Dom 04.05.2008

CONTRATAPA

Saber dar la muerte

› Por José Pablo Feinmann

¿Qué le pasa a la Ciencia con Dios? ¿Qué obstinación la lleva a buscar los dos orígenes que impiden el sosiego de sus días, impiden sus sueños o los transforman en pesadillas? Porque la Ciencia sueña y lo hace sin detenerse. Es una soñadora obsesivo-compulsiva. Busca el origen del hombre y el origen del Universo. En cuanto a ambas cosas, los teólogos, sin que les falte razón, ya han dicho que aun cuando se encuentre el origen jamás se encontrará el comienzo. Vayamos al nuevo juguetito que están a punto de accionar. Es una máquina tan gigantesca que ni siquiera podemos imaginarla. Lo que sabemos es que ya llevan 15 años construyéndola y que su costo final, pues ya está construida, ha arribado a la cifra, no modesta, de 40.000 millones de euros y, sí, leyeron bien. ¿Qué se lograría con este aparatejo? (Que lo es, ya que su grandeza es nada, es una nimia insignificancia en la vastedad de aquello cuyo origen busca develar.) El aparatejo nos permitiría encontrar la primera primerísima partícula a partir de la cual salió todo lo demás. Que sería el Universo. A esta primera primerísima partícula se le ha dado el nombre, más bien estúpido, de la “partícula de Dios”. Pareciera que esta partícula tendría una millonésima de millonésima de segundo de “vida”. Atrapándola ahí, cuando casi no ha nacido, cuando el Universo era apenas esa increíble casi-nada, esa casi-inexistencia pero, sin embargo, un indudable ya-algo, lo atraparíamos en el momento de su casi-ya-nacer. No soy científico ni teólogo, pero el problema del origen acaso quedara solucionado. Todo surgió de esa partícula. Queda por resolver, algo que resulta evidente para cualquiera menos, según parece, para los científicos, qué fue lo que originó a esa partícula. Lo que nos lleva al comienzo. Si a la partícula se le llama la “partícula de Dios”, el problema de Dios sigue en pie: fue Dios el origen de esa partícula, que, no en vano, no sólo lleva su nombre, sino que es de su pertenencia, su posesión se le atribuye, dado que la partícula es “de Dios”. En todo esto se han gastado 40.000 millones de euros. De euros, no de dólares, pues se nos informa que el proyecto es británico y su genial cabeza es la del científico Peter Higgs, cuya foto se adjunta y cuyo rostro no pareciera diferenciarse demasiado del de un anciano bibliotecario, un plácido farmacéutico o un médico de la selección británica de fútbol.

Entre tanto, ocurren otras cosas. No voy a decir lo que todos sabemos. O sí, digámoslo: que con esos 40.000 millones de euros, en lugar de buscar la “partícula de Dios”, se podría saciar el hambre en el mundo. O todo o gran parte de él. Que la cuestión indigna. Que esa cifra no es, no puede ser sólo británica, que son capitales de todo el mundo, que son capitales que se blanquean, que son los que no alcanzan a blanquearse con la droga y se blanquean con la búsqueda de la “partícula de Dios”, un motivo, sin duda, más trascendente. Pero me permitiré decir algo más duro. Abiertamente espantoso: ¿para qué se quiere fabricar al hombre? Si es para fabricar esclavos, uno lo entiende. El capitalismo absolutamente triunfante y amo del mundo podría necesitar esclavos o, si uno lo piensa mejor, guerreros. ¿Por qué no podría fabricar, lo antes que se pueda, millones de soldados Estados Unidos y emprender con ejércitos innumerables todas las conquistas que ambiciona? ¿Por qué no tirar de una buena vez las bombas nucleares cuya paciencia diminuente le impide por el momento tirar y, una vez hecho esto, poblar los devastados territorios con estos hombres de laboratorio a los que se haría, desde sus mismos orígenes celulares, resistentes a las radiaciones, regentes de territorios conquistados y fervorosos patriotas del Imperio? Supongamos, sin embargo, que sólo se busca –por limitaciones– “hacer al hombre”. ¿Para qué demonios hacer a una criatura tan espantosa? Porque, en tanto el buenazo de Peter Higgs busca la “partícula de Dios”, la CIA confiesa que ha torturado a miles, a muchos miles y cientos de miles de prisioneros en Irak en busca de “información”. Sabemos que a esta tarea, la de buscar información, se le llama “tarea de inteligencia”, con lo que vemos los disímiles uso de tal elemento: sirve tanto para buscar un cachito de Dios en lo infinito, como para fabricar al hombre o como para hacerlo pedacitos poco a poco. Nos vamos a concentrar en la política del Imperio bélico-comunicacional porque es –en este momento y en este texto– nuestro tema. No queremos decir con esto que el pavor indiscriminado que viene de los socavones del terrorismo coránico nos atraiga en absoluto. Y que nadie se venga aquí con una teoría de los “dos demonios” a escala internacional, porque, si de ser claro se trata, yo creo en la teoría de una multipolaridad de demonios que puede estar fuera de control en cualquier momento. Por ahora, aquí, veamos qué hace el Imperio. Tortura, sin duda. Lo dice, también. Con un atenuante: pretende hacernos creer que busca nuevas técnicas de interrogación que no impliquen la tortura. Lo cual es casi una burla a nuestro sentido común, al más mínimo conocimiento que tengamos de la naturaleza humana o, por no ir tan lejos, de la CIA, que ha torturado y torturará hasta el fin de los tiempos.

Pero voy a tratar de ahorrarme la tarea y ceñirme a testimonios. En una reciente película norteamericana, El sospechoso (Rendition), la CIA atrapa a un hombre con nombre egipcio, pero importante ejecutivo de una importante empresa, un tipo que gana 200.000 dólares por año, con familia e hijos, casi un “all American man”, y lo tortura hasta reventar en una oculta prisión del norte Africa. Un novato agente de la CIA, que cree en lo excesivo de esa tortura y en la inocencia del torturado, logra conectar a una muy importante agente de inteligencia y le dice que quiere hablarle acerca de alguien que está siendo torturado en Africa (el lugar pareciera ser Marruecos). La mujer (la siempre notable Meryl Streep) lo mira con una frialdad que hiela a cualquiera y le responde: “Señor, Estados Unidos no tortura, obtiene información”. En su libro de 2004, ¿Quiénes somos?, el ideólogo norteamericano, célebre por su libro El choque de civilizaciones, Samuel P. Huntington narra que, en Charles Street, en Boston, antes del ataque a las Torres, apenas había una bandera en una tienda de licores. “Dos semanas más tarde, en esa misma manzana, ondeaban hasta diecisiete banderas (...) Al sentir su país atacado, los vecinos de Charles Street redescubrieron su nación y se identificaron con ella” (Huntington, ¿Quiénes somos?, Paidós, Argentina, 2004, p. 25). Huntington narra este episodio en busca de la respuesta a la siguiente pregunta: “¿Siguen ahí las banderas?” La respuesta al “nine eleven” la asume el presidente Bush, de origen texano: “El machismo de Texas no se limita a su variedad militar. Texas representa la confluencia de las dos zonas más violentas del país: el sur y la frontera. Domesticada por vaqueros que manejaban el revólver, Texas sigue estando impregnada de la cultura de las pistolas” (John Micklethwait y Adrian Wololdrige, Una nación conservadora, el poder de la derecha en Estados Unidos, Debate, Sudamericana, Buenos Aires, 2007, p. 185). Pero la “democracia de Occidente” sabe cómo defenderse y tiene sus escuelas y sus maestros para hacerlo, más allá de los pistoleros de Texas: “Muchas veces les he dicho a los soldados, a los espías y a los estudiantes que si quieren entender cómo combatir al terrorismo miren The Battle of Algiers (nuestra conocida película de los años ’70 La batalla de Argelia, de Gillo Pontecorvo, JPF). Ciertamente ver la película era un requisito para el curso de posgrado sobre terrorismo (...) ya que consideraba las dificultades que las democracias enfrentan para contrarrestar al terrorismo” (Russell D. Howard, Coronel, EE.UU., Reid L. Sawyer, Mayor, EE.UU., terrorismo y contraterrorismo, Instituto de Publicaciones Navales del Centro Naval, Buenos Aires, 2006, p. 328. Notemos un dato relevante: es el Centro Naval de Argentina el que publica un manual de lucha antiterrorista escrito por militares norteamericanos. ¿Habla esto de la globalización de la lucha contra el terrorismo?). El medio para extraer información al prisionero sigue siendo, y nada impide creer que no seguirá siendo, la tortura. Justamente es en La batalla de Argelia donde el general Mathieu (nombre ficticio del general Massu) dice: “Si Francia quiere que nos quedemos en Argelia, que no nos pregunte por los medios que usamos para hacerlo”. Lo mismo rige para Estados Unidos en Irak: en tanto el Imperio necesite ahí a sus guerreros no puede ignorar lo que éstos deben hacer para lograrlo. Todo lo demás son buenas intenciones o pura farsa. “Como si no bastase con la comprobación de la impostura de las armas de destrucción masiva, la revelación de que los prisioneros en Guantánamo y en Abu Ghraib, en Irak, eran torturados, brutalizados y humillados acabó con (...) la respetabilidad internacional de la administración de George W. Bush” (Luis Alberto Moniz Bandeira, La formación del imperio americano, Norma, Buenos Aires, 2007, p. 598). ¿Qué es lo que justifica hasta tal punto a la tortura, qué es lo que les permite a las potencias que la utilizan sentirse inocentes por incurrir en ella, licuar toda posible culpa? Eric Hobsbawm nos entrega la respuesta: “La convicción ideológica (...) de que la propia causa es tan justa y la del adversario tan odiosa que la utilización de todos los medios es no sólo legítima, sino necesaria, para alcanzar la victoria o evitar la derrota” (Eric Hobsbawm, Guerra y paz en el siglo XXI, Crítica, Barcelona, 2008, p. 138).

¿Dónde está la “partícula de Dios”? Si es tan evidente que Dios no está para nosotros, para nuestro mundo, que se olvidó, que está distraído, que no existe o que es, sin más, un ser maligno, que nos creó para vernos sufrir y regocijarse con nuestro dolor, ¿para que buscar su “partícula”? Sin embargo, nada hace necesaria la malignidad de Dios: con la del hombre alcanza y sobra, ya que es desmedida. Nos lo dice el sargento Austin Sanders, veterano de Vietnam: “El hombre al que llaman ‘inhumano’ es el que nos dará la victoria. Déjales a los otros la mierda humanitaria. Si eres humano, perderás. Si pudiendo matar a un prisionero, lo dejas libre, él te matará en otra encrucijada de la guerra. Pues, no lo olvides, las guerras suelen ser largas. Y el hijo de perra al que hoy perdonas o no ejecutas por esas putas Convenciones de Ginebra, te matará mañana porque ha sabido olvidarlas mejor que tú. Que tu pelotón sea una máquina de matar, y que no se detenga ante nada. Si no matas inocentes, no te temerán de verdad. Si no matas criaturas, creerán que te domina esa imbécil piedad por la pureza de los infantes. No sean hipócritas: los que hoy son niños serán guerreros mañana y matarán a nuestros hijos en una próxima guerra. Terminemos con ellos ahora, ya. Evitemos tener un problema mañana. Busquemos en nosotros, hasta encontrarlo, el placer de matar a un niño. Le aplastas la cabeza y asunto terminado. Lo haces con el pie o con la culata de tu fusil M16. Si lo haces con el pie, te comprometes más. Es tu cuerpo el que mata al inocente de hoy, al asesino de mañana. Si no matas a las madres, creerán que piensas en la tuya o que crees en el mito de ese ser milagroso capaz de dar vida. Tú también eres un ser milagroso: sabes dar la muerte” (José Pablo Feinmann, Carter en Vietnam, novela inédita).

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