CONTRATAPA › ARTE DE ULTIMAR
› Por Juan Sasturain
Ayer, sobre el cierre de la Feria del Libro, se presentó Haroldo Conti, alias Mascaró, alias la vida, un hermoso volumen de más de trescientas páginas que reúne segmentos narrativos y artículos periodísticos de, testimonios sobre, entrevistas y comentarios críticos a y algunas “cartas significativas” del autor de Sudeste, Alrededor de la jaula, La balada del álamo carolina y En vida, entre otras maravillas. Compilados por el inmejorable Eduardo Romano –tan riguroso en la lectura como afectivamente cercano al universo narrativo y personal de Conti–, los textos dan cuenta exacta de la riqueza del mundo del autor y de la multiplicidad de los posibles acercamientos. El volumen inaugura, además, la Colección Presencias, una propuesta conjunta de Editorial Colihue con las Ediciones del Centro Cultural de la Memoria, una institución que funciona precisamente en lo que alguna vez fue la tenebrosa ESMA y que hoy se llama, digna y justamente, Haroldo Conti. Nada menos, casi demasiado.
Precisamente eso. Cuando volvemos sobre estos temas y sobre ciertos autores que han quedado como víctimas emblemáticas del terrorismo de Estado hace algo más de treinta años –Urondo, Walsh, Oesterheld y Conti, principalmente– es inevitable, casi inconsciente, la sensación de algo ya transitado con reiteración, dicho, recordado y –de algún modo– archivado en el apartado mental “La Dictadura”. Es alevosamente así. Los recordatorios y los aniversarios tienen, entre otras, la equívoca y probablemente inevitable característica de ir acumulándose como capas sucesivas que en lugar de iluminar con crudeza los hechos originarios, los mediatizan, los van convirtiendo en referencias mecánicas que se suponen consabidas: “Ah, sí... Haroldo Conti, un escritor desaparecido”. Y en realidad la exclamación que debería despertarnos es otra: “Ah, no... ¿Haroldo Conti, desaparecido?” La pregunta que vuelve y vuelve es doble: cómo fue que llegamos a la situación en que semejantes cosas pudieran pasar y pasaron, y cómo es posible que al recordarlas no se nos mueva, no se nos siga moviendo el piso del buen sentido y la buena conciencia.
Este libro que lleva prólogo de Eduardo Jozami, responsable del Centro Cultural de la Memoria, contribuye seria y nada solemnemente a mantenernos inquietos y despiertos, con el piso bien movido. Lo primero que queda claro es que Haroldo Conti, confirmando sin paradojas el adagio, “algo había hecho”. Por un lado, para hacerse lugar en la memoria amorosa y agradecida de los lectores de entonces y de hoy: ser uno de los mejores narradores de su generación; por otro, para que la dictadura lo considerara su enemigo: entregar su vida a la militancia revolucionaria.
Esas dos verdades aparecen transparentes, elocuentes como nunca, en un texto de algún modo increíble que este libro rescata: el informe anónimo que el “asesor literario” de la Secretaría de Informaciones del Estado (la tenebrosa SIDE), elaboró en 1975, aconsejando la prohibición –que se haría efectiva– de la novela Mascaró, el cazador americano. La tensión alevosa entre la seducción que opera sobre el funcionario-lector el maravilloso texto literario y los criminales imperativos de las razones de Estado es uno de los momentos más escalofriantes de este libro ejemplar.
Haroldo Conti no sólo lo ha escrito en parte; también lo habría leído.
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