Sáb 21.09.2002

CONTRATAPA

Graffiti

› Por José Pablo Feinmann

Hay un graffiti en diversas paredes de la ciudad. Un graffiti es una leyenda popular que se escribe en los muros y expresa, habitualmente, el humor social, o una parte de él. Una tendencia social y política y –con frecuencia– su respuesta, la de otra tendencia que se contrapone a la primera o se diferencia de ella. Una sociedad democrática se caracteriza por la variedad de sus graffiti. Una sociedad autoritaria tiene los graffiti del Estado, que tienden al monumentalismo, al expresionismo kitsch, al desborde, ya que el Estado –al tener mucho tiempo y seguridad para pintar sus graffiti– tiende a desbocarse en esa tarea. El graffiti de las sociedades plurales es más perecedero, más veloz, instantáneo. No es monumentalista. No se escribe “para siempre”, sino para expresar una coyuntura. El graffiti del Estado autoritario no sólo tiende al monumentalismo, sino a la unicidad. No tiene alternativas. No hay graffiti que se le oponga, que lo niegue o que se le diferencie. Entre nosotros, lo primero que hicieron los militares del ‘76 fue blanquear con cal todas las pintadas. La ciudad quedó limpia. Esa limpieza era el silencio, que, en esa Argentina, era salud. Sólo fueron dibujados, con prolijidad, los graffiti del poder dictatorial. Algunos, muchos, animados de un enorme cinismo: “Ganar la paz”. O uno que gustaba a Massera: “El amor vence”.
El graffiti de estos días, el graffiti al que me refiero dice: “Si gana alguien, me voy del país”. Señala la cuestión de las próximas elecciones que aguardan al país. El graffiti expresa el desencanto de la sociedad civil. Puede ser leído de un par de maneras posibles. “Alguien” puede ser sustantivado y en tal caso “Alguien” sería un candidato, el único abominado por el graffiti. De esta forma, el graffiti se habría escrito contra “Alguien”. Sólo si gana “Alguien” me voy del país. Si gana “otro” me quedo. Pero no. El “alguien” del graffiti debe leerse como “cualquiera”. Si gana “cualquiera” me voy del país. “Cualquiera” se refiere a cualquiera de los integrantes de la clase política que se presentará a elecciones. “Cualquiera” es “cualquiera de ellos”. “Cualquiera de ellos” es “todos ellos”. El graffiti entonces expresaría lo siguiente: “Si gana cualquiera de todos ellos me voy del país”. Expresado de esta manera el graffiti dice: “O ellos o yo”. Dice: “No voy a vivir en un país gobernado por cualquiera de ellos, por cualquiera de todos ellos”. “Si todos ellos ganan, yo me voy”. ¿Cuál sería la alternativa? ¿Qué hecho posibilitaría que uno no se fuera del país? Que no gane ninguno de “todos ellos”. ¿Qué aseguraría este hecho? Que ninguno de todos ellos se presente a elecciones. ¿Qué sería necesario para esto? Que se vayan todos. En resumen, el graffiti “Si gana alguien me voy del país” es una variación del “Que se vayan todos”. Porque si “alguno de ellos gana” es que no se han ido, entonces me voy yo. Y esta “ida” es una derrota, es la confesión de la derrota del “que se vayan todos”.
Digámoslo: el graffiti “Si gana alguien me voy del país” expresa, si no la derrota, el desaliento del “Que se vayan todos”. Esa consigna, que surge luego de las jornadas de lucha del 19 y 20 de diciembre del año pasado, expresaba muchas cosas. Acaso no tan extremas como lo parecía en una primera lectura. No era la propuesta de un Congreso Nacional súbitamente deshabitado, vacío. No era la propuesta de una renuncia y retirada en totalidad de la clase política. Era, en lo esencial, el reclamo de una nueva forma de hacer política, de una nueva dirigencia. Tampoco “nuevos” dirigentes, ya que no todos los dirigentes tenían por qué ser nuevos, pero sí deberían comprometerse con una nueva modalidad de la política, alejada de la corrupción, del aparatismo, del clientelismo y del sometimiento al poder económico. A casi un año de las jornadas de diciembre (triunfantes pero dolorosas y sangrientas a causa de la retirada a sangre y fuego del “manso” De la Rúa), el “Que se vayan todos” se ahoga, se sofoca en medio del viejo show de la vieja política. No sólo no se han ido todos, sino que han aparecido nuevos, viejos, abominables monstruos del pasado, del peor pasado, de un pasado que se creía instalado en esa temporalidad, la del atrás, la de lo muerto, la de lo superado por la historia. No ha sido así. No sólo no se han ido todos, sino que –por si fuera poco– reapareció Menem. Y junta gente, y tiene aparato, tiene medios de comunicación, tiene poderosos comunicadores sociales, tiene otarios o inmensos avivados que dicen que él sí tiene un plan sustentable, y hasta otros que dicen la célebre zoncera “Si Carlitos nos metió en esto, él nos va a sacar”. Frase de increíble torpeza, dado que “si Carlitos nos metió en esto” nada más sensato que mantenerlo alejado de toda relación con el poder, de toda relación que le permita seguir metiéndonos “en esto”. Si nos metió en esto, es porque no sabe ni quiere sacarnos. “Esto” es él.
La dura realidad es la siguiente: los movimientos del “Que se vayan todos” han ido perdiendo dinamismo, iniciativa política. Con lo cual se ha debilitado la esperanza de un nuevo rostro para la política. Al calor de este debilitamiento “volvieron todos”. Como si nada hubiera pasado. Se entregan con todo desparpajo a las formas más viejas y aberrantes de la política criolla. Con lo cual no logran la adhesión del electorado, sino su repulsa. Habrán conseguido no ser reemplazados, habrán conseguido no cambiar (hecho que los aterra), pero no han conseguido nada más allá de la adhesión de sus aparatos. Algunos casos son particularmente pintorescos. “El Adolfo”, por ejemplo, reflota la vieja megalomanía del viejo Perón. El peronismo es aditivo, todo es cuestión de sumar para llegar al poder y ahí se verá. Rodríguez Saá también cree –como Perón– poder “conducir el desorden”. También cree, cuando se forman dos bandos peronistas (y a él se le van a formar demasiados), hacer el “Padre eterno”, no embanderarse con ninguno (ya que entraría en la “conducción táctica y no en la estratégica”) y resolver todo conflicto posible. Sólo así es imaginable que se mencionen candidaturas de izquierda para la vicepresidencia en un partido que lo tiene a Aldo Rico como gran figura. Juntos, un defensor de los derechos humanos y un militante empecinado de la “guerra sucia” que, alguna vez, ha dicho: “Hay que hacer hablar al prisionero de alguna forma. La guerra antisubversiva es una guerra especial. No hay ética. El tema es si yo permito que el guerrillero se ampare en los derechos constitucionales u obtengo rápida información para evitar un daño mayor” (Pilar Calveiro, Poder y desaparición, Colihue, p. 36). ¿Qué clase de ética política podría amparar en un mismo partido a esos dos personajes? Uno de los dos, entrando en ese juego, dejará necesariamente de ser lo que es. Y no será Rico.
En suma, están todos, no se fue nadie, reapareció Menem y se preparan, todos, para la gran fiesta electoral, la que más les gusta, la que mejor manejan, la que les ha asegurado su dilatada permanencia. Así, nada más coherente que este pasaje del “Que se vayan todos” al “Si gana alguien me voy del país”. O sea, renuncio, abandono, les dejo el campo libre, que hagan con el país lo que quieran, como siempre lo han hecho. Sin embargo, la oposición sigue siendo posible. Para oponerse, no hay que irse. Hay que buscar a los que se fueron, a los que, sí, definitivamente se fueron de la vieja política, y encarar con ellos el horizonte de la nueva. Son pocos, pero nunca fueron muchos los que abrieron el horizonte.

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