras adentro. Nada más inútil, y por lo tanto, más falso.
Nada que haya ido gestándose intrincadamente y por mucho tiempo puede resolverse sencilla e instantáneamente. Tampoco la violencia. La propuesta de volver a los edictos policiales es otro de los repentinos raptos de magia chica, como si los mismos efectivos que no logran labrar eficientemente las actas de contravenciones (se archiva el 70 por ciento de las registradas por equivocaciones), esto es, lo menos, pudieran ser capaces de hacerse cargo de administrar facultades de carácter legislativo para tipificar, juzgar y condenar comportamientos, esto es, lo más. Este sencillo argumento fáctico –no ideológico– descalifica la oferta.
La aparición de algunas armas de proporciones en manos de delincuentes ocasionó que los sets de televisión se anegaran de predicadores del calibre grueso. Olvidaron que mueren más policías por no saber usar adecuadamente sus armas viejas, que por carecer de armas nuevas que, con el tipo de entrenamiento actual, tardarían en saber emplear. La solución no consiste en dotar a las fuerzas de seguridad de bazookas si un arma tal es encontrada en poder de delincuentes, sino primero en evitar que el circuito ilegal de armas se transforme en una red de tráfico, donde el arma adquiera el valor de un bien junto con otras mercancías (drogas) que se venden en mercados negros competitivos y de rápida expansión. Luego, en romper el círculo vicioso “inseguridad.cultura de violencia armada.demanda y oferta de armas.mayor inseguridad”. Y finalmente en capacitar adecuada y permanentemente a quienes tienen legalmente el monopolio del uso de la fuerza.
El tráfico ilegal de armas es caldo de cultivo para el aumento de la violencia en ciudades que tienen conurbanos caracterizados como marginales, y distintos estudios corroboran que a mayor disponibilidad de armas, mayor cantidad de delitos con armas. Y no hablamos de armas bélicas, sino individuales y livianas.
En la Argentina, el panorama de las armas de fuego en poder de la población puede sintetizarse en tres categorías: las armas con título regular en manos de legítimos usuarios; las armas en situación irregular que fueron compradas legalmente pero nunca registradas; y las armas sin título legal en uso por parte de la delincuencia. El circuito legal, según algunas estimaciones, está compuesto por un total de casi un millón ochocientas mil armas, y el ilegal por dos millones seiscientas mil. Se puede conjeturar que en su mayoría estas armas son las que hasta 1994 podían adquirirse con la sola presentación de un documento. Como estas armas no pueden ser vendidas legalmente dado que no están registradas, la ilegalidad es el único camino que queda a su tenedor para deshacerse de ellas.
Un remedio inmediato consiste en disponer el empadronamiento gratuito de este verdadero arsenal, facilitando administrativamente el trámite (descentralizando la toma de datos en los municipios), lo que permitiría asociar cada arma a un individuo adecuadamente documentado.
Los legítimos usuarios no representan un problema. El índice delictual de este sector es del 0.05 por ciento, y sólo queda para el debate lo relacionado con la “cultura de la violencia”, de la que el episodio que tuvo lugar en Cañuelas, donde por error un joven confundió a su madre con un ladrón y le quitó la vida de un balazo, es una vehemente luz de alarma. Las armas de origen legal pero en situación registral irregular merecenmayor atención, y es por ello que el empadronamiento con campañas públicas que informen acerca su peligro es la medida aconsejada. Las armas de origen ilegal en poder de la delincuencia son el tercer sector sobre el que hay que actuar. En determinados lugares, por 100 pesos se consigue una pistola “sucia” 9 mm. ya usada en algún delito, y por 300 una “sin antecedentes”. Por 1000, una Magnum, y ello dependiendo del “ambrosio” con que se encuentre al poseedor, como se escuchó decir a un desenvuelto corredor de armamento en un programa de televisión.
A pesar de que el problema de la criminalidad no se puede resolver sólo con aparato policial, proliferan los programas inspirados en el de la “tolerancia cero” de Rudolph Giuliani: “seguridad sin tolerancia”, que el gobernador Joaquim Roriz aplicó en Brasilia; “plan Sérpico”, que abarca siete Estados del centro de la República de México, incluido el Distrito Federal; “Policía 2000”, en España.
La “emigración hacia la ilegalidad” no se revierte sólo con estas medidas. Una evidencia de ello la da el hecho de que cuando desde determinados sectores de la sociedad señalan que hay una relación directa entre la inequitatividad en la distribución del ingreso y el aumento de la delincuencia, los sectores duros responden que “no todos los pobres son delincuentes”, pero cuando les toca el turno de hacer propuestas, sugieren perimetrar las villas miseria, precisamente la morada de los pobres.
En toda sociedad organizada, el discurso de la vida colectiva se va articulando sobre la base de la aceptación de determinados antecedentes y sus consecuencias. En la Argentina, los sujetos carecen de predicado: la policía no asegura, los tribunales no hacen justicia, el Estado no proporciona bienes públicos. ¿Quién podría oponerse a que la Policía esté mejor equipada? ¿Quién a que se prepare mejor? ¿Quién a que se profesionalice? Pero su única arma no son las armas. También lo es la inteligencia, la experiencia en combate táctico, la policía científica. Esta neopropuesta de artillarlos debería ser tomada por ellos mismos como lo que es: un bombón de atractivo aspecto que, una vez en la boca, revela demasiado tarde el sabor a nuez amarga de la estricnina.

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